La sal refuerza los sabores de las cosas y su contraste. Una vez te
acostumbras, comer sin ella se parece a comer con una pinza en la nariz. Nada
sabe a nada. Es cuestión de umbrales. Si estiras una prenda no volverá a su
forma anterior. Si tus papilas se acostumbran a la sal, dan de sí y no
encontrarán sabores vivos cuando se la quites. Algo parecido pasa a veces con
nuestro razonamiento y creo que es de lo que se dolía estos días Bernard-Henry
Lévy. Sin nuestra ración de indignación, las neuronas encargadas de la
actualidad, estiradas y deformadas de tanto procesar mediocridad y podredumbre,
no dan forma al pensamiento. «¡Ah, la maliciosa excitación con la que acechamos
cada nueva infamia de nuestros políticos electos y candidatos!», dice el
ensayista francés. Igual que llevamos la lengua a la parte inflamada de la
encía una y otra vez recreándonos en el daño, así parece que buscamos «la nueva
infamia de nuestros políticos» para recrearnos en nuestra indignación. En el
razonamiento, en vez de chispazos neuronales, parece que se mueven piedras
puntiagudas dentro de la cabeza. En cierta ocasión un amigo me pidió que
hiciera yo la cuenta de unas consumiciones. «Ya sabes que yo al pensar hago
mucho ruido», decía. Y realmente algo de hormigonera tienen nuestros cerebros
al echar un ojo a la actualidad.
Claro que no es culpa nuestra. Nuestra
mente tuvo que procesar demasiada basura y ahora, dada de sí, necesita
estridencias para funcionar con alguna claridad. Cuestión de umbrales. El
problema es que la destemplanza es un estilo como cualquier otro de ver y vivir
ciertos problemas, pero hay otros que reclaman sosiego y conducta de ciclo
largo para no desenfocar lo fundamental. Los problemas de seguridad y, en el
límite los de terrorismo, son de este tipo. La seguridad es como esos
termómetros públicos que hay por las calles. Cuando uno repara en ellos, es que
algo desagradable está pasando, por calor o por frío. Y cuando algo pasa con la
seguridad, por calor o por frío, acuden pulsiones emocionales negativas (ira y
miedo, sobre todo) que reclaman actuaciones al vuelo. Si el terrorismo nos
sobrecoge y no se prohíben cosas o se bombardea algo, parece que van ganando.
Esta semana tuvimos doble ración. Por un lado, en el Parlamento se discute la
ley mordaza. Por otro lado, en Londres se repitió un acto de locura ya conocido
de otras veces.
A la seguridad tiende a pasarle
como a los símbolos nacionales y hasta el nombre de la patria. Cuando se
sobreactúan no es para protegernos de algún peligro exterior, sino para ajustar
cuentas en el interior. Rara vez se repite o se vocifera el nombre de España o
se ondea con ostentación su bandera que no sea contra españoles. La ley mordaza
se hizo al hilo de las llamativas protestas de principios de legislatura contra
las medidas de Rajoy. Convirtió en delito cada forma de protesta y legalizó
cada desmán policial. No buscó la seguridad de la gente, sino la comodidad y
hasta la impunidad del gobierno. La ley antiyihadista no nos protege del
terrorismo. La obviedad de que la vigilancia policial debe extenderse a las
redes no reclamaba una nueva ley. Y la nueva ley sólo está persiguiendo
tuiteros graciosos o sin gracia, titiriteros irrelevantes y chascarrillos de
poca monta. Es un ajuste de cuentas interno e ideológico.
