[Artículo del sábado en Asturias24 (www.asturias24.es)]
Algunas parejas, que en algún
momento de los treinta y tantos dejan de entenderse y discuten más de lo
debido, cometen la equivocación de tener un hijo para reanimar su relación. Una
pasión compartida hacia el nuevo ser no puede sino unir lo que se estaba agrietando,
piensan. Por supuesto, agarrarse a una ilusión externa cuando la relación
declina es como agarrarse a una pajita cuando uno perdió el pie y rueda por una
pendiente abajo. Confiamos nuestra recuperación a un soporte equivocado. Quien
dice un hijo dice un rey recién coronado. Nos dará ese impulso que nos está
faltando, piensan.
A veces, y en su debido contexto,
palabras opuestas dicen exactamente lo mismo. Cualquiera ve que “generosidad” y
“avaricia” significan cosas contrarias. Pero cuando decimos que alguien es feo
con avaricia y que es feo con generosidad, las dos palabras expresan la misma
idea. Por eso, podríamos decir que en España estamos en un momento
constituyente, o su opuesto, que estamos en un momento de descomposición, y
tendríamos razón con las dos expresiones porque las dos dicen lo mismo. Hay una
grieta política, por la desafección ya estructural de la población hacia sus
representantes políticos. Hay una grieta territorial, por el movimiento
colectivo y por momentos abrumador de los catalanes por la independencia de su
territorio, que conllevaría la del País Vasco. Y hay una grieta social, porque
no estamos viviendo simplemente una crisis y un empobrecimiento; estamos
viviendo un verdadero cambio de las reglas de juego de las relaciones sociales.
En este momento constituyente o de
descomposición se plantea la abdicación del Rey y la coronación del Príncipe de
una manera rápida, improvisada y chapucera (todavía el jueves decidieron que el
tratamiento futuro a Don Juan Carlos será el de Alteza; ¿a quién quieren
convencer de que esto llevaba meses planeándose?). Creo que hay tres puntos de
tensión que hicieron urgente la sucesión.
El primero es que el descrédito del
Rey era ya imposible de reconducir y su estado físico le daba ya un punto de
patetismo a sus intentos. El episodio de Botswana y los escándalos de la
familia real fueron como unos dedos chasqueando delante de nuestros ojos,
espabilándonos y haciéndonos ver que el cotarro monárquico había sido un
ecosistema muy fértil para tráficos, favores e influencias. Despertamos y vimos
que nuestro Jefe del Estado y su entorno se venían comportando como si los
hubiera nombrado un dictador.
El segundo es que las elecciones
europeas mostraron la quiebra del sistema bipartidista en que se asienta el
actual régimen. Los dos partidos que copan poder y gobiernos flotan sobre la
población como los nenúfares en un estanque, sin raíz y a la deriva, porque ya
es más que dudosa la fuerza electoral que les queda. La aparición de Podemos
insinúa una grieta por donde está entrando, no una nueva ideología, pero sí una
nueva cultura política ajena a todo el santoral de la transición.
Y el tercer elemento de prisa es la
inevitable dimisión de Rubalcaba, que ya no se podía posponer más. Rubalcaba es
uno de los guardianes del régimen y el último de esa estirpe que podía dirigir
al PSOE.
Así que se activó a toda prisa el
mecanismo de la sucesión como una necesidad para evitar más deterioros y para
impulsar al país. El país se desquicia política, social y territorialmente y el
aparato del estado decide tener un hijo para recuperar la ilusión y el
entendimiento y volver a ser una unidad de destino en lo universal. Una nueva
familia real en nuestras vidas ha de unirnos en un nuevo clima, piensan. Porque
nadie está dando razones ni desgranando cuál es esa utilidad de la institución
monárquica. Sólo nos regalan una familia real y nos embadurnan de almíbar y
ñoñeces de sonrojo.
