La película The Imitation Game, criticada por
permitirse demasiadas libertades con la biografía real de Alan Turing, tiene
una escena que me despertó una curiosidad francotiradora, porque está tan al
margen del núcleo de la escena que el personaje de Turing ni siquiera terminó
la frase que centró mi interés. Turing convocó a los interesados para una plaza
de criptógrafo a una prueba donde se les ponía un problema que en los seis
minutos que se les daba era irresoluble. Quería ver qué pauta seguirían
aquellas lumbreras ante un problema sin solución. Lo primero que esperaba Turing
era que se dieran cuenta de que no tenía solución. Pero era importante que hicieran
algo a pesar de que no hubiera desenlace posible. Después de todo, los
problemas complejos dan la sensación inicial de no tener solución. Y es
interesante ver cómo avanza la gente en lo que no tiene arreglo. Cuando nos
ponemos a deshacer el lío que forman unos cables enredados no vemos a simple
vista qué secuencia desenredará la maraña. Empezamos a mover nuestros dedos sin
solución a la vista. Eso es lo que quería ver Turing. Como padre de la
computación, quería que secuenciaran el problema en problemas menores y que, no
habiendo arreglo, hubiera avance.
La foto del niño
sirio muerto en la orilla, como un pecio de algún naufragio, trae varias cosas
a la mente. La principal es la desgracia de cada vez más desventurados que
tienen que huir de algún horror a tierras más tranquilas. Hace unos días
comparaba en la RPA Francisco Javier Fernández el éxodo de estas personas con
el salto que toda aquella gente hacía desde lo alto de las Torres Gemelas,
lanzándose a una muerte segura porque el espanto del vacío era menor que el de
las llamas. La cantidad de gente que llega a nuestras fronteras lanzándose al
vacío en horizontal para evitar alguna de las formas de la tragedia es tal que
es imposible acogerlos. Sea cual sea la cantidad de refugiados que se acepte será
una cantidad mínima que apenas maquillará el desastre. Todos aquellos a los que
no se les deje entrar, que son la mayoría, morirán o vagarán como espectros. Es
un problema sin solución. O con una solución tan compleja como la secuencia
concreta que ha de desenredar unos cables enmarañados.
Y los problemas
sin solución hay que despiezarlos en problemas menores. Esta gente se muere
porque se les mata o porque se les deja morir. Esta gente huye porque en su
país hay guerra y espanto, o hambruna, o alguna otra maldición. Parece que,
como mínimo, habrá que no matarlos. Habrá que no dejarlos morir. Habrá que
acogerlos hasta que no se pueda más. Y habrá que intervenir para que sus países
no sean torres en llamas desde las que haya que saltar al vacío. Luis Arias
Argüelles, con su habitual buen juicio, reiteraba sobre este asunto su
aborrecimiento de la demagogia facilona y del sentimentalismo ñoño. Hay una
buena razón para abominar del sentimentalismo ante la foto del niño. La crudeza
de los hechos sintetizados en esa imagen conmovedora pide a gritos compromiso.
El sentimentalismo suele alimentar discursos con los que nadie puede estar en
desacuerdo. Y cuando decimos cosas que no se enfrentan con el pensamiento de nadie
es que no estamos diciendo nada ni comprometiéndonos en serio. Así es como
habla la Iglesia de la crisis o de estas muertes insoportables. Habla con ese
discurso desdentado que no muerde ni dice (no como cuando habla de homosexuales
o derechos de la mujer, que ahí sí aprieta).
