“Esta
Ciudad (pensé) es tan horrible que su mera existencia y perduración, aunque en
el centro de un desierto secreto, contamina el pasado y el porvenir y de algún
modo compromete a los astros. Mientras perdure, nadie en el mundo podrá ser
valeroso o feliz.” (J.L. Borges, El
inmortal).
Ser inmortal es más complicado de lo
que parece. A simple vista parece que la cosa consiste en no morir e ir tirando
mientras se amontonan los años y las centurias. Pero no es tan fácil. Los
inmortales imaginados por Borges sabían que eran inmortales, que el tiempo que
les era dado era infinito y así cualquier lapso de tiempo, sean minutos o
décadas, era para ellos banal e insignificante. Era inconcebible que tuvieran
prisa o un mero impulso por acabar algo iniciado o por iniciarlo siquiera. La
inmortalidad les llevó a una indolencia inconcebible para quienes nos sabemos
temporales. Uno de ellos cayó en un pozo y estuvo setenta años abrasándose de
sed antes de que alguien le ayudara a salir. Él tenía toda la eternidad para
olvidar aquel tormento y a los demás le daba igual tirarle una cuerda en
minutos o en años. Por lo mismo, porque para todo había tiempo sin fin, toda
obra iniciada se dilataba caprichosamente, se interrumpía por tiempo indefinido
y hasta se olvidaba de cuál había sido el propósito de iniciarla. La ciudad de
los inmortales era una pesadilla: largos corredores sin salida y sin sentido,
ventanas perdidas a alturas inalcanzables, escaleras que morían en medio de
paredes y no conducían a ningún sitio y otras enloquecidas con los peldaños
mirando hacia abajo, edificios sin puertas ni ventanas con sólo paredes
impenetrables.
Cualquiera que mire Asturias sin
fijarse bien dará por sentado que aquí somos inmortales. Las obras públicas que
se empiezan se dilatan y se distraen con la mansedumbre y la indolencia con que
se iniciaban y se extraviaban las obras en la ciudad de los inmortales. La
variante de Pajares es digna de una civilización donde igual se puede tener a
un sujeto abrasándose de sed durante setenta años que se puede mantener a una
comunidad entera aislada y remota por varias generaciones antes de que alguien
eche agua al sediento o mueva una piedra para hacer un túnel. La última piedra
de la autovía del Este tardó tanto que con ella las autoridades inauguraron una
nueva autovía, de olvidados que estaban de que era una obra sin cerrar por
décadas. En Gijón los trenes serpentean enloquecidos sin llegar a encontrarse
nunca porque, para un tiempo infinito, cualquier lapso que se destine a hacer
de una vez su nudo ferroviario es baladí.
A veces, de tanto demorarse, olvidan el
propósito de las cosas. Por eso, en vez de escaleras que conducen a paredes
macizas sin puertas, se pueden encontrar túneles del metrotrén abandonados, que
llagan las entrañas de Gijón como la acidez de una mala digestión, tan
perturbadores como cualquier demencia de una ciudad de inmortales. Y es que la
inmortalidad va asociada a la desmemoria, porque la antigüedad y demasía de las
vivencias hacen inciertos los recuerdos. Así Fernández Villa llegó a ser el
primero entre los inmortales, aquel tan colmado de acontecimiento vividos que
sus recuerdos cayeron en el desarreglo y que ya no recuerda más explicación
para su fortuna que la magia o el portento. Los inmortales de Borges, a base de
acumular desdén e indiferencia, llegaron a olvidar el lenguaje y por eso Villa,
el que hizo y deshizo, el que dictó listas y rugió ceses, ahora, primero entre
los inmortales, está mudo y como en trance.
Los inmortales, perdido el lenguaje y
seguramente el juicio y no necesitados de subsistencia porque eran inmortales,
degeneraron en trogloditas incapaces de discernimiento. Aquí no somos
trogloditas, pero se nos va de la región el talento y la cualificación como si
fuéramos una esponja que alguien estuviera escurriendo para sacar de aquí todo lo que pueda ser de valor. Mientras,
la población envejece y la vida parece marcharse como lágrimas.
La dilatación de los tiempos y el olvido de propósitos hace que la misma
cosa se proyecte muchas veces mientras se hace, como si se estuviera empezando
a hacer cada vez, hasta que lo que se hace es un zurcido que no era el proyecto
de nadie y era el presupuesto de muchos. Quién entenderá algún día el gasto de
El Musel. El Musel nos traerá
con el tiempo a otros
inmortales desmemoriados con fortunas inexplicables y degeneraciones
neurológicas que los harán mudos.
Por todas partes se ve el absurdo de
organización y movimiento sin objetivo reconocible: campos aprovechables
abandonados, primero de la atención del Gobierno, y luego, qué remedio, de la
gente que los habitaba; administraciones tan olvidadas de su función inicial
que van siendo vaciadas de profesores y médicos y sobrecargadas de puestos
partidarios y entes de todo pelaje tan parásitos e incomprensibles como una
ventana inalcanzable y sin vistas. En vez de escaleras y corredores que no
llevan a ninguna parte, Asturias parece un espacio al que no se llega desde
ninguna parte, con líneas aéreas en fuga, variantes ferroviarias en el olvido y
autovías en ejecución apática.
Villa sólo es el inmortal que más
sobresale. En esta tierra abundamos en desmemoria. El PSOE puede presentarse en
todas las elecciones como nuevo en Asturias y Álvarez Cascos como nuevo en
política. La propia desmesura de la situación la hace áspera al entendimiento y
neblinosa al recuerdo y por eso esta especie de resignación tan paciente y obstinada
como el orbayu. “Qué
risa, qué pena, qué Asturias tan cómica, tan trágica, tan llena de buenos
vasallos si hubiera buenos señores, tan estafada, tan ignorada, tan cansada y
envejecida, tan harta […]”, escribía estos días el imprescindible Jaime Poncela
en Atlántica XXII. Las señales de
inmortalidad son tan tenaces que merecen ser anunciadas al viajero en los
carteles de entrada con el inolvidable saludo del comandante Spock: “larga vida
y prosperidad”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario