No se sabe si fue el juez Castro, las magistradas que dictaron sentencia,
el presunto fiscal Horras o una conjunción de los astros, pero en el caso Nóos alguien
juega fatal a las siete y media. En este juego de cartas hay que aproximarse al
valor de siete y media. El que pasa de esa cantidad pierde. El que se queda
demasiado por debajo será rebasado por rivales que se acerquen más al valor de
referencia. Es el juego de quedarse corto o pasarse. Y en el caso de la Infanta
y el sedicente Duque empalmado se pasaron y se quedaron cortos. Para las
personas cabales sólo había dos desenlaces satisfactorios. Hubiera sido
satisfactorio que la instrucción y la sentencia nos hubieran convencido de que
la pareja es inocente, sencillamente porque no es un plato de buen gusto confirmar
que la Jefatura del Estado es terreno fértil para el delito. Pero la sentencia
se pasó de siete y media. Eludible o no, que sean seis o doce, que haya años de
cárcel para el Duque hace que expresiones tan feas como estafa, fraude,
malversación o similares queden sentadas como descriptivas del cotarro
monárquico; porque en nombre del Rey se estafó, se defraudó y se malversó. El
otro desenlace satisfactorio hubiera sido el de una condena enérgica y
ejemplar. Como digo, no es agradable que anide el delito en la Jefatura del
Estado, pero es tranquilizador que la ley y el estado de derecho sean robustos
y una condena tan delicada acreditaría esa robustez y la certeza de la igualdad
ante la ley. Y aquí la sentencia quedó muy por debajo de siete y media. El
grueso de la defensa de la Infanta fue «no sé» y «no me consta». Poco
testimonio es ese para quien, por su representación, habla al juez, pero también
al pueblo. «No sé» y «no me consta» no llega a ser mínimamente respetuoso con
la nación y la libertad sin fianza de Urdangarín aleja el asunto mucho más de
las siete y media y del sentido común. Sólo el codicioso Miquel Roca está que
no se lo cree, en éxtasis y más empalmado que un duque.
«No soy consciente de tener ninguna cuenta secreta. No soy consciente de
haber defraudado a Hacienda.» «No dispongo de esos documentos.» «No recuerdo en
absoluto.» «No tengo ninguna noticia.» Esta fue en 1994 la defensa de Mariano
Rubio, el Gobernador del Banco de España que trapicheó con cuentas opacas en
Suiza para defraudar a Hacienda. A la gente le causó semejante discurso el
mismo estupor que cuando dice la Infanta que no sabe nada, pero a mediados de
los noventa, al menos para la gente con sangre roja, esa defensa no valía y
aquel príncipe de la beautiful people acabó en Alcalá Meco. Mucho avanzó la
corrupción y mucho retrocedió el derecho desde entonces. La Infanta tiene un
estatus remunerado en el aparato del Estado debido sólo a su apellido, como
todo en la Monarquía. Pero al menos el Rey tiene atribuidas funciones de
Estado, aunque sólo sea firmar las leyes. El papel de una Infanta consiste
literalmente en ser vos quien sois y en estar ahí. La defensa se basó en
asegurar que la vida de la Infanta es literalmente esa, ser quien es y estar
ahí, que no sabe y que no le consta nada, que es como un geranio en la
Zarzuela, para quien quiera ver en ella algún valor ornamental, o una parásita sin
impurezas, para quien no le conceda tal valor. Y el aparato, esa morralla de
políticos, banqueros, empresarios e informadores que forman el llamado
establishment, pretende que la nación asuma que un jugador de balonmano que se
casa con el geranio apareció por la Zarzuela, crujió los nudillos y empezó a
robar a dos manos y que todo se le ocurrió a él solito porque allí nadie hacía
esas cosas. Pero la realidad es que lo que tenga de parasitario la Infanta no
la hace parecer lela e inocente. Y las malversaciones del Duque parecen sólo
salpicaduras de un pozo negro mucho más caudaloso.
