[Artículo semanal en Asturias24 (www.asturias24.es)]
“Cuando leo, de hecho
no leo, sino que tomo una frase bella en el pico y la chupo como un caramelo,
la sorbo como una copita de licor, la saboreo hasta que, como el alcohol, se
disuelve en mí, la saboreo durante tanto tiempo que acaba no sólo penetrando mi
cerebro y mi corazón, sino que circula por mis venas hasta las raíces mismas de
los vasos sanguíneos. […]
Por eso todos los inquisidores del
mundo queman los libros en vano, porque cuando un libro comunica algo válido,
su ritmo silencioso persiste incluso mientras lo devoran las llamas, y es que
un verdadero libro siempre indica algún camino nuevo que conduce más allá de sí
mismo.” (B. Hrabal, Una soledad demasiado
ruidosa).
La diosa de la sabiduría, Atenea,
nació directamente de la cabeza de Zeus, que la concibió de manera tan singular
tras comerse a su primera esposa, Metis, la diosa de la prudencia. Quizá la
forma más benigna de leer el mito sea la de entender que la asimilación de
prudencia engendra sabiduría. La combinación de la directiva 2006/115/CE del Parlamento
Europeo con la concreción que el Gobierno de España hizo de tal norma lleva a
que las bibliotecas públicas tengan que pagar un canon por cada socio que
tengan y otro por cada libro que presten. Cabe pensar que la alimentación de
los eurodiputados y del ministro Wert sea menos truculenta que la de Zeus y, en
todo caso, es mejor que no haya ningún dios Hefesto que les abra la cabeza,
porque es de temer que lo que salga de ellas tenga poco que ver con la
sabiduría, visto que su dieta es pobre en prudencia.
La directiva europea incluye
expresiones como “la piratería constituye una amenaza cada vez más grave”, “la
protección adecuada de las obras amparadas por los derechos de autor […] pueden
considerarse de importancia capital para el desarrollo económico y cultural de
la Comunidad” y otras similares. Hace unos años atendía la visita de un
profesor uruguayo y, mientras esperábamos a que mis hijos salieran de la
piscina, lo llevé a la biblioteca de El Coto, para hablarle de la red de
bibliotecas públicas de Gijón. El visitante me decía examinando los anaqueles,
con reconocimiento entreverado de dolor patrio, que teníamos al alcance en cada
barrio lo que sólo con fatigas podía encontrar él en todo Montevideo. Cuesta
creer que toda aquella gente que anotaba fichas, se demoraba en las estanterías
y llevaba libros de dos en dos a la mesa donde le sellaban el préstamo fuera la
imagen de “una amenaza cada vez más grave” para las obras que se llevaban; o
que aquella fuera una escena de desamparo de autores y creaciones.
Estamos ante una cuestión de
principio, no ante una cuestión de números. De números habla Fernando Ramos
Simón, en uno de los boletines de CEDRO, para mostrar que el impacto del canon
no será relevante y para solicitar sosiego en la discusión. El artículo parece
lo bastante honesto como para conceder al autor el sosiego que reclama. Pero
seguramente Ramos Simón reconocerá que, si en España hubiera una ley que
privara en nuestro país expresamente de los derechos humanos a la etnia inuit
esquimal, con los números en la mano, el efecto no sería nada alarmante.
Convendremos, sin embargo, que hay un problema de principio.
Los problemas de principio son
convencimientos cuya quiebra o abandono, por pequeño o grande que sea, dejan
desprotegidas certezas o seguridades que consideramos básicas. Es lo que
llamamos coloquialmente líneas rojas. Si un chico pega a su novia, no importa
si le pegó fuerte o suave; si privamos de derechos a los inuits, no importa que
haya muchos o ninguno por aquí. Se pasaron líneas rojas y a partir de ahí nada
impedirá que se vaya a formas mayores de maltrato o hacia privaciones más
infames de derechos. Y obligar a las bibliotecas a pagar por cada libro que
presta o por cada socio que tiene traspasa alguna línea roja.
