Allá por los
ochenta, Alfonso Guerra dio un mitin electoral en el Pabellón de Deportes de
Oviedo recién aprobada una ley de atribuciones profesionales de ingeniería,
ordenada por él, que había irritado a los ingenieros superiores. Así que unos
cuantos animosos fueron a reventarle el mitin. Cuando Guerra empezó a hablar,
empezaron a increparle y a hacer sonar silbatos. La nutrida hinchada socialera
a su vez se puso a abuchear y a encararse con los reventadores. Guerra, rápido
de reflejos, pidió a los suyos que se callaran. “A ver cuántos son”, dijo
saboreando la travesura. Obviamente, eran pocos y sus gritos en medio de aquel
silencio y en aquel pabellón quedaron tan desangelados que parecían gimoteos de
plañidera, provocando la hilaridad general y aquel movimiento rápido de ojos
que hacía Guerra cuando era feliz.
No puedo evitar
esta sensación cada 8 de septiembre. Asturias es el dos por ciento del
territorio, población y economía de España. Y no creo que llegue al dos por
ciento de dedicación de ningún mandatario nacional (“fuera de un crimen llamativo o un accidente notable, Asturias no entra en
las redes informativas españolas”, decía Gregorio Morán). Eso, lo de ser el dos por ciento, está ocurriendo ahora mismo y
ocurre cada día. Pero el 8 de septiembre siempre me parece que algún gracioso
manda callar a toda España para que suene Asturias, a ver cuántos somos y
cuánto somos. Y qué poco suena Asturias. Sí, cierto hormigueo de banderas y
manifestaciones de apego se oyen y se notan. Pero con los actos institucionales
tan tristones y con esos discursos simplones y revenidos, tantas veces
repetidos que ya huelen agrios como una regurgitación, el dos por ciento que es
Asturias no alcanza ni para que se oiga su día dentro de su territorio.
Se dice que
Asturias es acogedora porque naturaliza y hace propio sin estridencias a
cualquiera que afinque o a cualquier cosa que pase por aquí. Para lo bueno y
para lo extravagante. Lo mismo nos acostumbramos con amabilidad y sin esfuerzo
a un nuevo vecino venido de no sé dónde, como nos habituamos al carbón que va
saliendo por décadas de un barco hundido en la costa. Mis hijos, que no
conocieron la playa sin el Castillo de
Salas, creían de pequeños que el carbón se obtenía del mar de tan normales que se hacen aquí las
cosas.
Asturias es
tierra emocionalmente fértil a la manera en que son fértiles los terrenos. Se
echa raíz aquí casi sin darse cuenta y quien se crio aquí, si se va, se va como trasplantado, con
terruño en los pies. En esa raíz hay algo de ese clima que, cuando llega a
Asturias, se rompe en microclimas distintos de valle en valle, de la costa a la
montaña o de un momento al momento siguiente; también hay algo del abrazo del
paisaje, y quizá del olor de la sidra o de la retranca burlona. Igual que
quienes tienen materias primas se creen en posesión de “riqueza natural”,
quienes se sienten agraciados por su entorno tienden a enredarse en leyendas y
en una visión deformada de sí mismos, como se dolía también Gregorio Morán
desde La Vanguardia. Sobre todo, como
digo, si se trata de una tierra acogedora que rápidamente asimila como normal y
de toda la vida cualquier cosa, así sean aviones estridentes que llegan cada
verano como si siempre hubieran estado ahí, el enigmático campus universitario
que parece haber llegado rodando a Mieres como desgajado y caído de algún
árbol, mandones desorientados con una fortuna robada que, como los aviones,
parece haber estado siempre ahí, o gobiernos que gobiernan en prórroga
presupuestaria o con pactos bajo manga. El mismo Gregorio Morán cruzaba los
dedos por el próximo desembarco de Carlos Slim en el Principado. Enseguida
naturalizaremos al personaje y sus actividades y parecerá de Oviedo de toda la
vida, que aquí somos más campechanos que un Borbón.
En tierra tan
dada a tomar cualquier cosa por costumbre es lógico que el tiempo sea perezoso,
el pasado se resista a desaparecer y en el imaginario popular estén mezclados
presentes y fantasmas. Hace unos meses, Pablo Prieto en este mismo periódico
nos chasqueaba los dedos delante de los ojos para que despertáramos y viéramos
que la plantilla de HUNOSA es la quinta parte de la de Alimerka, que en
Asturias hay muchos más autónomos que asalariados y que no hay ningún centro
laboral con más empleados que el HUCA. Quizá por esos pliegues del pasado en el
presente, pudimos ver a nuestro Presidente, en un momento en que su
representación colectiva tiene el máximo simbolismo, en oficios religiosos y en
santa y pública compaña con el Arzobispo Sanz Montes. La estampa en sí, Presidente
y Arzobispo en el Día que debería ser de todos, huele a alcanfor. Es además
institucionalmente equivocada porque la Iglesia no es una referencia de unidad
entre los ciudadanos ni es propia de un Estado democrático y, por tanto, laico.
Y además el señor Sanz Montes en particular se vino distinguiendo por su
actividad política y partidaria y rechina la intuición democrática de
cualquiera que el mensaje político conservador tenga una presencia natural y
orgánica en el Día de todos y sin necesidad de ganar elección alguna.
El 8 de
septiembre podía ser el momento en que las instituciones refrescaran la imagen
del Principado y sus tendencias, recopilaran planes e hicieran visibles
aspiraciones, líneas claras de futuro y, por qué no, reivindicaciones
colectivas. Los relojes de los ordenadores están siempre en hora porque cada
poco se sincronizan por la red con los relojes oficiales. El 8 de septiembre
podría ser ese día en que nos sincronizamos con la Asturias real para estar en
hora con ella y no dejar que se nos acumulen extravagancias y monstruos que van
soltando su humor paralizante como un barco hundido que soltara carbón con una
paciencia de años. De momento, el 8 de septiembre sólo es el día en que no se
nos oye y en que el poder político y religioso salen del pasado a hacer su performance repetida.
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