El pensamiento perezoso y facilón
nos dice que hay que respetar las posiciones que no compartimos. La parte más
tozuda de nuestro sentido común, sin embargo, se niega a respetar todo lo que
vemos y oímos. Nuestra convivencia está llena de virtudes que se emparejan de
manera problemática, porque una tiende a negar a la otra, siendo las dos
virtudes. La seguridad y la libertad son virtudes, porque todo el mundo las
quiere, pero sabemos bien que las medidas de seguridad restringen la libertad y
lo que nos hace libres nos hace también inseguros. Lo mismo ocurre con la
transparencia y la discreción. Nadie quiere ministros bocazas que causen
estridencia por su indiscreción, como Montoro, ni ministros oscurantistas que
oculten y mientan sobre lo que hacen, como Montoro. Pero de nuevo una virtud
come a la otra: mucha transparencia puede ser indiscreción y mucha discreción
puede acabar en opacidad. Otro tanto tenemos con la flexibilidad y la
coherencia, que a todos nos gusta ver en gobernantes y gentes de a pie. Pero
algunos, de tan flexibles, acaban diciendo cada día una cosa y la contraria y
otros, de tan coherentes, se hacen empecinados y sordos.
Así nos pasa con la tolerancia y el
respeto. Tolerar es no afectarse por lo que hagan o sean otros. Respetar es
inhibir nuestra conducta espontánea por el efecto que pueda causar en otros. Y
otra vez una virtud niega a la otra: la convivencia demasiado tolerante se hace
irrespetuosa y la demasiado respetuosa se puede hacer intolerante.
Por este misterio de que una virtud
pueda pensarse como un vicio si la presentamos como el opuesto de otra virtud y
viceversa, siempre tendremos una virtud y un vicio a mano para justificar
nuestra conducta o para denigrar la ajena. Así, el futuro ex–senador Granados
había dado al mundo un ejemplo de coherencia al comparar un lanzamiento de
tarta a la presidenta de Navarra con un tiro en la nuca, de tan firmes que eran
sus principios antiterroristas. Ahora, mientras recoge sus cosas, brama por la
indiscreción de quien reveló sus cuentas secretas en Suiza, mientras los demás
nos felicitamos por este golpe casual de transparencia. Cuestión de
perspectiva. En las aguas de Ceuta, o de Marruecos, o de ninguno de los dos
sitios, murieron unas quince personas entre disparos de pelotas de goma de
nuestros uniformados. Jorge Fernández tiene la flexibilidad suficiente para
oponerse al aborto en nombre de la vida y dejar cadáveres flotando en nombre de
la seguridad. Siempre hay una virtud a mano. Por supuesto, las imágenes de lo
sucedido en Ceuta se ocultan por discreción. El cálido manto de Santa Teresa lo
cubre todo.
Pero volvamos a la cuestión de
respetar y tolerar. Siempre es discutible dónde está el vicio y dónde la
virtud. Así por ejemplo, Albert Plá dijo un día viniendo para Gijón que le daba
asco ser español. El ayuntamiento de Gijón le prohibió actuar; fue intolerante
hasta la estupidez, pero, como los demás, echó mano de la virtud que encubre el
vicio por el juego de opuestos y habló de respeto, de que Albert Plá nos había
faltado al respeto. Y es que cada uno fija el dial donde le parece y ese punto
en que lo fija lo nombra con una de las virtudes opuestas y llama con el nombre
de los vicios opuestos al punto en que lo ponen otros. Por eso yo llamo
estúpidamente intolerante al punto en que parece ponerlo el ayuntamiento
gijonés y nuestros ediles llamarán estúpidamente irrespetuoso al punto en que
lo pone Albert Plá y quienes lo toleramos (recuérdese que tolerar es sólo no
afectarse; podemos tolerar lo que de todas formas nos parece una memez).
