NACHÍN
Nachín era más fuerte que los demás. A mis ojos
estaba gordo, pero no era una gordura torpe, era una gordura de fuerza. Solía
estar solo. Las madres de los demás niños no les dejaban jugar ni estar con él.
Era violento y pegaba. Le tenían miedo. Yo también. En casa me decían que no me
metiera en líos. Solía apartarme de él. Nachín sólo estaba con los demás cuando
los demás eran muchos y su presencia se diluía. Pero nadie se permitía apartes
con él. Cuando me decía algo por la calle, lo que fuera, yo aceleraba el paso y
lo rodeaba con miedo. Si alguna vez no lo podía esquivar y mi nerviosismo
provocaba que él hiciera un mínimo gesto de intimidación, me entraba pánico.
Recuerdo haberle golpeado alguna vez con un palo muy fuerte en la cabeza, repetidas
veces, como si mi vida dependiera de esos golpes. Supongo que me pillaba en lo
que los etólogos llaman “distancia crítica”, esa distancia a la que los
animales se sienten sin salida y atacan aquello que les aterra. En tal trance,
él no se alteraba, no lloraba, ni siquiera ponía gesto de dolor, sino de
enfado. Con el tiempo supe que también de sorpresa. Aunque no me tocara —no
recuerdo que me pegase nunca— el miedo y la urgencia que había sentido y que
contaba a mis amigos incrementaban el temor hacia él y ese contorno de
sobresalto que lo acompañaba. Con el tiempo supe que también de soledad. Tenía
tics faciales y costumbres solitarias, como tallar palos. Escupía cada poco
cuando caminaba, siempre solo. No jugaba bien al fútbol ni estudiaba nada. Era
el Otro, el Cuyo, el recuerdo de que era verdad que había Dos Lados, de que
donde nosotros estábamos era sólo un lado y que había Otro.
Un día murió su padre. El barrio presenció el suceso
con la gravedad habitual. La madre tenía un gesto duro, como de agravio reseco.
Se decían cosas de ella. Nachín empezó a cambiar. O eso se dijo. Siguió sin ser
bueno en deportes y nunca estudió nada. Siempre fue muy bruto. Pero se le puso
gesto de inocencia tristona. Parecía manso. La gente empezó a decir que había
cambiado y las madres empezaron a dejar a sus hijos estar con él. Se decía que
debía ser el padre, que bebía, y que sin él, después de todo, Nachín era más
normal. En mi casa también. Dejé de esquivarlo y la gente aceptó su presencia,
que de todas formas era escasa. Siempre fue serio, nunca estaba en el núcleo de
lo que pasaba. Al llegar a la adolescencia fue diluyéndose, pasó a ser un
infeliz anónimo que ni molestaba ni se le tenía en cuenta. No sé en qué momento
desapareció de mi espacio. En mi memoria simplemente se apagó como la última
chispa de esas brasas mínimas que se extinguen en la oscuridad. Es posible que
no cambiara nunca, que fuera nuestra mirada la que cambió al morir su padre. En
realidad siempre fue serio y ensimismado. La verdad es que nunca me pegó. Fui
yo el que le pegué por pánico. Y cuando lo hice su cara fue de estupor y sorpresa,
de enfado atónito por el golpe gratuito.
EL SUSURRO DEL FONDO
Jimmy y Henry hablan enfrente uno del otro en la
mesa de una cafetería, al lado de la ventana. La toma los coge de perfil, la
ventana entre los dos como fondo. Jimmy le habla de un trabajo en el que Henry
podría ayudar. Henry no pone problemas. Scorsese hace algo especial con la
cámara. Henry y Jimmy eran viejos amigos gánsteres y habían corrido mucho
juntos. Pero las cosas estaban confusas, el pequeño mundo narrado en Uno de los nuestros se estaba
subvirtiendo. Henry comprendía que aquel trabajo sería el último, que Jimmy lo
había diseñado para matarlo, pero no lo acusa en su expresión, ni había
sucedido nada en la película que lo hiciera ver. Scorsese hace algo con la
cámara difícil de ver, aunque imposible de no percibir. Si pones la cámara
sobre un raíl y giras el zum para acercar la imagen, pero a la vez alejas la
cámara con la velocidad justa, el tamaño de la imagen no cambia: el
acercamiento del zum se compensa con el alejamiento de la cámara. Pero cuanto
más largo esté el zum, menor es la profundidad de campo, es decir, más borroso
se verá el fondo; cuando el zum sea corto, en cambio, el fondo se verá enfocado
igual que el primer plano. Mientras Henry y Jimmy hablan, la toma parece no
moverse, se les ve siempre en el mismo plano y con el mismo tamaño. Pero la
imagen de detrás de la ventana oscila entre en enfoque y el desenfoque, no es
fácil darse cuenta. Vemos a Henry y Jimmy hablando con normalidad. Pero el
espectador nota algo que no puede precisar, algo sordo que cambia en el fondo,
el contorno de las cosas que se hace confuso. Henry sabe que su amigo lo quiere
matar, que todo está cambiando y que nada será igual.
