Tenemos ya un Parlamento constituido y facultado para hacer y derogar leyes,
en el cual el Ejecutivo está en minoría. Como esto se alargue, se oirá una
sonrisa en la tumba de Montesquieu cuando el Gobierno tenga que tramitar la
derogación de su propia ley de educación por imperativo del Parlamento: por
tiempo limitado, tenemos separados el poder legislativo del ejecutivo. Claro
que el juego no debería durar mucho y los actores deberían normalizar ya las
cosas, antes de que a los ciudadanos les empiece a dar pereza que haya
Gobierno.
En realidad, las posibilidades siempre fueron una. La cuestión no era
elegir la mejor de las opciones de gobierno, sino gestionar correctamente la
única opción que había, que era la de investir a Pedro Sánchez con el apoyo de
Podemos (para empezar). Rajoy no podía ser Presidente porque sólo tenía el
apoyo de Rivera y con eso no llega. Y no podía tener más apoyos porque había
hecho lo mismo que nuestro Javier Fernández para intentar una mayoría
parlamentaria: nada. Rajoy quiere que sea tabú y antisistema cualquier posible
apoyo del PSOE (Podemos y nacionalistas), de manera que no haya más opción
“sensata” que la gran coalición. Pero incluso esto lo repetía con desgana. Él
no creía que pudiera ser investido y aún confía en una repetición de las
elecciones. Quizá sea hora de entender también que no siempre que Rajoy deja
pasar el tiempo busca algo concreto. Su parálisis muchas veces es sólo
parálisis. La repetición de elecciones tampoco es una opción más que por
fracaso, porque todo quedaría parecido, pero con más desgaste y descrédito.
Sólo Pedro Sánchez puede formar gobierno y sólo su incompetencia o la de
Podemos o la de los dos llevarían al desaguisado de la repetición de elecciones.
Pero ese es el panorama: que se haga bien o mal la única posibilidad que hay.
La transición se hizo con mucho miedo. Las personas que tenían entre
cuarenta y tantos y cincuenta y pocos, el núcleo que estructura el país, eran
niños cuando la Guerra Civil. Conocieron en vivo el miedo de sus padres.
Después atravesaron el hambre y el subdesarrollo. A finales de los sesenta
llegaron a la tranquilidad del piso pequeño y el seiscientos. Cuando llegó la
transición, el tejido humano profundo del país tenía algo que no quería perder,
porque ya sabía lo que era no tener ni comida, y tenía miedo ante la agitación
social y la amenaza militar, porque habían aprendido el miedo de niños. El
mensaje de Suárez, “por el cambio sin riesgos”, era la horma de la España
profunda. Hasta los ochenta, después del 23F y con el PSOE en el poder, el país
no notó que había cruzado la transición con el culo apretado. Cuando se
acercaban al poder los socialistas, Fraga y la derecha agitaron todos los
fantasmas: no podremos heredar el pequeño taller de nuestro padre, nos quitarán
los televisores (no es broma; recuerdo a Alfonso Guerra riendo y moviendo las
pupilas como un niño travieso declarando: “¿pero qué querrán que hagamos con
todos esos televisores?”). En aquella campaña le preguntaron a Carrillo si
realmente él creía que el Partido Comunista podía gobernar en España. La
pregunta apelaba a si los famosos poderes fácticos tolerarían tal cosa, pero
Carrillo, ignorando ese trasfondo, soltó una bocanada de humo y dijo con sorna
(retengamos estas palabras): “y si nos votan los españoles, ¿por qué no íbamos
a gobernar?”. Con los socialistas en el poder sin que pasara nada, con España
en Europa y con la movida desenfadada fue como si el país se quitara la faja y
respirara. Pero no perdimos la costumbre de temer los cambios y de aferrarnos a
lo malo conocido por lo que pueda pasar. Cuando ganó el PP en el 96, con una
mayoría demasiado escasa, todo el mundo dudó de que pudieran formar gobierno.
