No sé si antes de marchar Wert o al
marchar Wert, alguien tiró del tapón del Ministerio y la educación en España se
desagua en un desorden sin forma. Íñigo Méndez de Vigo, el nuevo ministro,
habla de la educación y la cultura como un jubilado mirando una obra con las
manos atrás. “Sí, sí, la cultura es importante, alguien debería darle un
empuje. Menuda crisis ¿eh?, debió ser mayor que la de los ochenta, yo estuve un
año sin leer, de tanto jaleo. Qué sé yo esto del IVA, ¿será para tanto? Y la
educación, yo estar no estoy muy al tanto, pero qué raro que no haya un pacto,
a ver qué me dicen los asesores. Qué mal yuyu daba el cuadro aquel del tal
Unamuno tan tristón. ¿Qué ponen hoy en Cine de Barrio?”
La gestión de Wert y la millonaria
Gomendio consistió en sembrar de sal el campo de la educación. Wert cultivó
intensamente la provocación política y el agravio gratuito a los profesionales.
Fue más cínico que hipócrita, es decir, no fingía respeto a las normas, sino
que ostentaba su desprecio por ellas. Por eso, o bien directamente no razonaba,
o cuando lo hacía sus paradojas eran tan indefensas que era evidente que no
querían ser un razonamiento, sino una provocación más: subir el número de alumnos
por aula no bajaba la calidad; recortar gastos en educación era una vía para mejorar
el nivel educativo; la caída de profesionales (decenas de miles de profesores
menos) no tenía que ver con la capacidad
formativa del sistema (repito, decenas de miles; hice la cuenta: durante la
gestión de Wert desaparecía un profesor cada hora; al salir de cada clase, yo
sabía que había un colega menos en activo; al levantarme cada mañana, guardaba
un respetuoso silencio por los siete profesores o profesoras que habían
desaparecido de nómina durante la noche); quitar becas y subir las tasas no afectaba
a la equidad del sistema; y que los estudios universitarios pasen de cinco años
a tres, tampoco afecta a la formación de los alumnos.
Wert y Gomendio se fueron con su
botín a sus millonarias bicocas y dejan la educación en el taller con todas las
piezas desparramadas y una LOMCE huérfana llena de enemigos y sin ningún
valedor. Las comunidades autónomas se resisten a aplicarla, todos quieren dilatar
cualquier medida con la esperanza de que alguien arregle el sindiós y ni el PP
presume de LOMCE ni el nuevo ministro espera a que sus asesores se la expliquen
para decir que sí que sí, que se aplacen las reválidas o lo que sea eso y que
no se junten cuarenta y tantos alumnos en un aula de bachillerato.
Y ahora, con esa ley radical espetada
como una astilla en el ordenamiento jurídico y en el sentido común, ahora
vuelve la letanía de siempre: que España necesita un pacto y no podemos seguir
haciendo más y más leyes educativas. Poner encima de la mesa la LOMCE como argumento
para el pacto educativo recuerda a cuando Reagan contemplaba sus misiles
nucleares intercontinentales y los llamaba, transido de fe, “gigantescos
guardianes de la paz”.
En los meses que quedan hasta
noviembre el Gobierno no va a hacer nada serio, más que encadenar consignas
publicitarias y leer la prensa griega. Intentar un pacto educativo ahora sería la
confirmación de la poca jerarquía que tal suceso tiene en los propósitos del
Gobierno. Ahora sólo se dicen insustancialidades, como bajar el número de
alumnos por aula a la vez que se carga sobre las autonomías, que son las que
gestionan la educación, el peso del déficit. No es momento de pactos. Pero
claro que hace falta un gran pacto. Y, como calientan motores electorales, no
estaría de más que cada partido asomara la patita y dijera qué clase de pacto
querría impulsar, cuáles son los temas en los que hay que ponerse de acuerdo.
Los temas en los que hay que ponerse de acuerdo son aquellos que, en ausencia
de acuerdo, deben seguir propiciando
cambios de ley educativa (quién no quiere ahora una nueva ley educativa, otra
más). Permítaseme un breve apunte al respecto, por si abre boca.
1.
Enseñanza pública. Es el único tipo de enseñanza que
garantiza la universalidad del sistema y la neutralidad de valores dentro del
consenso constitucional. Debe haber un acuerdo para que la primera obligación
de cualquier gobierno sea darle el mayor nivel que el país se pueda permitir.
2.
Segregación. Como sabemos por la experiencia de otros
países europeos, sin excepción ni duda posible, toda segregación temprana de
los alumnos, aunque se haga sobre bases académicas, es una segregación
estadísticamente social. Es injusta, porque merma la igualdad de oportunidades,
e ineficiente, porque desaprovecha el potencial del país. Debe ser un acuerdo
que toda ley o práctica encubierta que la propicie sea inmediatamente corregida.
3.
La enseñanza concertada. Si de consensos se trata, no se
puede determinar a priori si debe o
no haberla. Pero los datos, y hablamos siempre de generalizaciones, indican que
la concertación de centros privados introduce en el sistema dos efectos. Uno es
la segregación, en algunas comunidades (de momento no en Asturias) muy acusada;
ya quedó dicho que es una característica perversa. Y otro es la desregulación,
es decir, que la situación real escape hasta cierto punto a las leyes y sus
previsiones; otro efecto perverso. El balance obliga a los poderes públicos a
intervenir más y a tomar más medidas. Esa libertad que con más énfasis que
nadie predica la Iglesia no puede consistir en el derecho a segregar en
beneficio propio.
4.
Religión. El límite del consenso debe ser si ha de haber
en el sistema una asignatura confesional. No puede buscarse consenso sobre si
ha de tener valor académico o sobre si el hecho de que algunos quieran cursarla
obliga a los demás a tener otra asignatura, para que los primeros no la tengan
de más.
5.
Currículo. Los estudios de secundaria y bachillerato
deben equipar al sujeto para fases más complejas de formación o adaptación, no
para darle competencias rudimentarias de actividades profesionales. Si los
alumnos fueran ordenadores, se trata de instalarles un buen sistema operativo
que permita que funcionen después programas potentes, no un sistema mediocre
que venga ya con algún programa de poca monta para escribir cartas. La
desaparición de la filosofía y el incremento paralelo de la economía en el
actual currículo es un canto a este tipo de sinrazón. Y no porque no sean de
provecho los contenidos de economía, sino por la evidente confusión de
objetivos y niveles de formación. ¿Por qué no quitar horas de literatura y poner
asignaturas de derecho civil o penal?
Como digo, mientras no haya acuerdo
en cosas como estas, deben seguir
cambiándose las leyes educativas, por una razón muy sencilla. Porque son cosas
por las que merece la pena pelear.
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