Naturalmente que hay cosas que uno
no respeta. Decir que respetamos todas las posturas es lo mismo que decir que
lo toleramos todo y para eso hay que ser una piedra o estar en coma. Volviendo
al ayuntamiento de Gijón, el PP gijonés precisamente acaba de proponer que se
busque un sitio para honrar la bandera española. Las aguas del PP de Gijón
bajaron tanto que ya vuelve a ser visible Pilar Fernández Pardo, como se hacen
visibles esos pueblos sumergidos cuando los embalses pierden nivel por la
sequía. La izquierda gijonesa anda desnortada como una brújula a la que se le
hubiera desprendido la aguja. Y la alcaldesa anda a ratos en el quirófano y a
ratos en el ayuntamiento disolviendo plenos con toda su minoría a cuestas. La
población se va, las empresas emigran, aumenta la pobreza y la ciudad se va
haciendo el bostezo planetario que el Foro hacía temer. Y el PP presenta su
alternativa de futuro: quiere una bandera de España bien grande. Es uno de
estos casos en que el sentido común se ve tan lastimado que uno tiende a
discrepar sin respetar. Después de todo, puede que la ocurrencia de la bandera
caricaturice más a España que las gracietas de Albert Plá y desde luego falta
al respeto a la ciudad en su circunstancia.
Hay, por tanto, ideas y conductas
que no tenemos por qué respetar, de intolerables que nos resultan. La cuestión
es en qué consiste no respetar, cómo se hace para no respetar algo. ¿Hay que
hacer soez el lenguaje, escupir, ponerse agresivo, perder el humor? Como siempre,
cada uno tiene el punto en un sitio distinto. No respetar algo es, por
definición, desactivar esas pequeñas o grandes inhibiciones de nuestra conducta
que aceptamos para hacer fluida la convivencia con otros. Cuando no respetamos
a alguien, damos por interrumpidas las reglas que normalmente observamos como
parte de nuestra sociabilidad. Y entonces sólo tenemos dos límites.
La pérdida de respeto puede ser
mayor o menor y ahí se establece un límite. Si una persona dice en nombre de la
vida que una mujer embarazada no es dueña de decidir sobre lo que está pasando
en su cuerpo, podemos tender a no respetar tal imposición. Si esa persona
además deja cadáveres en Ceuta, quizá la respetemos menos. Y si otra persona se
atreve a llamar terroristas a las mujeres que no quieren seguir con su
embarazo, puede que no la respetemos nada. A cada paso, vamos desactivando más
normas de convivencia armónica.
El otro límite es el respeto por
nosotros mismos, el cuidado de la estima propia. Puede parecerme que una
alcaldesa, un concejal o una diputada merezcan que les manifieste mi
discrepancia enseñándoles el culo. Pero puede que sienta mi estima pública
dañada en ese trance y que, de paso que les falto al respeto a ellos como se
merecen, me lo estoy faltando a mí como no me merezco. Como dije antes, cada
uno tiene el punto en un sitio. Las chicas de Femen irrumpieron en espacios
públicos con las tetas al aire a corear consignas, mostrando así su falta de
respeto a lo que consideran intolerable. Muchas mujeres que piensan lo mismo que
ellas no lo harían por lo mismo que yo no enseño el culo al consistorio.
Cuestión de dónde tiene el punto cada uno. Hay gente mucho más apocada que, con
el mismo grado de indignación que los demás, son incapaces de la menor
expresión de resistencia, porque el punto donde pierden la autoestima es
completamente básico y lo pierden sólo por hablar.
España tiene una rara enfermedad
autoinmune, ese tipo de dolencia donde las defensas del organismo lo atacan
porque no lo reconocen como propio. El funcionamiento ordinario de los partidos
tiene inutilizados todos los sistemas de responsabilidad y control que
distinguen a la democracia de las dictaduras. El voto cada cuatro años no puede
sancionar todo lo que ocurre ni ser el control de toda la actividad del estado.
El sistema representativo no funciona. Y a la vez no hay democracia imaginable
sin partidos, que son el virus que la corroe. Es el propio organismo el que se
carcome a sí mismo. Son tiempos de faltar al respeto a todo lo intolerable.
Cada uno hasta donde le permita su autoestima. Mostrando las tetas en el
Congreso, enseñando el culo a la corporación o resistiendo en silencio sin
dejarse llevar.
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