El miedo y la ira por el crimen
reclaman más seguridad, porque parece que el aumento en la seguridad no cambia
lo esencial del tipo de sociedad. Pero con una seguridad sobredimensionada, una
sociedad se parece a la que fue tanto como los girasoles de Van Gogh a cuadros
de floripondios insustanciales, un drama de Shakespeare a un culebrón de
sobremesa o la música barroca a la música de ambiente en el baño de un
restaurante. El exceso de seguridad siempre borra los grises entre el poder y
la ciudadanía de a pie, diluyendo esos espacios de participación, iniciativa o
protesta con los que intervienen en los asuntos públicos quienes no están en el
poder y aplazando cualquier disconformidad por la urgencia de algún riesgo
inminente. La seguridad hipertrofiada reclama conductas individuales y
colectivas previsibles y fácilmente identificables, estructuras que sean
repetición de cosas claras y ordenadas, familias de hombre y mujer con dos
hijos, sin mezcolanzas raras, gente de aspecto familiar que no inquiete. Por
eso decía que una sociedad presa de una seguridad desmedida se parece tanto a
la que fue como el arte auténtico a sus degeneraciones kitsch. Porque en eso consiste lo kitsch, en copias de mal gusto basadas en la repetición de lo más
obvio, seguro y simplón de lo que se pretende reproducir. La sociedad
obsesionada por la seguridad no quiere contrapesos al poder, discusiones
acaloradas, disidencias ni diferencias. Son una copia kitsch de las sociedades libres, como en tiempos los domingos por
la tarde eran una versión degradada del ocio. Las sociedades que sacan de
quicio los riesgos e hipertrofian la seguridad incuban intolerancia, xenofobia
y demás ramplonerías extremistas porque camuflan esos impulsos en una aparente
precaución justificada o en un aparente amor por lo que se quiere proteger
(como el cargante personaje de Mary Donovan en El puente de los espías).
Por eso los adoradores de la
seguridad magnifican los peligros y reclaman una «unidad» que nunca va a
acompañada de cesiones propias y siempre es una especie de examen o ajuste de
cuentas hacia dentro. Esperanza Aguirre hizo groseramente evidente la nostalgia
de ETA que tienen los más autoritarios, que echan de menos una palanca de ira y
miedo con la que impulsar sus ajustes de cuentas (y pasar revista de
españolidad y limpieza de crimen a Carmena, Pablo Iglesias, Zapatero o quien
haga falta) y su sociedad kitsch de
orden sin claroscuros ni sorpresas. Son de lamentar todos los análisis que
buscan ver una guerra en curso en cada algarada terrorista y que identifican a
grupos humanos como la avanzadilla bárbara que anuncia la caída de Roma. La
historia nos enseña eso o lo contrario, según qué queramos buscar en ella. Lo
malo del paso del tiempo es que la historia cada vez es más larga y tiene más
cosas, con lo que cada vez cada cual puede buscar el precedente que le apetezca
para justificar su análisis (siento estar pensando en Pérez Reverte, porque no
creo que su intención sea alarmista y xenófoba, pero a esos afanes se suman los
efectos reales).
Vivimos en un mundo con infamias
y guerras. El terrorismo es apenas la salpicadura de violencia que nos alcanza
de toda esa ignominia. Es una estupidez poner sordina al dolor y repulsa de
atentados como el de Londres o París por la violencia, más continuada y mortal,
que se padece en otras partes del mundo. A veces la misma cantidad de infamia
cabe en cosas de distinto tamaño. Sabemos que los números pares son la mitad de
todos los números enteros, pero sabemos también que son infinitos, porque el
tamaño del conjunto mayor no quita su infinitud al conjunto menor. La crueldad
extrema de guerras en África y la maldad insuperable de las hambrunas no
empequeñecen ni el dolor ni la vileza de estas salpicaduras terroristas que nos
llegan. Dicho esto, debe entenderse lo siguiente: una sociedad con un problema
evidente de terrorismo sigue siendo básicamente una sociedad en paz. La gente de
vida sedentaria que hace una hora de gimnasia al día, por la intensidad de esa
hora, muchas veces pierde la perspectiva de que una vida sedentaria con una
hora de ejercicio sigue siendo una vida sedentaria y tiene que moderar la
comida. Así la intensidad de la perversidad terrorista muchas veces nos distrae
de que una sociedad con ese problema sigue siendo una sociedad en paz. No debe
entonces magnificar histéricamente el problema, sacar de quicio la seguridad y
hacerse una versión kitsch de sí
misma. Quiten ya esa ley mordaza que nos insulta y dejen de pasar lista de
quién firma ese pacto antiyihadista que sólo persigue titiriteros. En esto no
debemos pensar devorando infamias y rumiando indignación y debemos buscar
siempre la versión original de una sociedad libre.