jueves, 10 de septiembre de 2015

Alan Turing y la foto del niño muerto

La película The Imitation Game, criticada por permitirse demasiadas libertades con la biografía real de Alan Turing, tiene una escena que me despertó una curiosidad francotiradora, porque está tan al margen del núcleo de la escena que el personaje de Turing ni siquiera terminó la frase que centró mi interés. Turing convocó a los interesados para una plaza de criptógrafo a una prueba donde se les ponía un problema que en los seis minutos que se les daba era irresoluble. Quería ver qué pauta seguirían aquellas lumbreras ante un problema sin solución. Lo primero que esperaba Turing era que se dieran cuenta de que no tenía solución. Pero era importante que hicieran algo a pesar de que no hubiera desenlace posible. Después de todo, los problemas complejos dan la sensación inicial de no tener solución. Y es interesante ver cómo avanza la gente en lo que no tiene arreglo. Cuando nos ponemos a deshacer el lío que forman unos cables enredados no vemos a simple vista qué secuencia desenredará la maraña. Empezamos a mover nuestros dedos sin solución a la vista. Eso es lo que quería ver Turing. Como padre de la computación, quería que secuenciaran el problema en problemas menores y que, no habiendo arreglo, hubiera avance.
La foto del niño sirio muerto en la orilla, como un pecio de algún naufragio, trae varias cosas a la mente. La principal es la desgracia de cada vez más desventurados que tienen que huir de algún horror a tierras más tranquilas. Hace unos días comparaba en la RPA Francisco Javier Fernández el éxodo de estas personas con el salto que toda aquella gente hacía desde lo alto de las Torres Gemelas, lanzándose a una muerte segura porque el espanto del vacío era menor que el de las llamas. La cantidad de gente que llega a nuestras fronteras lanzándose al vacío en horizontal para evitar alguna de las formas de la tragedia es tal que es imposible acogerlos. Sea cual sea la cantidad de refugiados que se acepte será una cantidad mínima que apenas maquillará el desastre. Todos aquellos a los que no se les deje entrar, que son la mayoría, morirán o vagarán como espectros. Es un problema sin solución. O con una solución tan compleja como la secuencia concreta que ha de desenredar unos cables enmarañados.
Y los problemas sin solución hay que despiezarlos en problemas menores. Esta gente se muere porque se les mata o porque se les deja morir. Esta gente huye porque en su país hay guerra y espanto, o hambruna, o alguna otra maldición. Parece que, como mínimo, habrá que no matarlos. Habrá que no dejarlos morir. Habrá que acogerlos hasta que no se pueda más. Y habrá que intervenir para que sus países no sean torres en llamas desde las que haya que saltar al vacío. Luis Arias Argüelles, con su habitual buen juicio, reiteraba sobre este asunto su aborrecimiento de la demagogia facilona y del sentimentalismo ñoño. Hay una buena razón para abominar del sentimentalismo ante la foto del niño. La crudeza de los hechos sintetizados en esa imagen conmovedora pide a gritos compromiso. El sentimentalismo suele alimentar discursos con los que nadie puede estar en desacuerdo. Y cuando decimos cosas que no se enfrentan con el pensamiento de nadie es que no estamos diciendo nada ni comprometiéndonos en serio. Así es como habla la Iglesia de la crisis o de estas muertes insoportables. Habla con ese discurso desdentado que no muerde ni dice (no como cuando habla de homosexuales o derechos de la mujer, que ahí sí aprieta).
Por eso, dejemos de clamar, mordernos el labio inferior y decir que pobre niño y que alguien haga algo. Abordemos el problema insoluble de la migración centrándonos en los problemas de menos tamaño en que cabe desmenuzar el problema que no tiene arreglo. ¿Qué viene haciendo nuestro Gobierno en estos problemas en que se descompone el gran problema y su calamidad insuperable? Decíamos que deberíamos empezar por no matarlos. En febrero del año pasado murieron catorce africanos en el mar, frente a Ceuta. La Guardia Civil disparó balas de goma a quienes estaban en el agua agarrándose a lo que podían. Y luego dijeron que marcaban con disparos la línea imaginaria que señalaba en el agua nuestra frontera. Y murieron catorce. Jorge Fernández, el Delegado de Ceuta y el Director de la Guardia Civil avalaron en nombre del Gobierno de Rajoy aquella barbaridad. La agencia llamada Frontex se encarga de la “cooperación operativa de las fronteras exteriores” (¿qué diablos es eso de cooperación operativa?) y el mismo Jorge Fernández, el Gran Invocante de Santa Teresa, viene desgañitándose en los foros europeos para que no se convierta tal agencia en una agencia de salvamento. A medida que aparecían cadáveres por docenas en las aguas del sur, gobiernos como el español insistían en que no hubiera salvamentos porque estimularían el efecto llamada. Salvar vidas a punto de expirar malacostumbra a la gente. Si se supiera que iba a ocurrir y hubiera tiempo, ¿pondría usted colchones gigantes al pie de las Torres Gemelas o mientras caían aquellos desventurados los dejaría destriparse para evitar el efecto llamada en los que quedaban dentro? Nuestro gobierno suspende ásperamente en dos de los problemas pequeños que factorizan el problema irresoluble: no matar y no dejar que mueran.
¿Y qué decir de lo de acoger a los que se pueda? En su segundo intento electoral, Rajoy metió la caña en el caladero de la xenofobia a ver si había pesca. Fue cuando quería obligarles a firmar un contrato de respeto a nuestras costumbres y el abominable señor Cañete añoraba a los camareros españoles que eran lo que sabían poner tostadas con mermelada como Dios manda. Ahora rechaza la exigua parte de refugiados que le toca a España, no vayamos a coger ardor de estómago con tanto refugiado dentro. Y pone al xenófobo García Albiol en primera línea, para que limpie Cataluña. Albiol es uno de esos fantoches que creen que “hablan claro” cuando dicen barbaridades simplonas, un bobo irrecuperable que viene al mundo a zanjar asuntos y acabar con las bromas. Rajoy no tiene escrúpulos. De toda esta crisis sintetizada en esa imagen insoportable del niño sirio lo único que le moviliza es la oportunidad de salir con Merkel en las fotos y parecer alguien. Tampoco se distingue para bien nuestro gobierno en lo de intervenir para que los países no se hagan infiernos de los que haya que salir al vacío. Está en mínimos el presupuesto de cooperación al desarrollo, a la vez que está en máximos la deuda exterior: es uno de tantos recortes que no tienen que ver con la deuda, sino con la ideología y la falta de entrañas. No sé cómo empiezan a alabar en Rajoy el arte de flotar, cuando esa es una condición que se alcanza por vaciedad moral.

El problema sin solución admite como factores problemas tan pequeños que llegan a los ciudadanos de a pie. Hace un par de semanas Xabel Vegas consiguió que se me deslizara una gota fría por el esófago cuando recordó que en ninguna encuesta figura la violencia machista entre las principales preocupaciones. Me di cuenta de que a mí también se me habrían olvidado esas mujeres si me hubieran encuestado. Al menos eso. Que un poco más de humanidad palpite en las encuestas con lo que cada uno pueda: pidiendo locales para refugiados, negando el voto a los inmisericordes, protestando, exigiendo a su párroco o a su alcalde, preguntando qué hace nuestro ejército, adónde van nuestras armas. Que las encuestas muerdan las poltronas por tanto desastre. O que deje todo el mundo al niño sirio descansar en paz sin insultarlo con sentimentalismos ñoños.

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