En tiempos electorales, educación y sanidad llenan tanto la
boca de candidatos y cargos que parecen palabras masticables. Una de las
chácharas que podríamos permitirnos sobre estos servicios es la creciente entrada
del mercado en ellas, ya que estamos en momento tan propicio para recordatorios
ideológicos y de principios.
El mercado se basa en la libre oferta de bienes y en una
demanda que determinará los beneficios de esas ofertas en competencia. El
mecanismo, con una intervención pública que evite trampas y abusos, funciona
bien para el grueso de la actividad y por eso pocos ideólogos proponen modelos
que no se basen en el libre mercado. En lo que no estamos de acuerdo todos es
dónde y hasta dónde debemos dejar actuar el mercado. En los tiempos del
Prestige (nueve años antes del Foro) oí a un conocido periodista en una
tertulia hablar sobre la comercialización de los oricios en las zonas
afectadas. Él decía que había que dejar al mercado: ponemos los oricios a la
venta y la infalible demanda haría su trabajo, el oricio que me dé mala pinta
lo desecho y el que me da buena pinta me lo llevo. Pero es obvio que aquí la
dialéctica de la oferta
y la demanda
no garantiza que no nos envenenemos y que es mejor que actúen las autoridades y
no el mercado.
Por razones distintas, en educación y en sanidad el mercado
no funciona bien. En educación, porque el consumidor actúa como ante los
oricios y en sanidad porque el mercado crea desigualdades insoportables. No se
trata de que no pueda haber iniciativa privada y mercado en una cosa y otra. Se
trata de que las autoridades tienen que garantizar máximos fuera del mecanismo
de mercado.
A pesar de lo que parezca, el mecanismo de la demanda es
emocional. Los productos que tienen éxito lo tienen porque dejan a la gente
tranquila, satisfecha, emocionada, contenta o en cualquier otro estado
emocional positivo. El problema es que nuestras respuestas emocionales son
siempre inmediatas en el tiempo y en el espacio. Sentimos compasión por un niño
pequeño en peligro de ser atropellado hasta el punto de ponernos en riesgo para
evitarlo. Pero consumimos marcas tecnológicas y deportivas que sabemos que practican
esclavitud infantil en Asia. Para la lejanía espacial no tenemos equipaje
emocional. La publicidad antitabaco que se basa en la amenaza del cáncer y la
muerte es inútil para adolescentes. Aunque lo entienden racionalmente, la
muerte les queda muy lejos en el tiempo para suscitar emociones. Les afecta más
que se les hable del mal aliento o los problemas de erección.
La calidad de la enseñanza se manifiesta de manera muy
diferida en el tiempo. Si uno va a un abogado o un médico, puede ganar un pleito
o curarse una dolencia. Como consumidor uno percibe inmediatamente el efecto
del servicio y queda satisfecho en el momento. Pero la calidad educativa tiene
que ver con habilidades que sitúan al sujeto a la larga en buena situación profesional y con las cualidades
personales que a la larga le dan
autonomía, entereza, compasión y, en general, las que le facilitan riqueza
personal, intensidad y buena integración. La calidad educativa depende de
muchas cosas bien hechas por mucha gente a lo largo de años. El consumidor
(alumno, padre o madre) no puede responder emocionalmente a la calidad de una
clase de historia de un miércoles o un curso concreto de matemáticas, porque
son piezas muy pequeñas en un proceso muy largo. Como puro consumidor, sólo
actúan sobre su demanda cosas inmediatas: instalaciones del centro, tipo de
gente que va a él, ideario, modos de disciplina, horarios …, pero no el núcleo
de la calidad. Sencillamente la calidad de enseñanza es opaca al mecanismo de
la demanda y del mercado.
Como consecuencia, se puede deteriorar la enseñanza con
impunidad, porque no hay mecanismo de mercado ni consecuencias inmediatas que
delaten la barrabasada. En sus tiempos de ministra de Educación, Esperanza
Aguirre decía, para que aprendiéramos sobre derroches, que cada niño costaba al
sistema escolar (mediados de los noventa) el doble de lo que costaba veinte
años antes y, sin embargo, ahora no saben el doble. Por supuesto. Si se rompe el cristal de
la ventana de un aula, antes de hacer el gasto de reponerlo hay que preguntarse
cuánto más van a aprender los niños y niñas con ese gasto y ahorrárselo. Así también
puede decir Wert
que ni el aumento de alumnos por aula ni la disminución de gasto afectan a la calidad
de enseñanza. Aunque sus razones y su sentido “no se lo sacara ni las
entendiera el mesmo Aristóteles, si resucitara para sólo ello”, se pueden decir
estos abusos porque no habrá efectos ni elementos objetivos de sanción
inmediatos.
También se puede rebajar el oficio del profesor hasta hacer
peligrar el servicio mismo con la misma impunidad. El sueldo y condiciones de
trabajo de un profesor no lo puede determinar un mercado por definición ciego a
la calidad del servicio. La situación laboral y salarial de los profesores no
puede tener más referencia que la importancia que el Estado dé al servicio que
prestan. Por supuesto, nada impide que se contraten a profesores “nativos” (de
habla inglesa) para dar clase por mil euros al mes, inyectando así en el
sistema un buen número de horas basura que presionen a la baja al conjunto. La
respuesta emocional de los padres y madres no se resentirá.
Y no hay mecanismo de mercado que impida lo que ya sucede en
Asturias sin ir más lejos. Se están extendiendo año a año los contratos de
media jornada. Profesores que pueden rondar los cuarenta años (o más) y con
muchos años de profesión, salvo que tengan cónyuge con salario, comparten piso
con desconocidos como en la época de estudiante; o dan clases particulares o
realizan trabajos menores de tipo estudiante para complementar los setecientos
y pico euros al mes que les pagan. No se trata sólo de un problema laboral, que
en muchos sectores tienen el suyo. Ni se trata de que afecte a un tipo de
profesores, que son los interinos. Si supiéramos que cada vez más jueces tienen
que recurrir a habitaciones en alquiler o tienen que hacer unas horas en
Telepizza para llegar a fin de mes, seguro que nos
preocuparíamos
seriamente por la administración de la justicia. Sin ánimo de gremialismos, no
hay estructura educativa que resista la gangrena de un deterioro semejante del
oficio de la enseñanza. Ni a la larga
un país que resista un deterioro semejante de la estructura educativa.
Por supuesto, cada gestor público gestiona un trozo pequeño
de la tarta nacional y todos dicen hacer lo que pueden “dadas las
circunstancias”. Este es un país de santos inocentes. Lo cierto es que los
políticos están acostumbrados al sistema clientelar de los partidos y no se
encuentran cómodos en la gestión pública hasta que no se rodean de funcionarios
nombrados a dedo (esos sí, bien pagados) y de entes públicos indemostrables y
llenos de afines. Llegadas las dificultades, las prioridades están tan torcidas
que empiezan las privaciones por los servicios básicos al ciudadano, en lugar
de reducir la hinchazón parásita del
aparato político. La enseñanza, por lo diferidos en el tiempo que son sus
resultados y por la correspondiente ineptitud del mercado para sancionarlos, es
un servicio especialmente dependiente de la responsabilidad de los gobernantes.
Y en estos tiempos especialmente testigo de la cortedad de los gobiernos. En
Asturias sin ir más lejos.
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