“En este contraste que hay
entre totalidad y suma reside la trágica tensión que hay en toda evolución ...
Esto ... significa a su vez empobrecimiento, pérdida de posibilidades que aún
están al alcance del estado indeterminado ... en lenguaje aristotélico, toda
evolución, al desplegar alguna potencialidad, aniquila en capullo muchas otras
posibilidades”. (L. von Bertalanffy, Teoría
general de los sistemas).
El principal acierto de Stephane Hessel fue el título de su panfleto: ¡Indignaos!. Esa era una palabra a la
que uno podía aferrarse sin precauciones. El verbo “indignar” era una expresión
que no se había utilizado antes en ningún movimiento social, como “luchar”, y
por ello repetirla no implicaba retomar otras causas. Y además podíamos repetir
esa palabra sin cautelas. Puede que yo, como la mayoría, no crea merecer
palabras como “luchador” o “rebelde”. Pero la palabra “indignado” sí estoy
seguro de que me cubre como un guante. El valor de una palabra no es sólo lo
que significa, sino el discurso que es capaz de abrir. Y Hessel acertó con el
término que era fácil repetir y que podía abrir un discurso.
La indignación que llevó a las acampadas de hace cinco años era un estado
confuso, en el sentido de que era indeterminado, susceptible de distintos
desarrollos o de ninguno. La indignación se nutría de una falta de perspectivas
que movilizaba a los jóvenes y conmovía a sus abuelos; de unos políticos percibidos
como una clase aparte que flotaba sobre la situación real como el aceite en el
agua, sin mezclarse ni entender; y de la sensación de que el sistema no
funcionaba o era ajeno. El estado de ánimo indignado puede desarrollarse en
movimientos fuertemente reaccionarios. El Tea
Party americano siembra con él hostilidad hacia el Gobierno y llama
Gobierno a todo lo que sea público. El mal que se denuncia en políticos
corruptos y holgazanes se extiende en su discurso hacia los impuestos, la
sanidad pública o cualquier servicio público, que siempre es una “intervención
gubernamental” en la vida civil. Un discurso parecido anima la actividad del
Frente Nacional francés, que azuza ese estado indignado indeterminado, hacia el
problema de la inmigración.
Pero la indignación indeterminada que acampó hace cinco años en España era
poco proclive a desarrollarse en agresiones al estado del bienestar. Las
acampadas y lo que rodeó el fenómeno fue ante todo un espasmo de complicidad,
un encuentro masivo de miradas que de repente se reconocieron y dejaron de
sentirse solas. La percepción era que se había degradado el sistema general,
que las arterias de la democracia se habían llenado de colesterol, que había
que limpiar y devolver a la gente algo que se le había quitado. Pero
exactamente eso: que había que limpiar para que la democracia fluyera, no que
hubiera que ir a sistemas más autoritarios. Oí en un acto público a Nacho Vegas
decir que el 15 M había sido un cortafuegos que había impedido una extrema
derecha en España. La observación fue inteligente, a pesar de ser paradójica.
Un movimiento que la derecha quiso denostar como de desorden extremista de
izquierda se apunta como la barrera que impidió algún Le Pen de esos que tanto
añora Javier Tebas. Como dije, el estado de indignación que induce el abandono
político y el alejamiento de los partidos del pulso de la gente es un estado
indeterminado que puede coger la forma del recipiente que lo haga resonar. El
que se canalizase hacia pretensiones habituales de la izquierda (revertir la
privatización sanitaria y consiguiente desatención, fortalecer la educación y
servicios públicos) y otras menos habituales, pero reconocibles (devolver a la
gente el poder que se acumuló de manera viciosa en los aparatos de los
partidos, en vez de en las instituciones del Estado) puso la indignación y la
movilización correspondiente del lado del regeneracionismo político, y de esta
forma no se canalizó hacia la desconfianza en la democracia y hacia actitudes
reaccionarias. El comentario de Vegas era paradójico, pero muy perspicaz.
Sólo una pequeña parte de los políticos reaccionaron con hostilidad abierta
a aquella amalgama de jóvenes con sus abuelos, de parados y gente bien situada,
todos ellos indignados por el deterioro del país. La mayoría reaccionaron con
condescendencia y otra pequeña parte, IU, con apoyo abierto. Las aguas de
Podemos rodearon rápidamente a todos los partidos antes de que se dieran cuenta
y reaccionaran a una descalificación tan masivamente sentida. Podemos no es la
forma política del 15 M. Si las acampadas fueron un tono, Podemos es una resonancia,
una de las posibles. Algunos ven en el actual Podemos algo muy alejado de la
inocencia de aquellas miradas que se encontraron y se reconocieron. Lo decía
Bertalanffy: no hay desarrollo que no sea a costa de otros desarrollos
posibles, no hay desarrollo que no mate algunas cosas que eran posibles en el
estado indeterminado. Un niño pequeño puede aprender a hablar en cualquier
idioma. Cuando lo hace en uno, pierde la capacidad de hacerlo en los otros. El
desarrollo siempre define y siempre elimina. La resonancia política del 15 M
fue determinada las circunstancias y la acción de sus dirigentes. Podemos fue
un cauce que dio forma a esa indignación original informe y que canalizó ese
estado de ánimo que al principio de esta legislatura se desbocaba rodeando el
Congreso, invadiendo supermercados y manifestándose con contundencia en la
calle.
Pero el deterioro sigue. No es que el partido del Gobierno siga
complaciéndose de su política económica viendo disparatado el paro y viendo la
deuda crecer sin control, es decir, viendo un país literalmente arruinado. Ni
es sólo que el partido del Gobierno pretenda seguir justificando sus recortes
viéndose como se ve su ineficacia para contener esa deuda. Es que es Europa y
el FMI quien transmite, de manera cada vez menos velada, que no se trata de que
estas cosas tengan que funcionar: es que las cosas ahora son así y se acabó y
no podemos decidir sobre ellas. Aquella indignación que hizo a tantos exigir,
sin más, democracia sigue necesitando resonar en estos días. Y no estaría de
más que resonara en más partidos que en Podemos.
Pero los partidos clásicos siguen poniendo, como domadores, una silla entre
las resonancias del 15 M y ellos. El PSOE, el más afectado de todos, se está
dedicando a repetirse todo lo que lo diferencia del PP en servicios públicos,
protección e igualdad. Sigue alimentando el convencimiento de que la diferencia
suya con el PP le da legitimidad natural y permanente y hace equivocados o
demagógicos los planteamientos que vengan desde su izquierda. El problema del
PSOE no está en sus ideas, sino en lo fácilmente que las abandona y en que él
mismo consideraría radical la insistencia en algunas de las cosas que
supuestamente defiende. ¿Consideraría templado un partido laico como el PSOE
eliminar completamente la religión de la enseñanza pública, por ejemplo? Aún no
dio ningún paso para desparasitar las instituciones del control partidario ni
para que los gestores se deban más a sus administrados que a la lealtad al
aparato interno de los partidos. Sigue sin dar señales claras de repeler a sus
corruptos y las malas prácticas. Se limita a juntar con las manos tal y cual
aspecto del pasado para convencerse de que ya está, de que ya es un partido
regenerado y regeneracionista sin hacer nada más que seguir igual. El PP, por
su parte, lleva ya su propia miseria moral como se lleva un chaparrón cuando ya
se está empapado. Apartarlo del poder se parece cada vez más a una
desinfección.
Cada uno puede hacer el balance que quiera, pero nadie debería engañarse.
En estos días nos acordamos de las acampadas que cumplen cinco años
sencillamente porque las cosas van muy mal.
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