Un noventa por ciento del
parlamento decidirá que los españoles quieren mayoritariamente la continuidad
de la monarquía. En esta fase nos tocará hacer de niños inmaduros. Lo que está
detrás de algunas expresiones dedicadas a la corona, como “estabilidad” o
“garantía de funcionamiento”, es que necesitamos a una figura paterna por
encima de nosotros, ajena a nuestros rifirrafes electorales y que se mantenga
al mando cuando nos perdemos en nuestras bullas. España es una cosa demasiado
compleja para dejarla en manos de los españoles. La falacia de la carga de la
prueba vendrá a favor de no tocar el tema: consiste en mantener una posición
sin razonar, asumiendo que es la otra parte la que tiene que explicarse. Las
dos repúblicas acabaron mal, dirán, como si los reinados borbónicos no hubieran
sido convulsos y con finales de pesadilla. Pero será la república, y no la
monarquía, la que tenga que demostrar que no es un caos.
Después de hacer de niños inmaduros
para que la monarquía sea una necesidad, nos tocará hacer de mayores y tener
esa paciencia que los mayores tienen que tener con los adolescentes caprichosos.
Tendrá que importarnos si Letizia está demasiado delgada y si no come.
Cualquier bronca que le eche a Felipe VI tendrá resonancias históricas en
nuestras sienes. Habrá que estar en vilo por las amistades del Rey y por sus
compañías. Y si la pareja amenaza desunión habrá que hacer votos por que se
perdonen y sean fuertes por el bien del reino. No tendremos nada mejor que
hacer, como adultos que seremos.
Lo cierto es que la coronación de
Felipe VI ya está convocando de facto una gran coalición. PSOE y PP actúan con
una unidad cada vez más reconocible. El diario El País nunca se pareció tanto al ABC. Esta gran unificación no responde a una actitud de
entendimiento o tolerancia. Es una forma de encoger el tamaño del sistema, de
manera que cada vez más opciones queden fuera de él y resulten ser anti–sistema.
Cada vez “la realidad” impone más cosas y decidimos sobre menos asuntos. La
gran coalición, explícita o táctica, que está cuajando alrededor de la corona
es una manera de reaccionar a la desagregación política, social y territorial:
cierre de filas y portazo. Un tipo de despotismo.
Los socialistas llevan mucho tiempo
en el País de Nunca Jamás, donde sabemos por Peter Pan que las cosas se
olvidan. Se olvidaron ya de tantas cosas que ya no recuerdan que el PSOE, en
principio, no dejó de ser republicano. Seguramente la embriaguez de Nunca Jamás
los tiene en tal grado de confusión que ya no ven relación entre ser republicanos
y apoyar la monarquía. Y el olvido del mundo del que proceden les habrá hecho
olvidar que la monarquía es ajena a las formas democráticas en los dos aspectos
básicos que definen las formas democráticas, la elección y la responsabilidad:
el Rey no es elegido por el pueblo ni nombrado por alguien elegido por el
pueblo; y el Rey es vitalicio, no puede ser destituido si no gusta y por tanto
no tiene responsabilidad ante el pueblo. La tiene ante la historia, que todo lo
absolverá.
Los símbolos patrios fueron mal
gestionados en la transición. Ni la bandera, ni el himno, ni el propio nombre
de España se utilizan con la distensión y apego normales en cualquier sitio.
Creo que la palabra “república” tiene un potencial movilizador mayor que
“patria”, “reino”, “España” o “nación”. Un presidente o presidenta elegidos y de
quien nos sintamos dueños porque tendrá que explicarse ante nosotros nos
identificaría con la nación en vez de enajenarnos de ella. La figura del Rey es
sin embargo paradójica: para no ser un dictador, siendo vitalicio y de cuna,
tiene que no opinar, que no decidir y sólo puede decir lo que el protocolo
institucional establezca y el gobierno decida. Es más una máscara que un
personaje en quien reconocerse.
La monarquía fue una forma de
compromiso para salir de la dictadura. Está pendiente la decisión de si es lo
que nos conviene. El ABC acaba de
publicar cinco razones por las que la monarquía es un sistema superior. El
debate, por tanto, se está dando y el PSOE debería verlo. Es el PP, y no ellos,
quien está literalmente en su reino. El PSOE debería percibir que ya llegó el
momento de dejar de proteger a España de los españoles.
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