Ni Rodrigo Rato
parece a simple vista el buen ladrón ni Jorge Fernández tiene pinta de
Jesucristo. Es pura coincidencia todo parecido con la escena evangélica de San
Lucas la escena en la que Rodrigo Rato entra como Pedro por su casa en el
Ministerio del Interior, con imputaciones y familias arruinadas a cuestas, en
vez de una cruz, y se planta ante el ministro San Jorge a hablar “de todo lo
que le está pasando”. Podría parecerse más a aquella nota que Javier de la
Rosa, aquel otro chorizo que fichó KIO, envió al entonces Rey Juan Carlos estando en la cárcel (de
la Rosa, no Juan Carlos). “Te recuerdo que todavía estoy aquí”, decía la nota. Era
algo como “¿estás dormido?, ¿qué hay de lo mío?”. Rato prefiere no esperar a la
cárcel. Y nada de notas, que ya vale de procesos en diferido. Comunicación
directa, presencial, en 3D. Y allí estuvo en el Ministerio a ver qué hay de lo
suyo.
Esto de que
individuos, no sé si decir sospechosos, porque la sospecha es un estado mental
y lo de Rato es más orgánico, se parece más a un olor que a un estado
epistémico, lo de que este tipo de individuos, digo, puedan tener audiencia en
espacios tan privilegiados como un despacho ministerial en muchas culturas
distintas a la nuestra está mal visto. Y, como sucede con el toro de La Vega,
quizá deberíamos revisar aspectos de esta cultura nuestra y empezar a ser más
escrupulosos y menos tolerantes con según qué cosas. Resulta que Rodrigo Rato
fue la cabeza de una política económica que llevó al país a una deuda mayor que
el PIB (aunque, vistos los embustes y desfachatez del personaje, ya podemos
empezar a dudar si su papel fue de cabeza o de extremidad). Y compartía
gobierno con el hoy Presidente. Hasta compartieron la condición de vicepresidentes
y delfines. Resultó que además de que la política de Rato fuera semilla de
infortunio, el sujeto no fue simplemente un político incapaz, sino un golfo
ahora acusado de importantes delitos que compendian todas las corruptelas y
tropelías que caben en la gestión pública. Ahora “ese señor”, como lo llama
Rajoy, entra a hablar de su situación con el señor ministro. No es que fuera a
una cacería, como en su día el señor Bermejo (conste que no me dio
pena su dimisión de entonces ¿quién les manda ir a cacerías?). Fue al mismísimo Ministerio del
Interior para hablar de lo que le está pasando con el ministro.
No es que nos
rasguemos las vestiduras porque somos muy impresionables. Tenemos un problema
muy severo de comportamientos en los políticos, que van desde malas prácticas a
delitos y a delitos organizados y sostenidos en el tiempo. Los que se imputan a
Rato son graves y además testigos de lo que sucedió en estos años de derrumbe
callado de la nación. Esos delitos comprometen políticamente y no sabemos si
judicialmente al partido que sostiene al Gobierno. Y el señor Rato se reúne con
el ministro de la policía y la Guardia Civil a hablar en sede gubernamental de
esto que le está pasando y que puede comprometer al Gobierno. Si hubiera
veredicto de inocencia, ¿quién la creería ahora?
Resulta que el
problema, según su santidad ministerial, es que estaba amenazado; que mientras
se solazaba en su yate andaban poniendo tuits
amenazantes. Así que hizo lo que cualquiera de nosotros haría: ir a ver al
Ministro. El discurso es oscilante y rocambolesco: que si luz y taquígrafos,
pero sólo se supo días después porque enredó un periódico; que si la reunión
era de tres cuartos de hora o de más de dos horas; que si era personal, pero
también de “lo que me está pasando” (un castellano parlante normal le dice a
otro esa expresión para aludir a algo que el interlocutor conoce; en este caso
su conocida situación procesal, no su desconocida situación de amenazado); que
si la cosa es que lo amenazaban y ya de paso que hablaban de su seguridad,
hablaron de Cataluña, pero no de su lío judicial; y que tenemos todos su
palabra. La realidad pura y simple es que un imputado y, como diría Woody
Allen, sospechoso prometedor, implicado hasta el tuétano con el Gobierno y
partido del Gobierno, habló en plena tormenta judicial con el jefe la policía y
la Guardia Civil que investigan su caso. Y que Jorge miente como un pepero.
Puede que a
Jorge Fernández le pase con su catolicismo extremista lo que a muchos les pasa
con la ideología o con el amor. Ahora que hay partidos que no quieren
ideologías como referencia de identidad, otros partidos se reafirman justo por
eso en su condición ideológica. Y eso está bien. Está bien que un político de
izquierdas lo diga alto, claro y orgulloso. El problema es si cree que su
trabajo es ese, ser de izquierdas; es decir, si cree que es buena su actividad
política mientras sea evidente que es de izquierdas. Y está bien que las
parejas se amen, claro. El problema es creer que en eso consiste el asunto y
que, mientras la ame o lo ame, no pueda ser que no esté siendo buena pareja,
así esté levantando la voz o el puño. A lo mejor Jorge Fernández cree que
mientras sea evidente lo dentro que siente a Dios ha de ser bueno y católico lo
que sea que esté haciendo, así sean leyes mordaza o recepciones privilegiadas
del buen ladrón.
Puede que no sea
eso y que Jorge Fernández sea un político más normal. Los políticos normales
consideran que en política es un error o una falta aquello que les cuesta algo.
No creo que a estas alturas Pujalte o Trillo crean que fue un error la
desvergüenza con que apañaron aquellos dineros oscuros. Lo que convertiría en
falta aquello sería que hubieran perdido sus puestos o que el PP hubiera
perdido votos. Si no es así, cuál puede ser el problema. A lo mejor Jorge
Fernández lo piensa de esa manera. Si el berrinche acabará pasando y se
olvidará esto como se olvidan otras cosas peores, ¿qué error puede estar
cometiendo abriéndole el Ministerio a Alí Babá?
O puede que
Jorge Fernández no sólo sea un político normal, sino que además sea un cargo
normal del PP. Los cargos del PP llevaron las irregularidades de todo tipo con singular frescura y descaro.
Sólo empezó a ser un problema la corrupción cuando Podemos excitó la fibra de
indignación que había en la población y empezaron a tambalearse las poltronas.
Más por ganas que por una lectura atenta de las encuestas, puede que en el PP
estén respirando aliviados por la percepción de que la amenaza de Podemos
finalmente se contiene y no se consumará. Puede que sientan de vuelta los buenos
tiempos de la impunidad legal y política y, como digo, puede que Jorge
Fernández sea normal en todos los aspectos. Por qué esconder el acceso
privilegiado al Ministerio de un más que probable delincuente. Hágase a plena
luz, los viejos tiempos han vuelto. Que le den algún ministerio a Ana Mato.
La gravedad de
este episodio está en el contexto en el que ocurre. La población perdió mucho,
en dinero, en derechos y en futuro. Las muestras de desaprensión de nuestros
políticos llevaron a una separación nunca vista entre representantes y
representados. Parecen convencidos de que nuestro aguante es infinito. No se
puede saber si lo es o no. Tampoco se puede saber si será verdad que los
políticos son como son porque así somos nosotros, que los votamos. Pero yo me
seguiré preguntando qué habré hecho para merecer al frente del Ministerio del
Interior a un fanático religioso que recibe en pleno procesamiento a un
presunto alto delincuente, compañero de partido y de fatigas. Y a un Presidente
tan vacío de escrúpulos y entrañas que puede flotar en cualquier letrina. ¿De qué estará hecha la
carcasa?
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