sábado, 27 de septiembre de 2014

La ley y la transparencia

 “Certifico a V. Md. que vi al uno de ellos, que se llamaba Jurre, vizcaíno, tan olvidado ya de cómo y por dónde se comía, que una cortecilla que le cupo la llevó dos veces a los ojos, y entre tres no le acertaban a encaminar las manos a la boca.” (F. de Quevedo, Historia de la vida del Buscón llamado D. Pablos; ejemplo de vagabundos y espejo de tacaños).
Los distintos gobiernos que tenemos sobre nosotros se están afanando en la cosa de la transparencia y la regeneración democrática. No es que ellos sean opacos ni casta ni nada parecido. Durante décadas dijeron que no lo eran y en los últimos meses unas veces lo braman y otras lo lloriquean. Pero de todas formas, están decididos a ser más transparentes que nunca. Lo que pasa es que en política las palabras no significan lo mismo que en la vida corriente. En política ser más transparente no significa cambiar las conductas, sino hacer una ley de transparencia y crear comisiones para la transparencia.
La transparencia la entendemos normalmente como la inteligibilidad de las conductas. Una actuación nos parece transparente si la entendemos. Y la única forma lógica de entender la transparencia es que cualquier ciudadano pueda entender qué hacen sus gobernantes y en qué gastan su dinero. Lo contrario, la opacidad, es condición y arranque para todos los desmanes y demasías.
Pero lo que decíamos al principio no era una broma. La administración central y la autonómica quieren hacerse más transparentes haciendo una Comisión de Transparencia, creando unidades de transparencia en cada consejería para “encauzar la información”, formando más comisiones para evaluar la marcha de la transparencia y organizando cursos sobre transparencia, esa Gran Desconocida, para los empleados públicos. Desconozco qué clase de cualificación tendrán los expertos en transparencia y no consigo adivinar el temario de tal prodigio. Tampoco sé qué aspecto tienen esas unidades que, tras la promulgación de una ley, “encauzan la información” en cada consejería.
Ciertamente a veces hay que ser indulgentes con los infortunios de los gobernantes. Y quizás aquí haya que serlo. Tal vez para los usos políticos de España la transparencia sea tan extraña como la comida para el vizcaíno Jurre, que en casa del licenciado Cabra por falta de costumbre ya no sabía con qué órgano se come y hacia dónde había que dirigir la cuchara. Siendo la transparencia tan desacostumbrada en la gestión pública, quizá sea normal que no sepan ya cómo es eso de hacer cosas que cualquiera pueda entender y en su intento de ser transparentes caen en la extravagancia y empiezan a crear comisiones y cursos de transparencia con el mismo desorden y falta de tino con que el vizcaíno quevedesco se llevaba la comida a los ojos.
Hay tres formas de ocultar una cosa a los ciudadanos y ninguna de las tres es desconocida en el ejercicio de nuestros políticos. Una es esconderla. Otra es dejarla a plena luz, pero mezclada con tantas otras cosas que cueste distinguirla. Y la tercera es que, por acumulación, acabe por no verse, por lo mismo que un sonido repetido acaba por no oírse. En el primer caso se miente y se oculta. Los partidos políticos, por ejemplo, reciben de nuestros impuestos mucho dinero para su organización y mantenimiento de manera proporcional al apoyo que tengan en las urnas. Esto se puede entender. Pero un día descubrimos que en el PP (es un ejemplo) se pagan sueldos de 11.000 euros netos al mes con dos extras de 21.000 euros más. No hay forma de entender ni aceptar que nuestros impuestos estén pagando las cantidades que reciben los partidos si después es para que en la cúpula se paguen semejantes disparates. Así que se oculta el dato.
En el segundo caso se crean fundaciones, asesorías y consultorías, se multiplican los órganos y los entes, se superponen reglamentos y quedan confundidos, entre salarios de médicos, técnicos, maestros y funcionarios de todo tipo, otro tipo de salarios y entes parásitos difíciles de ver a simple vista entre toda la maraña. Un montón de ex-cargos, militantes y allegados se cobijan con sueldos que pesan sobre nuestros servicios básicos a la vista de todos amparándose en la exuberancia de todo tipo de entes públicos que impide percibir los detalles.
Y en el tercer caso el ciudadano asiste a tal cantidad de disparates e irregularidades que se insensibiliza y deja de reaccionar ante ellas. Así, los innumerables negocios de Arias Cañete y su relación poco clara con sus responsabilidades públicas provocan ya un encogimiento de hombros resignado más que una reacción contundente. Y ahí lo tenemos, feliz y ocurrente como nunca.
Es paradójico que, siendo la profusión de entes públicos una fuente habitual de opacidad, se aborde la transparencia añadiendo comisiones, unidades de encauzamiento de información, cursos y agencias evaluadoras. Como si pudiera mejorar la transparencia de un escaparate entafarrándolo con más pintura.
Las leyes y su componente sancionador no pueden dibujar las conductas públicas con tanta precisión que ellas solas siquiera nos aproximen al buen gobierno. El buen gobierno es sobre todo maneras y estilo. “El estilo siempre tiene algo en bruto: es una forma sin objetivo, el producto de un empuje, no de una intención, es como la dimensión solitaria del pensamiento”, dejó espléndidamente escrito R. Bathes. La palabra “política” contiene en su raíz griega la idea de ciudad, igual que la palabra “urbanidad” en su raíz latina. De hecho Covarrubias definía en el s. XVII, antes de la invención de la Academia, la política como “la ciencia y modo de gobernar la ciudad y la república” y consideraba al político como un individuo urbano. En su diccionario lo urbano y la urbanidad están siempre asociados a ideas como la virtud, la cortesía y la crianza.
La virtud, la cortesía y la buena crianza en el poder requiere leyes, obviamente, pero sobre todo interacción con los administrados. De eso trata la democracia. Un voto cada cuatro años tiene sobre sí el peso de demasiadas cosas para que sea un acto sancionador suficiente. Además, en un solo acto cada cuatro años lo que el ciudadano quiere asegurar por encima de todo es el amparo del poder, la certeza de un capitán que no deje encallar la nave, cualquiera que sean sus culpas y excesos. El buen gobierno, y la transparencia como cualidad imprescindible, requieren más interacción con la gente, más participación del pueblo.

Es difícil concretar todas las piezas de un sistema así, pero muy fácil saber por dónde empezar. Hay que empezar por poner cara a cara a los cargos electos con sus electores, que sea la gente quien los elija y que a la gente se deban. Hoy la inmensa mayoría de los responsables se deben al aparato del partido que los puso en la lista o los nombró para el cargo. Cualquier forma de regeneración y cualquier paso relevante hacia la transparencia tiene que empezar por abrir las listas electorales y poner a los electos en interacción permanente con sus electores. Lo demás son bufonadas.

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