EN LA MONTAÑA MÁGICA
El viajero atento saca del desplazamiento en el
espacio el provecho que solemos sacar del paso de los años. La gente que viaja
y ve cosas tiene tanta oportunidad de vivir y saber más como la tiene por años
el maduro respecto al adolescente. Así nos lo decía Thomas Mann:
“El
espacio que, girando y huyendo, se interpone entre él y su punto de
procedencia, desarrolla fuerzas que se cree reservadas al tiempo. Hora tras
hora, el espacio determina transformaciones interiores muy semejantes a las que
provoca el tiempo, pero de manera alguna las supera.
Igual que éste, crea el olvido;
pero lo hace desprendiendo a la persona humana de sus contingencias para
transportarla a un estado de libertad inicial; incluso del pedante y el burgués
hace, de un solo golpe, una especie de vagabundo. El tiempo, según se dice, es
el Leteo. Pero el aire de las lejanías es un brebaje semejante, y si su efecto
es menos radical, es en cambio mucho más rápido”.
Todos habremos hecho uno de esos pasatiempos en el
que nos proponen un lío de rayas entre las que debemos encontrar un sombrero.
El sombrero está a la vista, pero con tanta raya es difícil de ver. Como las
sopas de letras, donde las palabras están ante nuestros ojos pero con tal
cantidad de letras espurias alrededor que nuestros ojos pierden su eficacia. El
olvido puede no ser pérdida. A veces tienen que borrarse los detalles espurios
y las contingencias para que la verdadera forma de las cosas nos sea accesible.
El alejamiento y el olvido a veces es claridad y disipación de sombras. En los
viajes solemos sentir esa claridad o “libertad inicial” que sólo debería darnos
el saber de los años. Y también la lectura. Además de poder “refugiar nuestros
sueños para que no se mueran de frío”, como decía el entrañable D. Gregorio de La lengua de las mariposas, la lectura
nos aleja de la realidad como alejamos la sartén del fuego al cocinar; sólo la
alejamos para acercarla a continuación con movimientos enérgicos que agiten y
aviven lo que se cuece. Los libros y los viajes nos alejan de la realidad para
retornarnos a ella agitada y avivada, sacudida de detalles espurios y
crepitante.
BLADE RUNNER
El mundo de Rick Deckard se parece al nuestro como
se parece a un periódico seco un periódico que sacásemos de una palangana de agua,
con el papel inconsistente, las letras desleídas y páginas que ya no se pueden
pasar. En la película hay policías, como en nuestros días, y con ellos un
recuerdo de la ley, pero sólo un recuerdo, un eco lejano. Más que leyes parece
haber órdenes, tareas sobre la marcha sin un principio rector. Hay comercio,
ocupaciones, ciencia; pero todo tiene un aire de supervivencia y urgencia. Se
reconoce la estructura de una ciudad, pero apenas es reconocible una
convivencia, todo ocurre dentro y fuera en una jungla de mestizaje caótico e
informe. Cualquier derecho o deber está rebosado por una superpoblación
invertebrada de individuos ensimismados de necesidades al día. No es posible
imaginar cómo será una escuela (creo que no aparece ningún niño) y qué se puede
enseñar para una sociedad que es más una colección de piezas a granel que un puzle
con figura. El mundo es como sería el nuestro si saliera de una palangana de
agua, sin aristas ni forma, desleído, sin normas y con sólo recuerdos de lo que
hoy llamamos civilización.
HOY
Un día Zapatero se dirigió a la nación y dijo que el
déficit era inmanejable y anunció que bajaría el sueldo a los funcionarios y
congelaría las pensiones. Quizá en aquel momento podíamos decir que el anuncio
fue duro e injusto, por implicar de alguna manera que funcionarios y
pensionistas eran el núcleo del supuesto grave problema. Pero había algo más en
aquel anuncio, algo esencial se dibujaba y se desdibujaba en el fondo. Zapatero
tenía el gesto derrotado de las grandes capitulaciones. Había recibido una llamada
de Obama, se habían dado señales entre alarmadas y amenazantes desde Europa. Parecía
que le hubieran llevado a empujones ante la cámara en SU país y le hubieran
dado el papel que debía leer. En alguna mesa exterior y lejana se había dado un
puñetazo y Zapatero decía con la mirada que aquel no era un acto soberano y que
ya no valdrían principios ni convicciones. El fondo de aquella bajada de
sueldos y pensiones se enfocaba y desenfocaba como anunciando que nada volvería
a ser igual.