Por eso, dejemos
de clamar, mordernos el labio inferior y decir que pobre niño y que alguien
haga algo. Abordemos el problema insoluble de la migración centrándonos en los
problemas de menos tamaño en que cabe desmenuzar el problema que no tiene
arreglo. ¿Qué viene haciendo nuestro Gobierno en estos problemas en que se
descompone el gran problema y su calamidad insuperable? Decíamos que deberíamos
empezar por no matarlos. En febrero del año pasado murieron catorce africanos
en el mar, frente a Ceuta. La Guardia Civil disparó balas de goma a quienes
estaban en el agua agarrándose a lo que podían. Y luego dijeron que marcaban
con disparos la línea imaginaria que señalaba en el agua nuestra frontera. Y
murieron catorce. Jorge Fernández, el Delegado de Ceuta y el Director de la
Guardia Civil avalaron en nombre del Gobierno de Rajoy aquella barbaridad. La
agencia llamada Frontex se encarga de la “cooperación operativa de las
fronteras exteriores” (¿qué diablos es eso de cooperación operativa?) y el
mismo Jorge Fernández, el Gran Invocante de Santa Teresa, viene desgañitándose
en los foros europeos para que no se convierta tal agencia en una agencia de
salvamento. A medida que aparecían cadáveres por docenas en las aguas del sur,
gobiernos como el español insistían en que no hubiera salvamentos porque estimularían
el efecto llamada. Salvar vidas a punto de expirar malacostumbra a la gente. Si
se supiera que iba a ocurrir y hubiera tiempo, ¿pondría usted colchones
gigantes al pie de las Torres Gemelas o mientras caían aquellos desventurados
los dejaría destriparse para evitar el efecto llamada en los que quedaban
dentro? Nuestro gobierno suspende ásperamente en dos de los problemas pequeños
que factorizan el problema irresoluble: no matar y no dejar que mueran.
¿Y qué decir de
lo de acoger a los que se pueda? En su segundo intento electoral, Rajoy metió
la caña en el caladero de la xenofobia a ver si había pesca. Fue cuando quería
obligarles a firmar un contrato de respeto a nuestras costumbres y el
abominable señor Cañete añoraba a los camareros españoles que eran lo que
sabían poner tostadas con mermelada como Dios manda. Ahora rechaza la exigua
parte de refugiados que le toca a España, no vayamos a coger ardor de estómago
con tanto refugiado dentro. Y pone al xenófobo García Albiol en primera línea,
para que limpie Cataluña. Albiol es uno de esos fantoches que creen que “hablan
claro” cuando dicen barbaridades simplonas, un bobo irrecuperable que viene al
mundo a zanjar asuntos y acabar con las bromas. Rajoy no tiene escrúpulos. De
toda esta crisis sintetizada en esa imagen insoportable del niño sirio lo único
que le moviliza es la oportunidad de salir con Merkel en las fotos y parecer
alguien. Tampoco se distingue para bien nuestro gobierno en lo de intervenir
para que los países no se hagan infiernos de los que haya que salir al vacío.
Está en mínimos el presupuesto de cooperación al desarrollo, a la vez que está
en máximos la deuda exterior: es uno de tantos recortes que no tienen que ver
con la deuda, sino con la ideología y la falta de entrañas. No sé cómo empiezan
a alabar en Rajoy el arte de flotar, cuando esa es una condición que se alcanza
por vaciedad moral.
El problema sin
solución admite como factores problemas tan pequeños que llegan a los
ciudadanos de a pie. Hace un par de semanas Xabel Vegas consiguió que se me
deslizara una gota fría por el esófago cuando recordó que en ninguna encuesta
figura la violencia machista entre las principales preocupaciones. Me di cuenta
de que a mí también se me habrían olvidado esas mujeres si me hubieran
encuestado. Al menos eso. Que un poco más de humanidad palpite en las encuestas
con lo que cada uno pueda: pidiendo locales para refugiados, negando el voto a
los inmisericordes, protestando, exigiendo a su párroco o a su alcalde,
preguntando qué hace nuestro ejército, adónde van nuestras armas. Que las
encuestas muerdan las poltronas por tanto desastre. O que deje todo el mundo al
niño sirio descansar en paz sin insultarlo con sentimentalismos ñoños.
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