viernes, 21 de febrero de 2014

Manual de urgencia para faltar al respeto

[Columna del sábado en Asturias24 (www.asturias24.es)].
El pensamiento perezoso y facilón nos dice que hay que respetar las posiciones que no compartimos. La parte más tozuda de nuestro sentido común, sin embargo, se niega a respetar todo lo que vemos y oímos. Nuestra convivencia está llena de virtudes que se emparejan de manera problemática, porque una tiende a negar a la otra, siendo las dos virtudes. La seguridad y la libertad son virtudes, porque todo el mundo las quiere, pero sabemos bien que las medidas de seguridad restringen la libertad y lo que nos hace libres nos hace también inseguros. Lo mismo ocurre con la transparencia y la discreción. Nadie quiere ministros bocazas que causen estridencia por su indiscreción, como Montoro, ni ministros oscurantistas que oculten y mientan sobre lo que hacen, como Montoro. Pero de nuevo una virtud come a la otra: mucha transparencia puede ser indiscreción y mucha discreción puede acabar en opacidad. Otro tanto tenemos con la flexibilidad y la coherencia, que a todos nos gusta ver en gobernantes y gentes de a pie. Pero algunos, de tan flexibles, acaban diciendo cada día una cosa y la contraria y otros, de tan coherentes, se hacen empecinados y sordos.
Así nos pasa con la tolerancia y el respeto. Tolerar es no afectarse por lo que hagan o sean otros. Respetar es inhibir nuestra conducta espontánea por el efecto que pueda causar en otros. Y otra vez una virtud niega a la otra: la convivencia demasiado tolerante se hace irrespetuosa y la demasiado respetuosa se puede hacer intolerante.
Por este misterio de que una virtud pueda pensarse como un vicio si la presentamos como el opuesto de otra virtud y viceversa, siempre tendremos una virtud y un vicio a mano para justificar nuestra conducta o para denigrar la ajena. Así, el futuro ex–senador Granados había dado al mundo un ejemplo de coherencia al comparar un lanzamiento de tarta a la presidenta de Navarra con un tiro en la nuca, de tan firmes que eran sus principios antiterroristas. Ahora, mientras recoge sus cosas, brama por la indiscreción de quien reveló sus cuentas secretas en Suiza, mientras los demás nos felicitamos por este golpe casual de transparencia. Cuestión de perspectiva. En las aguas de Ceuta, o de Marruecos, o de ninguno de los dos sitios, murieron unas quince personas entre disparos de pelotas de goma de nuestros uniformados. Jorge Fernández tiene la flexibilidad suficiente para oponerse al aborto en nombre de la vida y dejar cadáveres flotando en nombre de la seguridad. Siempre hay una virtud a mano. Por supuesto, las imágenes de lo sucedido en Ceuta se ocultan por discreción. El cálido manto de Santa Teresa lo cubre todo.
Pero volvamos a la cuestión de respetar y tolerar. Siempre es discutible dónde está el vicio y dónde la virtud. Así por ejemplo, Albert Plá dijo un día viniendo para Gijón que le daba asco ser español. El ayuntamiento de Gijón le prohibió actuar; fue intolerante hasta la estupidez, pero, como los demás, echó mano de la virtud que encubre el vicio por el juego de opuestos y habló de respeto, de que Albert Plá nos había faltado al respeto. Y es que cada uno fija el dial donde le parece y ese punto en que lo fija lo nombra con una de las virtudes opuestas y llama con el nombre de los vicios opuestos al punto en que lo ponen otros. Por eso yo llamo estúpidamente intolerante al punto en que parece ponerlo el ayuntamiento gijonés y nuestros ediles llamarán estúpidamente irrespetuoso al punto en que lo pone Albert Plá y quienes lo toleramos (recuérdese que tolerar es sólo no afectarse; podemos tolerar lo que de todas formas nos parece una memez).
