“Certifico a V. Md.
que vi al uno de ellos, que se llamaba Jurre, vizcaíno, tan olvidado ya de cómo
y por dónde se comía, que una cortecilla que le cupo la llevó dos veces a los
ojos, y entre tres no le acertaban a encaminar las manos a la boca.” (F. de
Quevedo, Historia de la vida del Buscón llamado
D. Pablos; ejemplo de vagabundos y espejo de tacaños).
Los distintos gobiernos que tenemos
sobre nosotros se están afanando en la cosa de la transparencia y la
regeneración democrática. No es que ellos sean opacos ni casta ni nada
parecido. Durante décadas dijeron que no lo eran y en los últimos meses unas
veces lo braman y otras lo lloriquean. Pero de todas formas, están decididos a
ser más transparentes que nunca. Lo que pasa es que en política las palabras no
significan lo mismo que en la vida corriente. En política ser más transparente
no significa cambiar las conductas, sino hacer una ley de transparencia y crear
comisiones para la transparencia.
La transparencia la entendemos normalmente
como la inteligibilidad de las conductas. Una actuación nos parece transparente
si la entendemos. Y la única forma lógica de entender la transparencia es que
cualquier ciudadano pueda entender qué hacen sus gobernantes y en qué gastan su
dinero. Lo contrario, la opacidad, es condición y arranque para todos los
desmanes y demasías.
Pero lo que decíamos al principio
no era una broma. La administración central y la autonómica quieren hacerse más
transparentes haciendo una Comisión de Transparencia, creando unidades de
transparencia en cada consejería para “encauzar la información”, formando más
comisiones para evaluar la marcha de la transparencia y organizando cursos
sobre transparencia, esa Gran Desconocida, para los empleados públicos.
Desconozco qué clase de cualificación tendrán los expertos en transparencia y
no consigo adivinar el temario de tal prodigio. Tampoco sé qué aspecto tienen
esas unidades que, tras la promulgación de una ley, “encauzan la información” en
cada consejería.
Ciertamente a veces hay que ser
indulgentes con los infortunios de los gobernantes. Y quizás aquí haya que
serlo. Tal vez para los usos políticos de España la transparencia sea tan
extraña como la comida para el vizcaíno Jurre, que en casa del licenciado Cabra
por falta de costumbre ya no sabía con qué órgano se come y hacia dónde había
que dirigir la cuchara. Siendo la transparencia tan desacostumbrada en la
gestión pública, quizá sea normal que no sepan ya cómo es eso de hacer cosas
que cualquiera pueda entender y en su intento de ser transparentes caen en la
extravagancia y empiezan a crear comisiones y cursos de transparencia con el
mismo desorden y falta de tino con que el vizcaíno quevedesco se llevaba la
comida a los ojos.
Hay tres formas de ocultar una cosa
a los ciudadanos y ninguna de las tres es desconocida en el ejercicio de
nuestros políticos. Una es esconderla. Otra es dejarla a plena luz, pero
mezclada con tantas otras cosas que cueste distinguirla. Y la tercera es que,
por acumulación, acabe por no verse, por lo mismo que un sonido repetido acaba
por no oírse. En el primer caso se miente y se oculta. Los partidos políticos,
por ejemplo, reciben de nuestros impuestos mucho dinero para su organización y
mantenimiento de manera proporcional al apoyo que tengan en las urnas. Esto se
puede entender. Pero un día descubrimos que en el PP (es un ejemplo) se pagan
sueldos de 11.000 euros netos al mes con dos extras de 21.000 euros más. No hay
forma de entender ni aceptar que nuestros impuestos estén pagando las cantidades
que reciben los partidos si después es para que en la cúpula se paguen
semejantes disparates. Así que se oculta el dato.
En el segundo caso se crean
fundaciones, asesorías y consultorías, se multiplican los órganos y los entes,
se superponen reglamentos y quedan confundidos, entre salarios de médicos,
técnicos, maestros y funcionarios de todo tipo, otro tipo de salarios y entes parásitos
difíciles de ver a simple vista entre toda la maraña. Un montón de ex-cargos,
militantes y allegados se cobijan con sueldos que pesan sobre nuestros
servicios básicos a la vista de todos amparándose en la exuberancia de todo
tipo de entes públicos que impide percibir los detalles.
Y en el tercer caso el ciudadano asiste
a tal cantidad de disparates e irregularidades que se insensibiliza y deja de
reaccionar ante ellas. Así, los innumerables negocios de Arias Cañete y su
relación poco clara con sus responsabilidades públicas provocan ya un
encogimiento de hombros resignado más que una reacción contundente. Y ahí lo
tenemos, feliz y ocurrente como nunca.
Es paradójico que, siendo la
profusión de entes públicos una fuente habitual de opacidad, se aborde la
transparencia añadiendo comisiones, unidades de encauzamiento de información,
cursos y agencias evaluadoras. Como si pudiera mejorar la transparencia de un
escaparate entafarrándolo con más pintura.
Las leyes y su componente
sancionador no pueden dibujar las conductas públicas con tanta precisión que
ellas solas siquiera nos aproximen al buen gobierno. El buen gobierno es sobre
todo maneras y estilo. “El estilo siempre tiene algo en bruto: es una forma sin
objetivo, el producto de un empuje, no de una intención, es como la dimensión
solitaria del pensamiento”, dejó espléndidamente escrito R. Bathes. La palabra
“política” contiene en su raíz griega la idea de ciudad, igual que la palabra
“urbanidad” en su raíz latina. De hecho Covarrubias definía en el s. XVII,
antes de la invención de la Academia, la política como “la ciencia y modo de
gobernar la ciudad y la república” y consideraba al político como un individuo
urbano. En su diccionario lo urbano y la urbanidad están siempre asociados a
ideas como la virtud, la cortesía y la crianza.
La virtud, la cortesía y la buena
crianza en el poder requiere leyes, obviamente, pero sobre todo interacción con
los administrados. De eso trata la democracia. Un voto cada cuatro años tiene
sobre sí el peso de demasiadas cosas para que sea un acto sancionador
suficiente. Además, en un solo acto cada cuatro años lo que el ciudadano quiere
asegurar por encima de todo es el amparo del poder, la certeza de un capitán
que no deje encallar la nave, cualquiera que sean sus culpas y excesos. El buen
gobierno, y la transparencia como cualidad imprescindible, requieren más
interacción con la gente, más participación del pueblo.
Es difícil concretar todas las
piezas de un sistema así, pero muy fácil saber por dónde empezar. Hay que
empezar por poner cara a cara a los cargos electos con sus electores, que sea
la gente quien los elija y que a la gente se deban. Hoy la inmensa mayoría de
los responsables se deben al aparato del partido que los puso en la lista o los
nombró para el cargo. Cualquier forma de regeneración y cualquier paso
relevante hacia la transparencia tiene que empezar por abrir las listas
electorales y poner a los electos en interacción permanente con sus electores.
Lo demás son bufonadas.
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