El TTIP es un murmullo sordo que no logra entrar en la política española y
europea, como no consigue nuestra atención alguien nos tira de la chaqueta con
insistencia para decirnos algo y lo ignoramos porque no queremos distraernos
del grupo. La reciente filtración de Greenpeace nos recuerda que debería tener
nuestra atención no sólo si lo que dice el TTIP es bueno, sino si puede ser
bueno cualquier tratado de este tipo diga lo que diga. Es ociosa la cuestión de
si todo lo que hacen los dictadores es necesariamente malo o si a veces hacen
alguna cosa buena. Es ociosa la cuestión por irrelevante: nunca es aceptable
que se haga nada desde una dictadura. De la misma manera, deberíamos pensar si hay
tratado trasatlántico de comercio e inversión que nos pueda servir, cualquiera
que sea su contenido.
El dinero y los negocios se van pareciendo a esas pandillas de despedidas
de solteros que entran en los locales imponiendo su juerga y sus reglas, dando
por hecho que las normas del local o las de sus clientes no son de aplicación
por donde ellos pasan. Con aquel intento de Eurovegas, el señor Sheldon Adelson
nos mostró, a modo de aperitivo, de qué va eso de los tratados trasatlánticos. A
Adelson le estorbaban las leyes de este pequeño local nacional nuestro. Demasiados
derechos, demasiada preocupación por la salud, demasiados miramientos por el
origen del dinero. Demasiado engorro. Le parecía evidente que su negocio tenía
prioridad sobre las leyes del país.
El TTIP, cualquier TTIP, es la expresión extrema de todo lo que hay de
amenazante en la globalización. La democracia se basa en un juego cruzado de
responsabilidades que, en última instancia, descansa en el pueblo. En
democracia el tamaño sí importa, importa algo parecido al espacio e importan
los tiempos. Importa el espacio porque la democracia se debilita cuando el
espacio en el que se toman las decisiones de más alcance es mayor que el
espacio en el que se ejerce la soberanía. El pueblo español puede fortalecer o
hacer caer a un gobierno con su voto. En eso consiste la responsabilidad
característica de la democracia. Pero tiene un control muy débil de las
decisiones que se toman en la UE. En eso consiste el déficit democrático de la UE:
las instancias donde se deciden asuntos importantes son muy lejanas y hay
demasiada complejidad institucional entre el voto del ciudadano y ellas. La
relación entre lo que votamos y lo que sucede se parece a aquellos pasatiempos
en los que aparecía una palanca, una maraña de poleas, cables y engranajes y,
al final, un gancho que sujetaba un paquete y la pregunta era si subiría o
bajaría el paquete si dabas a la palanca hacia abajo. Podríamos ahora repetir
el pasatiempo intentando averiguar si tal voto hace subir o bajar la cuota
pesquera española o el tiempo de cotización para tener una pensión. La ceguera
es recíproca. Los que toman las decisiones no ven a la gente ni el hilo que
media entre su voto y su gestión, de tan enredado que está en el aparataje
intermedio. Vista la gente a suficiente distancia, Harry Lime, el personaje de El tercer hombre, le preguntaba a su
amigo si realmente sentía compasión si alguno de aquellos puntitos que se
movían por la acera dejara de moverse. El armazón democrático de Europa está
mal diseñado y seguro que en los últimos tiempos muchos estamos echando de
menos que nuestra opinión pueda fortalecer o defenestrar determinadas
políticas.
La cuestión es que si el ámbito espacial en el que se toman las decisiones
ni siquiera es un ámbito político, sino que es un ámbito de negocio y relación
comercial, no hay forma de que haya un control democrático de los sucesos. Como
todo estaría subordinado al tipo de relación económica que se haya determinado,
lo que se vota en las elecciones sería sólo la calderilla residual que los gobiernos
puedan controlar.