Los préstamos bibliotecarios no
privan de compradores a los autores. Es fácil comprobar que no se venden más
libros allí donde no hay bibliotecas. Es fácil comprobar también que donde hay
más bibliotecas y donde estas son más frecuentadas hay también más librerías y
tráfico de libros. Puede tener sentido que algunos países del norte, con
bibliotecas muy bien financiadas, con un nivel de lectura alto y con lenguas
minoritarias (danés, holandés, flamenco, …) quieran animar y hasta mimar a los
autores que mantienen la creación literaria en esas lenguas bañadas y rodeadas
por el inglés o idiomas fuertes y amenazantes. Pero en España estos últimos
años las bibliotecas públicas apenas tienen recursos para comprar libros; y en
España se lee poco. No puede haber mayor sinsentido que poner más barreras para
facilitar el acceso a la lectura. La concreción de la directiva europea debería
haber dejado fuera de su aplicación a todas las bibliotecas públicas. La norma
europea lo permite.
La biblioteca, por lo que tiene de
memoria del conocimiento y la creación, prestigia y difunde los libros, los
mantiene vivos en la ciencia y la literatura, cuando en las librerías estarían
ya olvidados, y son parte notable del impacto de los libros recién editados.
Los Ptolomeos egipcios hicieron en Alejandría la primera biblioteca verdadera,
con intención real de atrapar y estructurar el conjunto del saber. Asombrados
por su propia creación llegaron a percibirla como el lugar “donde el universo mismo encontraba su reflejo
hecho palabras”, nos dice Alberto Manguel. Los alejandrinos llegaron a percibir
su biblioteca, no como la actual del Congreso de EEUU, sino como Matrix, como
el universo mismo codificado y representado. Los libros que se insertan en tal
estructura y se prestan al público pasan a ser parte de la costura misma de los
tiempos. La inserción de una obra en la gran memoria del mundo que es una
biblioteca no está entre los problemas que estos tiempos están dando a los
autores para vivir justamente de su trabajo.
El préstamo es la manera natural de
introducirse en la lectura (no gasta dinero quien todavía no es lector) y es
parte de la argamasa y mantenimiento de la lectura de quienes ya tienen tal
actividad en sus vidas. En el clásico de Capra Qué bello es vivir, nadando siempre entre lo entrañable y lo ñoño,
el ángel de segunda clase Clarence dedica sus oficios a ayudar al humano Bailey
por un empeño primordial: quería que por fin Dios le concediera alas. Él tenía
la desdicha de percibir la vastedad del universo y quería alas para ser parte
de él. Nuestra mente percibe más mundo del que es capaz de pensar. Nuestro
cerebro sólo acumula certezas sobre nuestro cuerpo y su actividad, pero el
mundo es mayor. Aprendimos a usar las metáforas como muletas del pensamiento
para llevarlo más lejos y aprendimos a apoyarlo en nuestras propias creaciones
para hacerlo más poderoso. Aprendimos a ensanchar nuestro mundo con la ficción
que primero nos saca de él y luego nos retorna con más bagaje y más vida.
Pocas actividades públicas hay más
notables que esa mano tendida hacia el mar de los libros que son las
bibliotecas con sus préstamos. Sin un Dios que nos dé alas, y resignados a
nuestra condición de ángeles de segunda clase, pocos dones se nos pueden dar
mayores que el de arrastrarnos a ese océano donde nuestra mente se ejercita y
ensancha el mundo y la vida. Por una cuestión de principio, debe dejarse que la
memoria contenida en las bibliotecas públicas fluya lo más torrencialmente
posible hacia la población, sin obstáculos ni cánones, sin números que nos
hagan dudar de que cada préstamo de cada libro es un episodio justo y correcto.
Lo único que nos dicen los números es que los autores tienen más clientes entre
los ángeles que ya tienen alas.
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