Se creía que era difícil el imprescindible apoyo de CiU por las cosas tan feas
que los peperos habían dicho de Pujol (Honorable de aquella). Pero creo que en
el fondo la gente no creía que pudiera haber otro presidente que Felipe
González, volvía esa orfandad y esa inseguridad si el Caudillo se iba. Martín Villa,
que lo sabía todo de cacicazgos, a buena parte, con buen olfato dijo, ante las
propias dudas de los suyos, que pasara lo que pasara el PP debía formar
gobierno y que los jubilados cobraran su pensión al menos un mes gobernando
ellos, para que vean que eso ocurre, que sin González las pensiones se cobran.
A eso nos habíamos acostumbrado, a tener cuidado, a no poner en riesgo lo poco
que tenemos y a que todo cambio, incluso el cambio más normal, sea un riesgo
para lo poco que tenemos.
Y en esas estamos o algunos quieren que estemos. Cuando Podemos se acerca
al poder se desbordan los cauces del debate político normal. España vuelve a
estar en peligro y otra vez hay que proteger a España de los españoles. No se
trata de las críticas que pueda merecer este partido, por sus políticas, sus
maneras o sus actos. Todo eso está dentro del bienvenido juego normal. Se trata
de la conjunción de tres factores que estamos viendo estos días y que ya vimos
hace unos meses cuando asustaban en las encuestas. La primera es la siembra de
esa fibra oscura de nuestra historia, ese miedo a lo que pueda pasar, ese
peligro que justificaría a saber qué medidas excepcionales. Aparecen
editoriales y personajes “independientes” que hablan desde fuera de las
disputas partidarias para alertar sobre los males del país. Felipe González viene
a decirnos que él en los ochenta no quitó los televisores a los españoles, pero
los de Podemos nos van a quitar el resuello. Quiere que PP y PSOE cuanto antes
cambien la ley electoral para dar estabilidad al país. Él no quiere una
estabilidad tan grande como la de Franco, pero tampoco quiere que tanta
soberanía popular porque crea desorden. Con que un cuarenta por ciento de la
voluntad popular llegue al Parlamento es suficiente. La idea es que aunque los
españoles voten otras cosas, la ley electoral haga que la representación
parlamentaria sea la misma y PP y PSOE sigan copando el ochenta por ciento de
los asientos. Hasta Francisco Camps se anima a escribir sobre cambios
electorales y regeneración.
El segundo factor es una manipulación informativa de los medios
especialmente zafia. Es cierto que la que hubo hace unos meses fue más general
y coordinada (queda para el recuerdo que una irregularidad de Monedero que se
arregla con una declaración complementaria fuera equiparada al desfalco de las
Cajas o a Gürtel). Pero estamos oyendo estos días en medios punteros (aunque
esta vez no todos) delirantes historias de viajes a Venezuela, que se presentan
como “secretos” cuando en realidad eran simplemente desconocidos por
irrelevantes, y hasta conexiones misteriosas con Irán. Y el tercer factor es la
implicación activa del Gobierno, que utiliza el aparato del Estado en la
intoxicación contra Podemos. Ahora le tocó al ultracatólico señor San Jorge
Fernández, que está dejando el octavo mandamiento hecho unos zorros y de paso
también la dignidad del Ministerio del Interior.
No se trata ahora de si la participación de Podemos en el Gobierno sería
buena o mala. Tengo mi opinión sobre el asunto, pero no es el punto que
pretendo tocar. La composición del Parlamento hace que no haya más gobierno
posible que el que encabecen PSOE y Podemos. La pregunta de Carrillo vuelve a
ser la pregunta sobre la realidad de nuestra democracia: y si los votaron los
españoles, ¿por qué no van a gobernar? No sé si las cosas pueden mejorar o
empeorar porque Podemos ocupe parte del poder. Pero la agitatación de estos
días me tiene convencido de que es bueno para nuestra democracia que al menos
un mes todo el mundo cobre su sueldo y su pensión con Podemos en el Gobierno. Y
que todo el mundo vea que no pasa nada.
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