El incidente de la Infanta que no sabía y el Duque que se empalmaba de
verse servidor del pueblo porque se servía del pueblo sin límites, como aquel Big
Boy de Dick Tracy, pone de manera irritante en primer plano la corrupción y la
Monarquía, ambos con dimensiones ya de problema de Estado. Algunos analistas
dicen que llevamos el catastrofismo en las venas, que en España funcionan bien
las cosas básicas y que la corrupción, por ejemplo, no tiene dimensiones
mayores que en otros países. Puede que haya algo de eso. Pero hay una regla que
funciona siempre. Cuanto más rigor se nos aplique más rigor exigimos. Podemos
gruñir si el árbitro pasa por algo un penalti a nuestro favor. Pero si nos
acababan de pitar uno en contra, no gruñimos, nos indignamos y apretamos los
puños mirando al cielo. Y la regla tiene un envés. Cuanto más rigor apliques
más rigor te exigirán, por razones obvias. En España, y no en todos los países,
se nos aplicaron medidas extremas y rápidas. Como al son de unas campanadas
negras, se nos cayó buena parte del salario, se perdieron empleos y hasta
hogares, se pusieron en cuestión los servicios públicos y una generación se quedó
sin sitio. Por eso la corrupción que no cesa y la complicidad de los dos
partidos principales en mantener canonjías e impunidad para los inmorales se
hicieron insoportables, probablemente en parte por ese estado emocional de
exigencia de rigor cuando el rigor que se nos aplica en algunos casos llegó a
ser rigor mortis. Y los excesos de la
Casa Real están haciendo visibles los entramados políticos, judiciales y
empresariales que nutren y protegen a estas bandas y también su papel en la
sociedad española.
La Monarquía en sí misma tiene un sustento racional muy débil: por más
valor simbólico que se le quiera dar, rechina con la inteligencia y la historia
que el Jefe del Estado lo sea por linaje y no por sufragio. En España tiene
además la debilidad añadida de que nunca se legitimó por votación que sea esa
la forma de Estado que queremos. La votación de la Constitución no sirve porque
diluía la Monarquía en la aceptación de la democracia. Pero a esas debilidades
se suma el comportamiento y actividades de Juan Carlos I. La rotura de cadera
de Botswana le produjo a la nación el espasmo nasal y cerebral que se produce
cuando nos pasamos con el wasabi o la mostaza. De repente, desapareció la
indolencia y pensamos con claridad en la conducta del monarca y su papel. Los
palmeros de la Monarquía dejaron de insistir en el papel benefactor del Rey con
nuestras empresas cuando el crujido de la cadera les hizo ver que lo que
llevaban años ponderando era la descripción literal de un traficante y un
comisionista. Tuvieron que aforarlo a toda prisa antes de que le lloviesen
denuncias y se pudiera investigar cuánto dinero tiene, dónde lo tiene y cómo lo
ganó. A estas alturas, aparte de saber ya que le estuvimos pagando sus puteríos
mayores y menores, sabemos que el entramado monárquico tiene un papel relevante
en esa corrupción que el rigor que padecemos nos hace sentir intolerable. Y
estamos viendo cómo los resortes del régimen se disparan con estridencia para
seguir encubriendo ese lodazal. Como digo, Urdangarín es sólo una salpicadura.
Él sólo pasaba por allí. Y a los españoles nos siguen tratando como decía
Ortega: como gente «mansurrona y lanar».
Se nos hizo percibir a la Monarquía como un manto protector, al Rey como
una figura que asegura que el país no se descompondrá, sea cual sea el barullo
que armemos. Se nos hizo sentir que sin Rey tendríamos un cierto tipo de orfandad
tendente al descontrol. Pero ese mismo mecanismo psicológico nos enajena
(«aliena») de nuestra nación. Puede que una Jefatura de Estado elegida nos
hiciera sentir más nuestro el país y nos diera la moral que nos falta. La
Monarquía hoy es como un roto en una bolsa que intentáramos llenar de agua. Por
él se nos va buena parte de nuestra energía y capacidad de regeneración. El
aparato que se ensucia para proteger el jardín de las delicias borbónico se
inutiliza por eso mismo para imponer ese rigor que nuestra moral exige. Una vez
más: Delenda est Monarchia.
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