No oiremos a
Rajoy presumir de Wert y de LOMCE en esta campaña. Y que nadie se engañe
pensando que no lo hace porque Wert es más bien material para guardar bajo la
alfombra. El Financial Times considera
a Luis de Guindos el peor ministro económico de Europa, Montoro da grima hasta
a los suyos, la deuda pública es la más alta de la historia, el paro y los
impuestos están por las nubes y los salarios por los suelos. Y nada de esto
impide al Presidente presumir de economía con toda su cachaza. La razón de que
no presuma de Wert es sencillamente que la educación no es tema electoral. La
educación provoca movilizaciones enardecidas e inspira convicciones militantes.
No se llega a la consideración de peor ministro de la democracia, como Wert, si
no es porque se gestiona algo que realmente afecta y moviliza. Pero curiosamente
la educación tiene muy poca incidencia en las tendencias de voto, así de
paradójica es la gente. Sin embargo es lógico que tiremos de la lengua a los
candidatos para hablar de un tema de poco rendimiento electoral, pero que nos
saca a la calle y nos saca de quicio.
La relación
entre la enseñanza concertada y la enseñanza pública es un zumbido bronco
obstinado, tan continuado que ya no sabemos por dónde empezó. Lo primero que
debe establecerse es el campo de juego, los límites de la discusión. Los
límites no son propuestas, son límites, rayas de las que no debe pasarse. Y hay
dos límites de raya gruesa. El primero es que los gobiernos tienen la
obligación de garantizar objetivos máximos en la enseñanza pública. No tienen
que garantizar una enseñanza pública de calidad, sino de la máxima calidad que
el país se pueda permitir. Esta no es una exigencia de izquierdas, es una
exigencia de convivencia, que debe ser aceptada incluso por quienes tienen sus
razones para preferir la enseñanza privada. Debe recordarse que la enseñanza
pública, no sólo es gratuita (que también lo es la concertada), sino que
también está obligada por ley a neutralidad respecto de los valores que quepan
en la constitución. La ley reconoce a los centros privados el derecho de
adoctrinamiento (sin salirse de la constitución). Por eso es una obligación que
los centros gratuitos y compatibles con la ideología de cualquiera tengan la
mayor calidad que podamos permitirnos.
El otro límite
es que la concertación de centros privados no es un derecho de nadie que
obligue a las administraciones. Una ley que ilegalizara la enseñanza concertada
sería perfectamente constitucional (insisto, estamos fijando los límites, no
haciendo propuestas). No es verdad que el Estado tenga que financiar centros
privados si los padres lo demandan. Si no bastara el sentido común para
entender que el artículo 27 de la constitución no dice eso, el Tribunal Constitucional
ya lo dijo en una sentencia del año 85 (STC 86/1985 de 10 de julio). Siendo
entonces una obligación garantizar máximos en la enseñanza pública y siendo la
concertación de centros privados algo potestativo, las autoridades deben
mantener o eliminar la enseñanza concertada, según mejore o no las obligaciones
que el Estado tiene con la educación de la población.
La segregación
es uno de los mayores males que debe evitar el sistema educativo. La
segregación de alumnos por rendimiento a edades inmaduras tiene siempre un
sesgo social. Es injusta, porque merma la igualdad de oportunidades; es
ineficiente, porque un país pierde potencial si da opciones sólo a una parte de
su población; es contraproducente, porque crea guetos e inestabilidad social; y
es innecesaria, porque la mezcla de estudiantes con distinto rendimiento hasta
edades avanzadas no perjudica la formación de los mejores alumnos, como la
experiencia demostró en todas partes.
La amenaza
existe. Algunos centros públicos están provocando segregación, adulterando las
secciones bilingües para separar de hecho a los alumnos por sus resultados. Las reválidas pretendidas por
Wert segregarán socialmente a los alumnos, porque es el efecto que pretenden. Y
las cifras dicen que la enseñanza concertada está segregando a la población en
aulas pagadas por el Estado.
La libertad de
elección de los padres no es la única ni la principal obligación que tiene el
Estado, como se pretende hacer creer (cuando el Opus Dei o los obispos ponen
tanto empeño, no debe ser de libertad de lo que estamos hablando). Los padres y
madres somos interesados, no queremos el bien general, sino el bien de nuestro
hijo o hija. Aceptamos que se escolarice a una adolescente extranjera con
retraso formativo o a un niño sordo, pero si nos dan a elegir elegiríamos que
lo hagan en el aula de al lado, no en la de nuestro hijo. Es tan comprensible
esto como lógico que la autoridades moderen la libertad de los padres hasta hacerla
compatible con los derechos de ese niño sordo o esa adolescente extranjera. No
puede ser la libre elección de los padres lo que determine la distribución de
los casos de necesidades educativas especiales. Pero, como digo, aunque haya
meritorias excepciones, las cifras dicen que la enseñanza concertada, pagada
con fondos públicos, no se está haciendo cargo de los casos más complejos y
esto tiene dos efectos perversos. Uno es que está siendo agente de segregación.
Y otro es que, al provocar una concentración inmanejable de casos de
necesidades especiales en centros públicos, en muchas zonas se está degradando
la calidad de la enseñanza pública, es decir, el Estado está descuidando lo que
habíamos dicho que era su primera e irrenunciable obligación. A medida que en
esas zonas se degradan los centros públicos, aumenta la tendencia legítimamente
egoísta de los padres para demandar centros concertados y alimentar la
demagogia. Madrid sabe mucho de esto.
Hace poco Rubén
Medina, en una muy provechosa charla sobre servicios municipales, explicó con
claridad el fenómeno llamado “huida del derecho administrativo”. El
Ayuntamiento de Gijón, como otros, tiene delegada en empresas municipales cada
una de las atribuciones propias que le asigna la ley. El delegar a empresas
tiene la consecuencia que se busca: leyes que regulan de manera estricta los
derechos y deberes en las entidades públicas no son de aplicación, de manera que el
ayuntamiento ejerce sus atribuciones: a) con menos derechos que atender; b) con
menos control de los órganos representativos; y c) con más alejamiento y
opacidad para el ciudadano. El caso explicado por Medina ilustra lo que sucede
cuando el Estado delega en particulares las actividades propias con las que
satisface derechos básicos. Lo que sucede es que se desregula la prestación de
esos derechos y, por tanto, se desnaturaliza. Es lógico que el Estado contrate
con empresas la construcción de carreteras, un extremo; y que no contrate la
defensa con grupos privados armados, otro extremo. En medio, cuando el Estado
delega mediante conciertos la enseñanza o la sanidad, lo que está delegando es
la gestión de derechos básicos, como el agua gestionada por los ayuntamientos.
Y esa delegación siempre tiene algo de huida del derecho. La enseñanza concertada
es, además de un factor de segregación, un factor de desregulación en la
prestación de un derecho básico.
Los conciertos
educativos están teniendo efectos negativos en la prestación y ejercicio del
derecho a la educación. El hecho positivo de que los padres puedan elegir
cierto tipo de centros es un beneficio muy débil que no compensa los
resultados. En tiempos debate como estos hay que decir alto y claro que las
cifras actuales no justifican el concierto con centros privados. Y que no hay
obligación constitucional de mantenerlos.
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