Wert terminó
siendo una síntesis de estos tiempos. El ministro que se encargó de la cultura
y la educación como los matones de don Corleone “se encargaban” de quien
molestase, salió del gobierno ocupando un puesto muy lucrativo para el que no
tenía preparación ni oficio. Por si alguien no había entendido que en este
reino lo que importa no es la formación sino estar ahí, dio ejemplo consigo
mismo y su millonaria esposa. Como decía el vizconde de Valmont, acabaron los
dos por dar al mundo un ejemplo de constancia. Pero no exageremos con Wert. El
ex-ministro es sólo una síntesis y buen ejemplo de algo más general.
Japón es el país
más longevo del planeta y tiene una natalidad muy baja. En unas décadas habrá
una gran cantidad de ancianos que
vivirán solos porque no habrá población para atenderlos. Los gobiernos llevan tiempo impulsando mediante subvenciones y exenciones
fiscales la investigación y creación de todo tipo de robots domésticos, desde
los que detectan la respiración, hasta los que limpian o te llevan el orinal a
la cama. Que haya tantos ancianos y ancianas solos no será un hecho feliz. Pero
al menos habrá un montón de máquinas que impedirán que esas vidas, declinantes
y solitarias, sean además miserables y tengan como ingrediente cotidiano la
porquería y las heces que ellos no pueden limpiar.
No hay que engañarse. El verdadero motor de que tal asistencia mecanizada
esté a punto para tan asfixiante problema es el ánimo de lucro y ganancia. Pero
si pudiera medirse el impulso para hacer las cosas en números enteros, por cada
diez unidades de ánimo de lucro, tiene que haber una de un mínimo sentido
colectivo, para que en la sociedad quepan todos; una de previsión que mantenga
a la larga la estabilidad y la posibilidad de lucro; y una de conocimiento, que
mantenga una maquinaria con capacidad de generación de lucro, de atención
colectiva y de previsión; todos esos robots no dejarán sólo atenciones
domésticas, sino fuertes adelantos en innovación y desarrollo.
El sentido mínimamente colectivo supone poner un límite modesto al egoísmo.
El sentido previsor supone poner un límite modesto al protagonismo individual y
aceptar un poco más de anonimato. El valorar las cosas que además de beneficio dejan
conocimiento supone aceptar que siempre debe estar produciéndose y
transmitiéndose más conocimiento del que puntualmente se emplea en cada momento
en cosas rentables. Y todo esto requiere una especie de software invisible en
la mente de la población que podemos abreviar con la expresión “nivel
cultural”. Una población sin formación reacciona de manera simple y directa a
las cosas que ocurren y a los estados de ánimo que provocan. Una población
formada en actividades complejas como la ciencia o el arte, es decir, una
población razonablemente culta, atrapa las cosas que pasan, las procesa y
reacciona movilizando muchos más datos que los que vienen de las circunstancias
inmediatas. Por eso es capaz de entender cosas que no se ven a simple vista,
como la colectividad, el largo plazo o el conocimiento que no se ve en las
aplicaciones rentables del momento.
El menosprecio por el conocimiento que inducen las clases dominantes en
España es histórico. No se trata de que en España la gente no esté formada. Es
que la formación de la gente parece que fuera arena parásita que rechinase en
la maquinaria social. Hay formación porque hay estructuras que transmiten el
conocimiento, pero luego el aparato social no sabe qué hacer con tanta ciencia
y tanto arte. Expulsa del país con la mayor alegría a la gente formada para
concentrar los recursos en los especialistas en estar ahí, casi siempre
vinculados a atahonas partidarias. El estilo de éxito que se nos inculca es el
inverso al japonés. Se considera modelo de “emprendedor” al que
consigue fortuna inmediata y sin sentido colectivo alguno por algún tejemaneje
con un terreno o alguna aplicación de móvil para saber el horóscopo o hacer
apuestas. La gestión pública se hace sin generosidad con los procesos a largo
plazo que no se mueven con ritmos electorales. Nadie quiere ser anónimo, todo
el mundo quiere marcar impronta, así sea metiéndose en una guerra, llenando
ciudades y cruces de caminos con las dichosas rotondas con esculturona en medio
(¿quién sería el que resbaló en la bañera y se despertó del golpe en la cabeza
con la idea de que las rotondas eran la forma de regular el tráfico?), haciendo
el puente más largo de Europa o el aeropuerto más grande del mundo, con o sin
aviones.
Así se hacen pasar por empresarios
productivos los vivales y pillastres. Y es más común el afán bobo de pintar
algo que la gestión generosa y anónima. Y así los asuntos públicos se escriben
con temblor parkinsoniano, con trazos picudos y excesivos que se salen de las
líneas continuamente. Además, con tanta telememez y tanta adulación al éxito
facilón, llega a calar ese estilo en una población sin duda mejor formada que
antes. ¿Pues no llegó a ser amplia la percepción de que aquel honesto José
Manuel Palacio era “demasiado gris” para Gijón y que la ciudad necesitaba “un
impulso” con alguien como Areces? Y así están sesgando y deformando el sistema
educativo, estirando por aquí y por allá, a golpe de moda o de interés. Así,
por interés de la Iglesia, lo que más tiempo político llevó en toda la
democracia fue hablar de la concertación de centros privados y de la asignatura
de Religión, con Educación para la ciudadanía de artista invitada ocasional. Como
ahora a la banca le da por emitir informes sobre educación, pues ese sufrido
tejido se estira para la formación a la corta para ya y para esto, que es como esos
eficientes rescatados conciben la educación. Luego vino la ansiedad por el
inglés y entonces nuestros gestores decretan que se hagan bilingües los centros
ya y de golpe. Nuestra sufrida enseñanza no para de acumular cicatrices con
tanto estirarla para un lado y otro.
Hace unos años,
en una clase de conversación de inglés (precisamente), el profesor nos pidió
que nos imagináramos un mundo con la civilización destruida, en el que
estuviéramos con lo puesto frente a los restos, una especie de Mad Max sin
tanto macarra. La pregunta era qué formación nos gustaría tener para una
situación así. Uno decía que querría ser médico, para tener artes curativas que
le mantuvieran sano. Otro que cazador o que ingeniero, cada uno imaginando una
tarea útil para sobrevivir. Yo dije que humildemente querría ser algo parecido
a lo que soy. La única esperanza de supervivencia en un mundo así serían los
demás, lo que pudiera hacer en conjunción con otros. Y la mayor amenaza serían
los demás, que me atacarían por cualquier cosa útil que yo hubiera conseguido o
por simple precaución. La habilidad más útil para sobrevivir sería la que me
hiciera eficaz para tratar con los demás y construir un tejido colectivo con
una idea de organización y ayuda mutua. La transmisión de ese software
invisible es parte esencial de la supervivencia y el bienestar, así sea en una
sociedad de supervivencia o de superabundancia. Por eso el día mundial de los
docentes debe celebrar en realidad el conocimiento y su transmisión. A pesar de que
siempre me dieron picores los tufos
corporativos, debo decir que de todos los agentes que
en España meten la garcilla en la enseñanza (teóricos de la educación, políticos,
empresarios, expertos de la banca, iglesia, sindicatos, …) la parte más
sensata, eficaz y prudente es, humildemente, la del profesorado. Por eso el día
de los docentes, además de mundial,
aquí debería ser celebrado como nacional.
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