Se hacen enojosas las expresiones medio cultas que de golpe se ponen de
moda y se repiten para dar apariencia de altura a los discursos, como la del
«relato». Desde el 1 de octubre se viene repitiendo que los independentistas
ganaron la batalla del «relato». Quizá en la siguiente palada de palabras que
la RAE meta en el diccionario incorporen esta acepción metafórica. Lo enojoso
de estas palabras es que es difícil evitar sumarse al desparrame de su
repetición, con el precio de tener que recordar lo que quieren decir para no
sumarse a su vaciedad. El relato, políticamente hablando, es una narración
coherente de los hechos públicos y de la conducta propia en ellos basada en principios
que trasciendan una cosa y la otra. Es decir, el relato es una explicación de
lo que ocurrió y de lo que nosotros anduvimos haciendo y diciendo. El relato es
como el currículum vitae. No andamos cada día por ahí recitándolo (salvo algún
que otro plasta), pero hay que tenerlo siempre listo. Ni puedes llegar a una
oferta de trabajo con el currículum a medio hacer, ni te pueden pillar unas
elecciones en Cataluña convocadas desde el trono del 155 sin tu relato en
regla.
El relato es como los cuchillos y las banderas. Es necesario pero puede
cortar. La mejor manera de mentir con desvergüenza es poder ahogar un hecho
cualquiera en un relato que lo disuelva como una pequeñez. La coherencia da más
verosimilitud que los hechos. Sólo así se puede decir que la expresión M. Rajoy
en un papel que habla de dinero robado no es lo que parece. Los relatos en
Cataluña incluyeron frases enigmáticas. ¿Qué es eso de mayoría silenciosa? ¿Y
qué significa que la gente es más importante que la ley? Supongo que poniendo
las palabras «mayoría» y «gente» unos y otros querían dar sabor democrático a
su desvarío.
Rajoy tiene un relato complicado. Empezó con dejadez, dejando que el asunto
catalán se pudriera. Después metió en los juzgados todo lo que pasaba. El 1 de octubre
convirtió a Puigdemont en un político internacional con aquella actuación
policial desmedida e innecesaria. Lo del 155 fue siempre discutible, pese al
desenfreno patriotero desnortado de los independentistas. Pero lo divertido del
155 no fue que su aplicación. Lo gracioso fue que creyeron que era la solución
final y que de golpe todas las Españas eran suyas. Los peperos empezaron a
vender banderas nacionales por todas partes henchidos de orgullo patrio.
Mequetrefes del tres al cuarto se pavoneaban por los pasillos de las
instituciones manchegas o navarras diciendo que están en la mira del 155, que
tenían amigos muy arriba. Pobres. Qué dirán esos politicastros de baratillo
cuando mañana se rían de ellos. Porque ahora los amigotes del Gobierno se quedaron
sin cartuchos. ¿Qué van a hacer ahora con la siguiente bravata de Puigdemont?
¿Le van a aplicar otra vez el 155 y gobernar con la legitimidad de sus cuatro
diputados? ¿O va a convocar otra vez elecciones? Rebosaban tanta victoria con
el 155 que el PP puso al frente a su garganta más profunda y vozarrón más
cavernario, al que limpiaba Badalona, al grito de «a por ellos». España rota
por Cataluña, Cataluña rota por dentro, España en evidencia ante el mundo y el
PP barrido de Cataluña como un despojo. A ver qué relato construyen con estos
materiales.
Puigdemont está feliz de la única manera en que ahora se puede estar feliz
en la política catalana: por un día y por las calamidades del contrario. Su
relato de perseguido político por los restos franquistas del estado opresor
español siempre fue fácil. Con un partido en el Gobierno nacido del franquismo
y que no renegó de él, era lógico que no llegara del Gobierno central un
discurso nacional y antifranquista más robusto. Puigdemont no tiene que variar
su relato, ni ante Europa, ni ante España, ni ante sus mal avenidos socios
independentistas. Estará ensayando un «ja soc aquí» de resonancias históricas.
