La academia más fantástica concebida es la de Lagado, de Los viajes de Gulliver. Uno de sus grupos de trabajo se afanaba en liberarnos de la necesidad de las palabras, para descargar a nuestros pulmones del esfuerzo de pronunciarlas y así alargar nuestra vida. Usamos las palabras como sustitutos de las cosas que no tenemos delante. Si lleváramos un zurrón cargado con todo aquello de lo que podríamos querer hablar, siempre tendríamos a mano el motivo de conversación y bastaría con señalarlo con el dedo, no habría necesidad de hablar y nuestros pulmones descansarían. Se trataba de una academia disparatada. No se pueden llevar encima todas las cosas de las que queremos hablar. Lo mismo pasa con los conocimientos. Sé que existe Madrid, pero no tengo cómo demostrarlo a quien se empeñe en negarlo. Los mapas los hace gente que puede ser interesada y pueden estar manipulados. Se puede negar casi cualquier cosa sabida, desde la redondez de la Tierra hasta la existencia de Napoleón. No es que no sean cosas demostradas, pero no se pueden demostrar mientras cruzamos la carretera, no podemos llevar en un zurrón todos los conocimientos y sus pruebas, como no podemos llevar a cuestas los motivos posibles de conversación.
Por esa grieta cuela el fascismo el primer alambre de su discurso, el negacionismo. El conocimiento, la historia, los modos aceptados de convivencia, todo, va contra el fascismo. Los ultras tienen que negar el conocimiento, cambiar la historia y poner en cuestión las normas de convivencia. No se puede decir que el coronavirus es un virus comunista de los chinos sin enfrentarse a la ciencia. No se puede decir que la Constitución es el legado de Franco o que la República provocó la guerra civil sin negar la historia. Desafiar negando es fácil. Somos una especie colmena que nos transferimos con símbolos experiencias y datos como un software invisible. Por eso cualquier conocimiento es algo que nos contaron o leímos, y por tanto un relato que cualquier bobo puede llamar interesado. Confundiendo torticeramente Estado con Gobierno, ese bobo puede decir que científicos o profesores son sujetos subvencionados por el Gobierno. Ya se está diciendo, no es una conjetura. Todo lo que no puedas demostrar justo aquí y ahora mismo (el giro de la Tierra, el Imperio romano o las partículas elementales) lo puedes sostener, pero basándote en lo que alguien, casi siempre «subvencionado», te enseñó. Para que el disparate negacionista funcione solo se necesita que las discusiones, del tipo o altura que sean, sean identitarias, es decir, que sirvan siempre para definirnos y para reconocernos en un bando. Y funciona mejor si hay odio y urgencia en cualquier confrontación.
Es comprensible que el ruido diario nos distraiga: Cayetana ensucia las instituciones con bravatas de quinqui; acaba de dictaminarse, al hilo del guateque de Vox, que con más de veinte mil muertos y en estado de alarma no se puede negar el derecho de manifestación, y una juez pretende ahora que con cero muertos y sin estado de alarma fue prevaricación permitir una manifestación el 8M; un cuerpo armado del Estado manipula informes con intenciones políticas; no hay comisión que funcione, no hay mínimos de consenso, se negocia un estado de alarma como apoyo político, … No hay día que la atención pública no se vea atrapada por alguna estridencia que incita respuesta o repulsa. Es comprensible.
