“Dentro de miles de millones de años habrá un
último día perfecto en la Tierra. Luego, el Sol irá enrojeciendo e hinchándose
lentamente y presidirá una Tierra que estará abrasándose incluso en los polos.”
(C. Sagan, Cosmos).
Si tuviera que
reducir al mínimo la sensación de verano elegiría la del momento de dejarme
secar estando tumbado. La esencia del verano se concentra en la sensualidad del
agua adelgazándose en la piel al evaporarse, hasta romperse y hacerse bolitas
que ruedan dejando en nosotros esos surcos efímeros, que enseguida
desaparecerán disueltos en la humedad ambiente. Normalmente la gente se deja
secar quieta y con los ojos cerrados. El calor del aire más bajo provoca un
efecto de refracción en el sonido que hace que se propague más lejos de lo
habitual. Por eso, mientras dejamos que el agua desfallezca y se rompa en
nuestra piel y que el sol nos vaya ganando, nos llegan nítidas conversaciones
que normalmente no oiríamos. Como no estamos acostumbrados a oír tantas cosas a
la vez, si dejamos el cerebro en suspensión acompañando a los ojos cerrados,
todas esas palabras transeúntes de conversaciones dispersas, golpes de paletas
en calderos, gritos infantiles o risas esporádicas de pandillas o coqueteos se amontonan
sin sentido como las gotas que se esparcen en la piel a medida que el agua
pierde consistencia.
Porque así es el
verano. El invierno y la Navidad tabican el tiempo, lo detienen y condensan la
raíz y los recuerdos. El verano suelta en desorden las rutinas y se disipa lo
que somos en vericuetos tan imprevisibles como el curso de esos surcos que
dejan las gotas de agua al ir secándose. Es la estación donde nos encontramos
en compañías accidentales y en situaciones sin un antes y un después, sin
horario y flotando sin contacto entre sí como gotas de sudor. La desconexión
veraniega tan querida es en realidad amnesia y discontinuidad entre las cosas,
un permanente y benigno fallo en Matrix. Es tiempo de lo superficial y extenso,
más que de lo profundo e intenso y por eso el amor encuentra sus picos (tantos
encuentros producen chispa) y sus valles (tantas relaciones se rompen en
verano). La profundidad se encuentra en el amor, pero también en la amistad o
la reflexión compartida. Pero lo superficial, la ternura que acumula el sillón
donde suele dormitar o la sensualidad que retiene su ropa en el armario o su
taza de desayuno recién usada, lo superficial de verdad, eso sólo es cosa de
amores y es agitado en los sofocos veraniegos.
Aunque a veces
la bruma de esta tierra o su falta de luz nos ponga una tela pegajosa en el
ánimo, vivimos en un clima afortunado: con bastante invierno para espesar raíz
y vínculos, pero no tan largo que los petrifique y haga sólidas y aplastantes
las rutinas; y con bastante verano para vaciarse en cursos insospechados y
choques desordenados, pero no tan largo que produzca ese desamparo que acompaña
siempre al desarraigo. En algo teníamos que tener fortuna, porque los zumbidos
de desempleo, gobiernos perplejos y ensimismados y gentes desorientadas forman
ese chirrido metálico de las conversaciones que se oyen tumbados en la arena
que vienen de un sitio y otro y chocan como olas y se deshacen en palabras sin
sentido. En verano las cosas siguen su curso y quizá un día cualquiera sea el
último día perfecto antes de que el TTIP, una ley de seguridad o una reforma
electoral nos saquen definitivamente de nuestra débil democracia o el sol enrojezca
y empiece a hincharse. Pero, por si hoy no es ese último día, tumbémonos y
dejémonos secar.
PD. Una señal del
fin del mundo. Mi corrector automático señala a Matrix como palabra
desconocida, pero ya incorpora como expresión correcta TTIP.
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