PSOE y Comunes arrastran los vicios de la izquierda con la cuestión
nacionalista y a ellos les añade cada uno otros de su cosecha. La izquierda
española no es nacionalista, ni falta que hace. La palabra nación y derivados
circula en sus discursos como un grupo en la papilla, de esos que hacen toser. Hay
dos cosas que no consigo entender. Una es por qué no especifican de una vez lo
que es un estado federal, lo proponen y proponen los cambios constitucionales
que se requieran, sin hacer caso de las demagogias caciquiles que les lleguen
de la derecha y del socialismo rociero. Y la otra es por qué creen que una idea
descentralizada del Estado y un respeto a los nacionalismos les obliga a
incluir en su ideario alguna viruta de nacionalismo. Una cosa es respetar a los
católicos y otra sentirse obligado a ser un poco católico. El nacionalismo,
como la religión, es una fe de algunos, con más oscuros que claros en su
historia, que la izquierda no tiene que asimilar ni en todo ni en parte. A
partir de la mala digestión de conceptos de fe ajenos, los discursos no se
hacen moderados ni equidistantes. Se hacen erráticos y confusos. Y la gente,
como Bacon, tiende a preferir el error a la confusión.
Esto enlaza con la pretendida moderación de los Comunes y Podemos. Para
tener relato, hay que tener un hilo reconocible y, en cada momento, fijar unas
prioridades de las que después se pueda responder. Capaldi decía que si la
puerta de un despacho está cerrada y se oyen gritos del interior hay un
conflicto de principios: el principio de socorrer al que está en peligro choca
con el principio de respetar las instalaciones y no andar rompiendo puertas.
Pero uno prevalece sobre el otro. En cada momento debemos fijar la prioridad de
los principios que son de aplicación y no pretender que en cada momento todos
nuestros principios sean reconocibles, como si en cada lance tuviéramos que
dejar claro que no somos del Madrid ni del Barça, como decía Errejón. Al final,
lo que nos hará reconocibles será la secuencia y su coherencia, el relato. No
se puede participar en un referéndum votando nulo, para después poder decir a
la vez que el referéndum es un derecho y que el referéndum no valió. La tibieza
sólo es indicio de racionalidad cuando es aparente y en realidad no es tibieza
sino una firmeza por encima de pulsiones coyunturales. Cuando la tibieza es
sólo tibieza, es falta de discurso. Y luego no hay relato posible.
El PSOE dijo que iba a pedir la reprobación de la Vicepresidenta por el
desaguisado del 1 de octubre. Luego, abrumados por la desmesura independentista
y por el qué dirán, retiran la iniciativa. Y ahora llega el momento del relato.
Ahora hubieran podido decir cómodamente que el asunto catalán se hizo
internacional el 1 de octubre y que, en nombre de España, ellos reprobaron a la
responsable de ejecutar aquel sinsentido. Y que a la vez apoyaron al Gobierno
en el 155. Y que quieren un Estado Federal. Eso da para un relato. Ese empacho
de sentido de estado que le da al PSOE cada poco lo deja tan sin relato como al
resto de la socialdemocracia europea.
C’s tiene un relato claro, pero que
le costará mantener. Vende unidad nacional y diálogo. A ver cómo conjuga esas
dos cosas en Cataluña ahora. De todas formas, su victoria es un síntoma de cómo
están las cosas. Triunfaron las posturas más excluyentes, los que sólo quieren
la república y los que de españolistas se pasan a más españolazos que nadie.
Y perdemos todos. Algunas cifras van saliendo. Resulta que el gasto social
en los países intervenidos por la troika, Grecia y Portugal, es porcentualmente
mayor que en España. Resulta que España se salvó del rescate, porque nuestros
gobernantes fueron más inmisericordes y más injustos. La desgracia es que el
enredo catalán no nos deja centrar la atención en lo que está pasando de
verdad.