El ruido de mentiras, corrupciones, saqueos,
insultos y disparates, a cuyo desparrame apetece sumarse todos los días,
contiene demasiadas letras y rayas como para que se vea el dibujo real del
presente y trazo general de la historia de este momento. Conviene más que nunca
viajar, desplazarse, mirar, leer, olvidar lo contingente, ver. Cuanto más
arrebato nos traiga el momento, más confuso se hace ver lo que realmente pasa,
el lugar por donde pasan las cosas.
En unos meses nuestra sociedad empezó a parecerse a
la que era antes del anuncio de Zapatero, pero como el periódico mojado se
parece al seco. Se reconocen las trazas generales, pero se perdió el “espesor
del presente”, la continuidad de las cosas básicas. Las escuelas abren, los
coches circulan, hay anuncios en la tele y votamos en las elecciones. Y hay un
Gobierno nacional al que elegimos, como recuerdo de cómo son las sociedades
soberanas y democráticas. Pero sólo como recuerdo. No vivimos ya en un país
soberano, sino en una provincia cuyos regidores tienen que rendir cuentas a quienes
mandan desde lejos. Y vivimos ya en una dictadura. Mantenemos los ceremoniales
democráticos, pero ya no elegimos a quienes nos gobiernan. Si se entiende
mejor, podemos decirlo a la inversa: aquellos a quienes podemos elegir no son
quienes nos gobiernan. No importa la desvergüenza y bajeza ética del Gobierno
de Rajoy, difícilmente superable. En un sistema democrático podríamos modificar
la situación. En esta sociedad mojada y quebradiza, con leyes y convivencia
desleída, no podemos ya incidir en lo importante de forma pacífica y, por
tanto, ordenada. Y todo lo que venga desde la pulsión colectiva será
desordenado y no se mantendrá en ningún punto eficiente.
La pérdida de la soberanía y de la democracia es lo
que hace posible todo lo demás que está pasando y pueda pasar. Sin límite. Y,
como el nacimiento del Anticristo, el caos no llega sin señales previas,
algunas tan dramáticas como el Presidente callando o hablando a través de un
monitor de televisión. Una vez nos preguntaron a los contertulios de una clase
de conversación de inglés qué querríamos ser si viviéramos una situación
apocalíptica postnuclear. Algunos decían que médicos, otros que cazadores, todo
lo asociado a la supervivencia. Yo dije que algo parecido a lo que soy (si
puede ser, mejor). Cuando tuviéramos víveres, nuestro problema sería
mantenerlos a salvo de los demás. Y para tener víveres y protección
necesitaríamos a los demás. El trato con los demás y el manejo de la
convivencia sería la primera cualidad para sobrevivir. Y hay señales de
descomposición en nuestra vida pública que apuntan a nuestra convivencia. Estamos
rebasando el punto normal del sectarismo y se acelera la tendencia a ver en
quien no concuerda al Otro, sobre todo en quienes tienen poder y se sienten con
capacidad de señalar el Otro Lado. Puede parecer infantil e irritante
relacionar el escrache de los desahuciados que perdieron su espacio en este
mundo con ETA. Pero sólo revela la nostalgia por una referencia ordinaria del
Otro Lado (el comunismo y el terrorismo son las preferidas). No creo que sea
una estrategia. Es una descomposición objetiva. La Gobernadora de Madrid y algunos
lenguaraces son sólo caricaturas mostrencas de algo más profundo. El Gobierno y
la prensa que lo acompaña están desbordados y sienten por la población que se
indigna el mismo tipo de urgencia que siente un niño aterrorizado por otro y
reacciona igual: con los golpes y hostilidad de un animal asustado en distancia
crítica que no puede huir y sólo puede atacar.
La imposibilidad de hablar, discutir, rozarse,
presionarse y enfrentarse, por qué no, sin que el interlocutor sea el Otro es
la señal más visible del camino al caos hacia el que va una sociedad
dictatorial. La leche se está hinchando en el hervidor. O alguien corre a
apagar el fuego o rebosará. Algunos no desesperados nos preguntamos si eso
sería tan malo.
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