El Tribunal
Constitucional reconoce a un farmacéutico de Sevilla su derecho a decidir si
debe quedar embarazada una mujer que no quería quedar embarazada. Esta decisión,
que ampara su derecho a no dispensar la píldora del día después por objeción de
conciencia, es un triple recordatorio: de que hay que cambiar la Constitución, de que
hay que cambiar la forma de nombrar el Tribunal Constitucional y de que hay
eliminar de nuestras leyes las referencias a y de confesión religiosa alguna.
Hay dos
convencimientos sociales ampliamente extendidos que son la cal y la arena de la
necesaria desvinculación de nuestras leyes de los dogmas religiosos. Por un
lado, es general el convencimiento de que el estado debe ser, sin más, laico.
Por otro lado, y en sentido opuesto, es general la actitud de que deben ser
motivo de excepción y respeto singular aquellas conductas dictadas por credos
compulsivos. El Rector no podría faltar a un funeral en la capilla
universitaria simplemente por no ser creyente, pero sí por ser musulmán. No es
educado pedir una comida diferente a la que se nos ofrece, pero sí si es que
somos veganos o de religión judía. Curiosamente, si la conducta es dictada por
un credo compulsivo se hace acreedora de trato excepcional. Si es la razón o la
preferencia templada lo que nos mueve, mereceremos un escrutinio más severo.
De poco sirve
que las leyes sean aconfesionales o laicas (me aburren los matices; simplemente
que no tengan que tener la bendición de los obispos), si después es legal
contravenirlas cuando los obispos digan que no valen. Porque en eso consiste
básicamente la objeción de conciencia: en que sea legal desobedecer una ley cuando haya una
norma religiosa que choque con ella. No se dice así en ningún texto. La palabra
“religión” o sus derivados suele ir acompañada por otras expresiones como
“conciencia”, convencimientos “éticos”, “morales” o “humanitarios” para que
parezca que hay varias razones para la objeción de conciencia. Pero en
realidad, conciencia, moral o imperativos éticos sólo tienen los creyentes. No
hay razonamiento o adscripción ideológica que le dé a uno la libertad de
incumplir una ley; tiene que ser una religión. Por eso la objeción de
conciencia a la que tienen derecho los médicos, y según parece los
farmacéuticos, consiste sencillamente en que incumplan la atención legalmente
debida a una mujer que quiere abortar si el aborto es contrario a su religión
(¿qué memez es esa de “la concepción que profesa [el farmacéutico sevillano]
sobre el derecho a la vida”?).
El tema no es
tan complejo como parece. Simplemente no debe haber objeción de conciencia
nunca para ningún tema. Absolutamente ninguno. Esa figura es la puerta de atrás
por donde entran en la legislación los inciensos episcopales. Hay religiones o
credos que prohíben matar o usar armas en cualquier supuesto imaginable (la
película aquella de Harrison Ford popularizó el caso de los Amish). Y hay religiones que
prohíben expresamente las transfusiones de sangre. ¿Sería complicado el caso de
un policía que fuera de los primeros o de un cirujano que fuera de los
segundos? Francamente no. Es obvio que quien se niegue a usar un arma en
cualquier supuesto no puede ser policía ni quien se niegue a transfundir sangre
puede ser cirujano. Así de simple. Y el que no esté dispuesto a atender a una
mujer en todas las circunstancias en que la ley le da derecho a ser atendida
simplemente no debe ser ginecólogo o farmacéutico. Y por cierto ¿qué podemos
pensar de esas comunidades autónomas, en plural, donde el cien por cien de los
ginecólogos es objetor? ¿Es posible tal unanimidad sin coacción organizada?
¿Alguien está investigando esto?
La sentencia de
sus eminencias constitucionales dicen que Sevilla es grande y que habrá más
farmacias que la del héroe. Ya conocimos este tipo de bromas en Gijón con los
colegios concertados. Cuando UGT recurrió que se concertase un colegio del Opus
Dei porque sólo admitía a chicas (hablamos del mundo antes de Wert), la sentencia fue que
era legal que lo pagase el Estado entre otras razones porque hablamos de una
población donde hay más colegios y escuelas para elegir. Pero curiosamente
cuando la Consejería se negó a concertar un aula de infantil más para otro
colegio concertado de la ciudad, las lumbreras jurídicas dieron la razón al
colegio y obligaron al Principado a concertar (es decir, a pagar) esa aula
porque no habían especificado a qué colegios del entorno se adscribirían cada
una de las plazas del aula en cuestión, a ver si por no concertarla iba a haber
niños por ahí sin escolarizar. Para dar la razón al colegio del Opus que no
admitía a varones, nadie exigió que se especificara dónde iría cada niño que no
pudiera entrar en aquel colegio de niñas, simplemente que la ciudad era grande
y alguno habría. Pues ahora el constitucional repite el chiste con el farmacéutico
invicto de Sevilla. Y a la mujer que había tenido sexo porque le había dado la
real gana y no quería arriesgarse a un embarazo porque no le daba la real gana
le toca peregrinar en buscar de algún profesional que profese no sé qué otra concepción
del derecho a la vida, o como se diga.
Zapatero ya tuvo
la mala ocurrencia de inventarse un Comité de Bioética para dar al Gobierno informes
sobre los temas legales que pueden suscitar conflictos éticos. No habrá dictámenes
éticos sobre los toros o sobre la supresión de becas. La ética en política
siempre será bioética porque sólo hay “complejidad” ética en los temas en que
la Iglesia tiene doctrina y la Iglesia sólo tiene doctrina donde puedan anidar
las emociones con las que trafica, el miedo y la culpa. La culpa sólo cabe si
nos convencemos de que hay algo malo en nosotros que requiere indulgencia. Y,
aunque no soy experto en el tema, sospecho que a todas las religiones les pasa
lo que a la católica, que las mujeres llevan consigo más malignidad y hay más
asuntos de su incumbencia sometidos a juicio moral que en el caso de los
hombres. El incidente de Sevilla tiene que ver con la aceptación oficial de que
aquello que sea motivo de dogma religioso automáticamente se convierte en
éticamente delicado, como si no lo fuera la ley mordaza, por ejemplo. (Y, por
cierto, menudo informe hizo ese Comité, ahora con miembros nombrados por el PP,
sobre la ley nonata de Gallardón. Llovían los términos biológicos sobre el
aborto como los del Comandante Spock sobre la física.)
Terminamos por
donde empezamos. Hay que sacar del caso de Sevilla la enseñanza que contiene:
hay que cambiar la constitución, hay que desparasitar el Tribunal
Constitucional y hay que liberar a nuestro sistema legal de imperativos
religiosos. De una santa vez.
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