A los
extremistas se les distingue sobre todo por la deformación que son capaces de
hacer de quien no sea como ellos. A los casposos por la ceguera de sí mismos
que manifiestan al hacer ostentación orgullosa y casi siempre ruidosa de sus
severas limitaciones. Extremismo y caspa se derrocharon a raudales el otro día
en la plaza de Colón en Madrid, en la esperpéntica y famélica manifestación
contra Podemos. Igual que después de una comida grasa y pesada vienen hipos y
dispepsias, era inevitable que el discurso indigesto de Esperanza Aguirre trajera
regurgitaciones. Volveremos después a la plaza de Colón.
Como digo, los
extremistas tienen certezas tan firmes que todos los que no sean ellos están
fuera del sistema inhabilitados por alguna horrible perversión. Desde que Aznar
le quitó a la derechona el complejo de ser derechona, el PP viene exhibiendo
sin disimulo ribetes autoritarios y cada poco sitúa a sus adversarios fuera del
sistema, de tan dotados de razón como están ellos. Es muy complicado y muy
fatigoso sustentar con razonamientos lo irracional: que Zapatero sea un bastión
de ETA o que Carmena sea una amenaza para la democracia occidental son delirios
que requerirían argumentos demasiado complicados. Hay que recurrir a las
emociones, que son más rápidas y no les incordia el pensamiento racional. Los
autoritarios asocian los límites del sistema con sus propias ideas y asignan a
esos límites una emoción compartida, pero haciéndola compulsiva hasta un
extremo difícil de compartir desde fuera del fanatismo, de manera que queda uno
fuera del sistema sin darse cuenta.
Con ETA vivimos
escenas dignas de La vida de Brian.
El Frente Popular de Judea le imponía a Brian para aceptar su ingreso la
condición de odiar a los romanos. Él manifiesta su odio, pero a los frentistas
no les parecía que odiase como Dios manda, había que odiar más. Tres veces tuvo
que repetir su odio hasta poner el gesto lo bastante furioso para que el Frente
viera un odio de ley. Todos deploramos la brutalidad de ETA, a todos nos
conmovió y nos crispó cada muerte. Esa es la emoción compartida. Pero Aznar
decretó que desde fuera del PP no condenábamos bien a ETA. No bastaba rechazar
a ETA para estar dentro del sistema. Teníamos que acreditar compulsión fanática
y ser un solo espíritu con Aznar. En caso contrario, un imperdonable baldón nos
dejaba fuera del mundo civilizado: nada menos que tibieza o complicidad con el
terrorismo. Cuánta nostalgia debe tener Esperanza Aguirre de aquellos tiempos.
Ahora ella intenta agitar el espantajo de ETA para que Carmena sea una
terrorista anti-sistema y la carcajada hace estremecer a toda la madre patria.
Los símbolos
nacionales son otro elemento emocional agitado por la derecha sin complejos
para dejar fuera del sistema y del país a todo el mundo. Por supuesto, a
nuestro particular Frente Popular de Judea no le basta con nuestro apego al
país y nuestro compromiso con él. Hay que darle a la emoción patria un grado de
compulsión inalcanzable para quien no sea un patriotero de pandereta como ellos.
Si no nos embelesa la bandera o Su Majestad, si no escuchamos el himno con
arrobo patriótico, seremos expulsados del sistema por antiespañoles. Cómo no
recordar cuando en Gijón se prohibió actuar a Albert Plá, allá por el Año Uno
Antes del Carril Bici, por abominar de la patria que le había dado el ser. Y
cómo se llenaba la boca el concejal de turno con lo del respeto, España, la
nación y los contribuyentes.
Y el otro día de
forma colectiva, organizada y premeditada se pitó al himno, a la bandera y a Su Majestad. Para qué
quisieron más. Ya quieren poner del revés todo el derecho penal. La cuestión no
es la conducta en sí de la pitada. Pitar a símbolos colectivos siempre ronda el
mal gusto y más si los pitos vienen de otros patrioteros tragasímbolos, como sin duda
era el caso de más de uno. La cuestión es que los que opinemos que no hay más cuestión
que la libertad de expresión seremos antiespañoles y agentes erosivos del
sistema a ojos de esos furiosos legisladores patrióticos. Regular por ley la
conducta que se debe mantener en presencia de símbolos nacionales es una
insensatez de esas que no se pueden razonar y hay que ahogar en emociones
espurias. Tengo verdadera curiosidad por cómo definirá el “respecto debido” a
los símbolos nacionales el bodrio legal que estarán perpetrando ahora mismo. Supongo
que donde haya una bandera tendremos que asegurarnos de tener la bragueta
subida y el botón de la camisa abrochado, no vayamos a incurrir en desacato.
En España tenemos
un problema con los símbolos nacionales. La extrema derecha no se apropió de la
bandera. Francamente, la bandera rojigualda nunca fue otra cosa. Como símbolo
franquista la conocí y nunca fue algo más amplio que eso, como no sea en lo
deportivo. El himno tarareado sin letra parece una broma. Y ya que hablan de
respeto, ¿no escarneció el himno como ningún otro episodio la parida aquella de
convocar un concurso de letras para el mismo, con su tribunal y sus dietas? La
monarquía funcionó como símbolo nacional mal que bien durante unos años, hasta
que Juan Carlos I perdió la compostura y la vergüenza, o nos dimos cuenta de
ello, o dejamos de necesitarlo para controlar al ejército, o lo que fuera.
Tenemos un problema con los símbolos. Pero si se consuma el desvarío de penalizar
conductas sobre los símbolos, si empezamos a detener gente por ser maleducada
con ellos, si señalamos con el dedo a quien no guarde el debido éxtasis y si
seguimos prohibiendo a cantantes cantar porque digan de España lo que les dé la
gana, no tengamos duda de que cada vez estarán más lejos de simbolizar al país
y lo que nos une. Dicen que otros países penalizan esos comportamientos. Peor
para ellos. Aquí nuestros símbolos no andan sobrados de simbolismo como para
cargarles detenidos y rencores.
Lo que debe
preocuparnos del Nou Camp no es la bajeza de pitar a unos símbolos colectivos
que la buena crianza aconseja respetar. Lo que debe preocuparnos es el revuelo
patriotero subsiguiente. La hipertrofia de estos estados emocionales no tienen
otro desenlace que el odio, la convicción de que tu vecino o el partido que no
te gusta o Cataluña entera son encarnaciones de Mefistófeles. Es el tipo de
cosas que vimos en la plaza de Colón. La caspa, decía, es la ostentación
orgullosa de las limitaciones, la exhibición impúdica de la ignorancia, la
“brutal franqueza del castellano viejo” de la que se dolía Larra. Allí estaban
los casposos extremistas vociferando odio, transidos de fe con los símbolos
nacionales a cuestas. Creo que el primer análisis sintáctico que me mandaron
hacer en mi vida fue el de la frase En el
mundo suena lo más vacío. Era tercero de Primaria y todos pusimos como
sujeto “mundo”. El maestro, después de llamarnos podencos y de dar un par de
capones a los que tenía más a mano, nos explicó el sentido de la frase. Si golpeamos un
bidón vacío y otro lleno, hace más ruido el vacío. Las personas, decía, son
como los bidones, cuanto más vacías más ruidosas y más voceras. Allá los de los
pitos con sus bravatas. Pero estos que vocean el nombre de España con los ojos
desencajados, los que gritan con la bandera detrás como razón suprema y estos
politicastros que van en desbandada a poner el código penal fuera de la
democracia, no sólo acreditan su vaciedad personal. Vacían además aún más
nuestros ya de por sí desnutridos símbolos.
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