Y, como decíamos, también importan los tiempos, tanto en lo que se refiere
a la extensión como a los ritmos. Aunque se sometiera a un referéndum la
aceptación o no del TTIP, de cualquier TTIP, las consecuencias serían para
muchas décadas y el acto puntual en el tiempo de un referéndum no sanciona
eficazmente consecuencias tan extensas y tan poco visibles en el momento de la
votación. El voto siempre tiene una carga emocional y las emociones siempre son
de radio corto en el tiempo. Es inimaginable que en las elecciones de junio
afecte en lo más mínimo la posición de cada partido sobre el TTIP, a pesar de
que la gente pueda comprender racionalmente su importancia. Los ritmos
económicos y los políticos hace tiempo que están desacompasados. Como señala
Martín Caparrós, en la bolsa de Chicago una cosecha de soja puede cambiar de
dueños y precios muchas veces antes siquiera de haber sido plantada y sin que
hayan intervenido agentes que sepan nada de soja ni de cultivos. En algún sitio
habrá granjeros que no entiendan qué derrumbó los precios de sus cultivos y en otros
sitios habrá gente que no sepa por qué ya no pueden pagar lo que necesitan para
comer. El dinero y las operaciones financieras son muy rápidas y ni se
relacionan con legislaturas o lapsos políticos de ningún tipo, ni con espacio
alguno de soberanía. El condicionar aspectos esenciales de las leyes de los
países soberanos por tratados de la envergadura del TTIP es siempre una forma
de absolutismo, porque no hay posibilidad de control democrático de las
consecuencias legislativas. Reconocer defectos al TTIP e imaginar otro tratado
“bueno” que abra oportunidades es tan ocioso como imaginar cómo podría ser
buena una dictadura. No hay forma aceptable de hacer un TTIP.
Decía que este tipo de tratados era la versión más amenazante de la
globalización. La globalización de la que hablan las multinacionales es la
intemperie. Hablan de derribar barreras cuando lo que se derriban son las casas
que nos guarecen. La imagen más pura de esa globalización sería la de una
ciudad después de un terremoto, sin barreras entre las familias, todos en el
espacio global bien juntos, todos a la intemperie. Los espacios de soberanía no
son esos diques hostiles que nos separan, sino esos espacios que nos protegen
porque en ellos podemos decidir cómo tratar a los enfermos o a los parados y
qué garantías de convivencia y protección darnos. Las relaciones entre los
estados han de ser como las que se dan espontáneamente entre las personas: justo
hasta donde conviene y se quiere.
El TTIP nos está recordando también la endogamia de nuestros
representantes. Hasta ahora su posición sobre el tratado y su complicidad con
la opacidad del proceso no está marcada por la reflexión ni por planteamientos
políticos. Está marcada por el hueco que quieren ocupar en el sistema, el nicho
en el que se pueden dedicar a ser europarlamentarios o lo que sea. El PP lo
abrazará con entusiasmo sin leerlo y el PSOE se dedicará a no ser sospechoso de
salirse del sistema y seguirá en su línea de poli bueno del sistema haciendo
como que pone reparos. Saben que no tiene incidencia electoral y que sólo está
en juego su ecosistema personal.
Quién sabe si este TTIP es el inicio de la oscuridad o una vacuna del tipo
del 23F. Era casi inevitable que hubiera alguna intentona golpista y fue una
suerte que fuera tan chapucera y acabase siendo eso, una vacuna que impidiera
un golpe mejor preparado. El secretismo del TTIP es tan grotesco y es tan
cristalina sin embargo la evidencia de que las multinacionales sí están al día
y están poniendo y quitando párrafos, que quizá consigan agudizar un escrutinio
desconfiado y hostil del público que mueva a los gobiernos a para este
monstruo. Y a lo mejor acaba siendo una vacuna para parar por un tiempo a todos
estos Sheldon Adelson y mandarlos con sus chinflos de despedida de soltero a
globalizar a su casa.
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