Cuando leí no sé dónde que el mayor
volumen de noticias que se podía oír en televisión era el que daba Sandra
Sabatés para dar paso a las gracias de Wyoming, creí que era una broma. Hasta
que me fijé. El sensacionalismo y la anécdota banal ocupa el grueso de los
informativos y apenas un par de titulares encajan en lo que uno consideraría
información pública. Vi en un documental sobre el tema a profesionales, buenos
profesionales, encogerse de hombros y rumiar algo de la audiencia televisiva,
de la presión y de que “a veces” te tienes que olvidar de lo que sabes del
periodismo. Intento entenderlo imaginando la cuestión en mi trabajo.
Imaginemos que en la Universidad no
hubiera grupos, sino sólo alumnos a granel por el campus. En las aulas en
principio vacías cada profesor está dando su clase y los alumnos cada día se
dedican a asomar la cabeza de aula en aula y quedarse en la que parezca ofrecer
algo interesante o ameno. Supongamos también que mi sueldo dependiera de la audiencia,
del número de alumnos que haya normalmente en mi aula. Y aún peor. Imaginemos
que la medición de resultados, y por tanto la decisión sobre el valor de mi
trabajo, fuera diaria o semanal. Mi trabajo consistiría en que los alumnos que
metan la cabeza en mi aula a ver qué se cuece decidan entrar y quedarse. Nada
de complejidades interesantes que se dilatan en el tiempo. Cada cinco minutos
tendría que estar diciendo algo gracioso, haciendo alguna pregunta sugerente
(¿realmente estuvo implicado Teilhard de Chardin en el fraude del Piltdown? ¿se
pueden hacer las fotos de Chema Madoz con la mente de un neandertal?) o
diciendo algo chocante (la relación de la sintaxis con los nidos de golondrina)
para que esos alumnos que andan zapeando aulas, al sintonizar la mía, se queden.
Por supuesto con el tiempo, al tener que llamar la atención en cada momento,
desaparecería de mis clases cualquier tratamiento demorado y serio de nada y
sólo serían un conjunto de ingeniosidades, un mero abracadabra con apariencia
de conocimiento.
Que nadie eche la culpa a los
alumnos. Que nadie diga que mis clases derivarían hacia lo insustancial porque
es lo que ellos piden y a lo que ellos responden. La culpa sería de un
mecanismo necio que simplemente les hizo dar lo peor de sí mismos. En el mundo
real ellos mismos están aceptando formas de aprendizaje más serias porque en el
mundo real, en mi trabajo, no se puso en marcha ese mecanismo necio que los
haría peor de lo que son.
Evidentemente, como haría yo llegado
el caso, los periodistas de los informativos de televisión juegan con la baraja
que hay. Y la que hay les obliga a lo que podríamos llamar satisfacción
informativa inmediata. La ausencia total de información es ese estado en que
nos llega el aburrimiento y el sopor. La satisfacción informativa es la
respuesta a estímulos que mantienen viva nuestra atención. Con dosis adecuadas
de violencia explícita o sexo se puede lograr atención sobre series o películas
mediocres. Con campañas de mal gusto y cierta crueldad, Benetton consiguió
atención sobre sus productos. La satisfacción inmediata tiene la ventaja de que
es instantánea y se alcanza sin esfuerzo. Se puede conseguir entender la
situación económica de la UE leyendo artículos de economía durante un par de
meses, pero ese es un beneficio diferido en dos meses de disciplina. Satisfacen
más la atención inmediata los detalles de alguna orgía sexual de Rodrigo Rato
con cargo a una tarjeta de Bankia.
La televisión vive de la publicidad
(“yo vendo publicidad”, dijo una vez el director de Antena 3, cuando se les
pidió cierta ética y cierta contención) y la publicidad no tiene valor sin
audiencia. Hay que pelear con la audiencia minuto a minuto y los informativos
tienen que proporcionar satisfacción informativa inmediata, con dosis de
inmersión emocional (sensacionalismo) y con anécdotas truculentas de ancianos abandonados
por sus hijos que se asfixian por un escape de gas o crímenes desmembramientos
de esos que antes salían en El Caso,
con un supuesto interés “humano”, pero que no muestran las vigas maestras de la
actualidad, esto es, la información de interés público que ayuda a entender las
cosas que nos afectan. Los debates tienen el mismo formato sea cual sea el
tema, así sean las infidelidades de no sé qué parásito famoso o el caso Púnica.
En un debate sobre este último tema, los intervinientes gritaban todos a la vez
y repetían a voces una y otra vez la misma idea, sin más estrategia argumentativa
que la insistencia y los decibelios. Es fácil zapear y pararse en algo así que
incita con fuerza a intervenir como si nos pudieran oír en el plató, debido a
que el enganche es inmediato. Si con el mismo zapeo llegamos a uno de aquellos
debates que hacían en La Clave in illo
tempore, es menos incitativo detenerse, porque allí la satisfacción exigía
más esfuerzo y más tiempo, no era instantánea.
Por su parte, la prensa escrita es
cada vez menos rentable y más dependiente de quien la financia y de quien pone
los anuncios caros que la sostienen (el Gobierno y el Corte Inglés); para qué
recordar aquella semana en que defenestraron a tres directores en tres grandes
periódicos, Soraya mediante. La prensa digital de momento sólo va abriéndose
paso. Y los infalibles algoritmos de Facebook seleccionan con acierto los posts
de gente similar a nosotros y los enlaces que nos satisfacen, encapsulándonos en
burbujas de gente afín y haciendo sentir en vano a cualquiera que tiene voz y
predicamento público.
La cuestión es que las televisiones
privadas en abierto no tienen más remedio que recurrir a esos mecanismos que
sacan de la audiencia lo más vulgar que tienen. Las privadas de pago siguen el
principio normal de la empresa privada, que no es el del beneficio, sino el del
máximo beneficio (¿será posible que ninguna de las caras suscripciones de
Canal+ incluya un humilde canal de teatro y que siga uno añorando aquel Estudio
1 de los martes en blanco y negro?). Las televisiones públicas que conocemos en
esta patria nuestra son un concentrado de todas las groserías, tan zafias como
Intereconomía y con la perversión añadida de ser pagadas a nuestro cargo. Nos
salieron más baratos los puteríos de Rodrigo Rato que cualquiera de estos
chusqueros que infectaron los canales públicos, estatales y autonómicos, durante
cuarenta años (estos cuarenta años).
Los informativos, en vez de acercarnos a los asuntos públicos, los cubren de
ruido: en el sentido metafórico de la teoría de la información, porque tanta
ramplonería embota nuestra capacidad de discernimiento en vez de afinarla; y en
el sentido etimológico, que iguala la palabra “ruido” a la más culta “rugido”, porque
sólo con alaridos nos hablan de la actualidad.
Pero la televisión pública es la
única imaginable sin ánimo de lucro, por lo que de ella tendrá que partir
cualquier regeneración seria de los informativos. Una televisión pública
independiente sería el elemento de arrastre que podría civilizar los espacios
informativos y poner sordina a todos los voceras que ahora nos aturden.
Podríamos mirar en la BBC cómo se hace independiente un medio público y
devolverles el favor a los ingleses mandándoles algunos informativos de por
aquí, para que no se les olvide lo que tienen, ahora que políticos de toda
condición le dan dentelladas diarias a su admirada televisión pública. Por lo
de siempre, porque no es “sostenible” (para el negocio de Alguien, claro).
No hay comentarios:
Publicar un comentario