lunes, 13 de julio de 2015

Con un farmacéutico hemos dado, Sancho

El Tribunal Constitucional reconoce a un farmacéutico de Sevilla su derecho a decidir si debe quedar embarazada una mujer que no quería quedar embarazada. Esta decisión, que ampara su derecho a no dispensar la píldora del día después por objeción de conciencia, es un triple recordatorio: de que hay que cambiar la Constitución, de que hay que cambiar la forma de nombrar el Tribunal Constitucional y de que hay eliminar de nuestras leyes las referencias a y de confesión religiosa alguna.
Hay dos convencimientos sociales ampliamente extendidos que son la cal y la arena de la necesaria desvinculación de nuestras leyes de los dogmas religiosos. Por un lado, es general el convencimiento de que el estado debe ser, sin más, laico. Por otro lado, y en sentido opuesto, es general la actitud de que deben ser motivo de excepción y respeto singular aquellas conductas dictadas por credos compulsivos. El Rector no podría faltar a un funeral en la capilla universitaria simplemente por no ser creyente, pero sí por ser musulmán. No es educado pedir una comida diferente a la que se nos ofrece, pero sí si es que somos veganos o de religión judía. Curiosamente, si la conducta es dictada por un credo compulsivo se hace acreedora de trato excepcional. Si es la razón o la preferencia templada lo que nos mueve, mereceremos un escrutinio más severo.
De poco sirve que las leyes sean aconfesionales o laicas (me aburren los matices; simplemente que no tengan que tener la bendición de los obispos), si después es legal contravenirlas cuando los obispos digan que no valen. Porque en eso consiste básicamente la objeción de conciencia: en que sea legal desobedecer una ley cuando haya una norma religiosa que choque con ella. No se dice así en ningún texto. La palabra “religión” o sus derivados suele ir acompañada por otras expresiones como “conciencia”, convencimientos “éticos”, “morales” o “humanitarios” para que parezca que hay varias razones para la objeción de conciencia. Pero en realidad, conciencia, moral o imperativos éticos sólo tienen los creyentes. No hay razonamiento o adscripción ideológica que le dé a uno la libertad de incumplir una ley; tiene que ser una religión. Por eso la objeción de conciencia a la que tienen derecho los médicos, y según parece los farmacéuticos, consiste sencillamente en que incumplan la atención legalmente debida a una mujer que quiere abortar si el aborto es contrario a su religión (¿qué memez es esa de “la concepción que profesa [el farmacéutico sevillano] sobre el derecho a la vida”?).
El tema no es tan complejo como parece. Simplemente no debe haber objeción de conciencia nunca para ningún tema. Absolutamente ninguno. Esa figura es la puerta de atrás por donde entran en la legislación los inciensos episcopales. Hay religiones o credos que prohíben matar o usar armas en cualquier supuesto imaginable (la película aquella de Harrison Ford popularizó el caso de los Amish). Y hay religiones que prohíben expresamente las transfusiones de sangre. ¿Sería complicado el caso de un policía que fuera de los primeros o de un cirujano que fuera de los segundos? Francamente no. Es obvio que quien se niegue a usar un arma en cualquier supuesto no puede ser policía ni quien se niegue a transfundir sangre puede ser cirujano. Así de simple. Y el que no esté dispuesto a atender a una mujer en todas las circunstancias en que la ley le da derecho a ser atendida simplemente no debe ser ginecólogo o farmacéutico. Y por cierto ¿qué podemos pensar de esas comunidades autónomas, en plural, donde el cien por cien de los ginecólogos es objetor? ¿Es posible tal unanimidad sin coacción organizada? ¿Alguien está investigando esto?
La sentencia de sus eminencias constitucionales dicen que Sevilla es grande y que habrá más farmacias que la del héroe. Ya conocimos este tipo de bromas en Gijón con los colegios concertados. Cuando UGT recurrió que se concertase un colegio del Opus Dei porque sólo admitía a chicas (hablamos del mundo antes de Wert), la sentencia fue que era legal que lo pagase el Estado entre otras razones porque hablamos de una población donde hay más colegios y escuelas para elegir. Pero curiosamente cuando la Consejería se negó a concertar un aula de infantil más para otro colegio concertado de la ciudad, las lumbreras jurídicas dieron la razón al colegio y obligaron al Principado a concertar (es decir, a pagar) esa aula porque no habían especificado a qué colegios del entorno se adscribirían cada una de las plazas del aula en cuestión, a ver si por no concertarla iba a haber niños por ahí sin escolarizar. Para dar la razón al colegio del Opus que no admitía a varones, nadie exigió que se especificara dónde iría cada niño que no pudiera entrar en aquel colegio de niñas, simplemente que la ciudad era grande y alguno habría. Pues ahora el constitucional repite el chiste con el farmacéutico invicto de Sevilla. Y a la mujer que había tenido sexo porque le había dado la real gana y no quería arriesgarse a un embarazo porque no le daba la real gana le toca peregrinar en buscar de algún profesional que profese no sé qué otra concepción del derecho a la vida, o como se diga.
Zapatero ya tuvo la mala ocurrencia de inventarse un Comité de Bioética para dar al Gobierno informes sobre los temas legales que pueden suscitar conflictos éticos. No habrá dictámenes éticos sobre los toros o sobre la supresión de becas. La ética en política siempre será bioética porque sólo hay “complejidad” ética en los temas en que la Iglesia tiene doctrina y la Iglesia sólo tiene doctrina donde puedan anidar las emociones con las que trafica, el miedo y la culpa. La culpa sólo cabe si nos convencemos de que hay algo malo en nosotros que requiere indulgencia. Y, aunque no soy experto en el tema, sospecho que a todas las religiones les pasa lo que a la católica, que las mujeres llevan consigo más malignidad y hay más asuntos de su incumbencia sometidos a juicio moral que en el caso de los hombres. El incidente de Sevilla tiene que ver con la aceptación oficial de que aquello que sea motivo de dogma religioso automáticamente se convierte en éticamente delicado, como si no lo fuera la ley mordaza, por ejemplo. (Y, por cierto, menudo informe hizo ese Comité, ahora con miembros nombrados por el PP, sobre la ley nonata de Gallardón. Llovían los términos biológicos sobre el aborto como los del Comandante Spock sobre la física.)

Terminamos por donde empezamos. Hay que sacar del caso de Sevilla la enseñanza que contiene: hay que cambiar la constitución, hay que desparasitar el Tribunal Constitucional y hay que liberar a nuestro sistema legal de imperativos religiosos. De una santa vez.

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