Naturalmente que hay cosas que uno no respeta. Decir que respetamos todas las posturas es lo mismo que decir que lo toleramos todo y para eso hay que ser una piedra o estar en coma. Volviendo al ayuntamiento de Gijón, el PP gijonés precisamente acaba de proponer que se busque un sitio para honrar la bandera española. Las aguas del PP de Gijón bajaron tanto que ya vuelve a ser visible Pilar Fernández Pardo, como se hacen visibles esos pueblos sumergidos cuando los embalses pierden nivel por la sequía. La izquierda gijonesa anda desnortada como una brújula a la que se le hubiera desprendido la aguja. Y la alcaldesa anda a ratos en el quirófano y a ratos en el ayuntamiento disolviendo plenos con toda su minoría a cuestas. La población se va, las empresas emigran, aumenta la pobreza y la ciudad se va haciendo el bostezo planetario que el Foro hacía temer. Y el PP presenta su alternativa de futuro: quiere una bandera de España bien grande. Es uno de estos casos en que el sentido común se ve tan lastimado que uno tiende a discrepar sin respetar. Después de todo, puede que la ocurrencia de la bandera caricaturice más a España que las gracietas de Albert Plá y desde luego falta al respeto a la ciudad en su circunstancia.
Hay, por tanto, ideas y conductas que no tenemos por qué respetar, de intolerables que nos resultan. La cuestión es en qué consiste no respetar, cómo se hace para no respetar algo. ¿Hay que hacer soez el lenguaje, escupir, ponerse agresivo, perder el humor? Como siempre, cada uno tiene el punto en un sitio distinto. No respetar algo es, por definición, desactivar esas pequeñas o grandes inhibiciones de nuestra conducta que aceptamos para hacer fluida la convivencia con otros. Cuando no respetamos a alguien, damos por interrumpidas las reglas que normalmente observamos como parte de nuestra sociabilidad. Y entonces sólo tenemos dos límites.
La pérdida de respeto puede ser mayor o menor y ahí se establece un límite. Si una persona dice en nombre de la vida que una mujer embarazada no es dueña de decidir sobre lo que está pasando en su cuerpo, podemos tender a no respetar tal imposición. Si esa persona además deja cadáveres en Ceuta, quizá la respetemos menos. Y si otra persona se atreve a llamar terroristas a las mujeres que no quieren seguir con su embarazo, puede que no la respetemos nada. A cada paso, vamos desactivando más normas de convivencia armónica.
El otro límite es el respeto por nosotros mismos, el cuidado de la estima propia. Puede parecerme que una alcaldesa, un concejal o una diputada merezcan que les manifieste mi discrepancia enseñándoles el culo. Pero puede que sienta mi estima pública dañada en ese trance y que, de paso que les falto al respeto a ellos como se merecen, me lo estoy faltando a mí como no me merezco. Como dije antes, cada uno tiene el punto en un sitio. Las chicas de Femen irrumpieron en espacios públicos con las tetas al aire a corear consignas, mostrando así su falta de respeto a lo que consideran intolerable. Muchas mujeres que piensan lo mismo que ellas no lo harían por lo mismo que yo no enseño el culo al consistorio. Cuestión de dónde tiene el punto cada uno. Hay gente mucho más apocada que, con el mismo grado de indignación que los demás, son incapaces de la menor expresión de resistencia, porque el punto donde pierden la autoestima es completamente básico y lo pierden sólo por hablar.

España tiene una rara enfermedad autoinmune, ese tipo de dolencia donde las defensas del organismo lo atacan porque no lo reconocen como propio. El funcionamiento ordinario de los partidos tiene inutilizados todos los sistemas de responsabilidad y control que distinguen a la democracia de las dictaduras. El voto cada cuatro años no puede sancionar todo lo que ocurre ni ser el control de toda la actividad del estado. El sistema representativo no funciona. Y a la vez no hay democracia imaginable sin partidos, que son el virus que la corroe. Es el propio organismo el que se carcome a sí mismo. Son tiempos de faltar al respeto a todo lo intolerable. Cada uno hasta donde le permita su autoestima. Mostrando las tetas en el Congreso, enseñando el culo a la corporación o resistiendo en silencio sin dejarse llevar.

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