Pero conviene mirar el momento como se miran los papeles cuando se tiene presbicia, alejándose y dejando que el primer plano sea borroso para que su detalle no nos nuble lo que está pasando. Y están pasando al menos tres cosas. Una es evidente. El momento político es el que busca la extrema derecha porque es el que nutre su discurso. La pandemia desquició a la población y hace más fácil este ambiente envenenado en el que se normalizan proclamas autoritarias y llamamientos no disimulados a golpes de estado. No es tan difícil, cualquiera puede montar un escándalo. Y los ultras tienen cómplices y tontos útiles. No llegarían tan lejos si el PP no se fanatizara y se le asimilara cuando no tiene el poder. Además, en momentos críticos siempre hay tontos útiles que cultivan un prurito por el que hay que ser tibio con lo inadmisible y contrapesarlo con errores de la otra parte para no parecer por un día alguien sin «altura de miras». Pasó en su día sobre el País Vasco con cierta izquierda ajena a la violencia, pero que veía en un tiro en la nuca un «asunto complejo». Pasó con el PSOE en el conflicto catalán. Para no parecer por un día tibio con los «enemigos de España» apoyó verdaderos atropellos judiciales, que ahora utilizan los ultras contra su Gobierno. Y está pasando ahora con quienes en tribuna pública no son capaces de denunciar prácticas antidemocráticas sin balancear con algún error del Gobierno para imitar esa neutralidad con la que se mira la situación «con perspectiva».
La segunda cosa que está pasando es el trascendente acuerdo de Francia y Alemania para liberar los fondos que atajen la devastación. La importancia económica se ve a simple vista. La ultraderecha y el PP se lo juegan todo a que no haya Gobierno que los gestione, porque su estrategia se disolverá como un azucarillo cuando empiecen a decidirse las partidas de ciento cuarenta mil millones de euros. Pero Francia y Alemania dieron una señal relevante de que quieren pilotar una UE con armazón político. Dudo que los independentismos quepan en ese armazón y es de esperar un cortafuegos al modelo húngaro (Hungría sí tiene seguidores aquí, no Venezuela). Y es difícil saber qué más hay tras ese acuerdo, pero desde luego será de calado. Los ladridos de Cayetana no tienen que distraernos.
Y la tercera cosa es que el caracol neoliberal sigue arrastrándose, antes durante y después de la pandemia, y que va quemando capas culturales. Una sociedad formada por una minoría que acapare la riqueza y el poder, con una mayoría superviviente y sin esperanzas de mejora solo puede abrirse paso en dosis leves pero con una dirección fija. José Bono es como las décimas de fiebre o la tos: un mal de poca monta, pero de mucho interés como síntoma. Levantó su voz contra la tasa a las grandes fortunas. En la crisis de 2011 se pudo quitar una mensualidad a los funcionarios, incrementar los impuestos a las clases medias, subir tasas y bajar salarios. Pero no se puede pedir a las grandes fortunas un esfuerzo excepcional para una emergencia. Esto es lo habitual. Pero Bono añade dos cosas que muestran el paso de caracol del neoliberalismo. Dice que el comunismo no solo fue un infierno, sino también un fracaso. Esto es un paso más. Poner impuestos es comunismo. Quien hable de servicios públicos y protección social y sus costes enseguida tendrá que responder de los Gulag de Estalin. Y añade otra cosa más. El neoliberalismo crea pobreza y deja en el desamparo a los pobres. Eso no se puede justificar sin denigrar a los pobres y este es el paso que muestra Bono. Fiel al principio de infantilizar a la audiencia, se pone didáctico y nos cuenta la fábula de dos hermanos con el mismo dinero. Uno de ellos se lo gasta y el otro lo ahorra. Y explica que no podemos ir con impuestos al que tiene dinero porque lo ahorró para subsidiar a quien lo gastó. Porque eso es lo que pasa, según Bono: quien no tiene dinero es que no ahorró; los ricos lo tienen por sacrificados; vimos cómo se marcaba esta injusticia con los ricos en la cara de aquellos jóvenes del barrio Salamanca, que rezumaban dolor y sacrificio. El neoliberalismo ya se va atreviendo con el principio de denigrar al débil y de asociar dinero con valía. Se le va lamiendo el culo a Amancio Ortega y se va deslizando que los débiles lo son por manirrotos. Enseguida serán chusma.
Pero la gravedad de la crisis va a obligar a voluminosas actuaciones públicas de cohesión social que quizás nos recuerden qué es lo que la mayoría de la sociedad quiere sobre sus derechos y oportunidades. Quiere lo que le otorgan los derechos humanos y cualquier constitución civilizada, la nuestra incluida. Lo quiere todo.