España no está para pactos nacionales. Me decía una estudiante china que a
ella no le parece frío que su interlocutor la escuche en silencio a la espera
de su turno y, en cambio, le resulta infantil nuestra costumbre de escuchar
repitiendo «sí, sí, ya» cuando no hay nada racional a lo que decir sí o no.
Algo parecido ocurre cuando se reiteran principios que pueden ser vacíos de tan
obvios y ñoños de tan compartidos. Repetir que hay que pactar y llegar a
acuerdos puede ser cobardón y tan bobo como decir «sí, sí» cuando no hay nada
que afirmar o negar. El país no está para grandes acuerdos porque no se da
ninguna condición para llegar a buen puerto. Para empezar, no estamos de
acuerdo con el tamaño del país. Si hubiera una ley de educación aceptada por
PP, PSOE, C’s, Unidos Podemos y un par de fuerzas nacionalistas, yo tendría la
sensación de un gran pacto educativo. Pero seguramente el PP, C’s y casi todo
el PSOE consideran que un pacto entre ellos tres es ya un pacto nacional.
Piensan que los nacionalistas no cuentan porque no están comprometidos con España
y que Podemos es sólo un estado de ánimo pasajero, una especie de fallo en
Matrix. No tenemos en mente el mismo tamaño de país. Y hay otras dos evidencias.
El sectarismo de la derecha es creciente y el contrapunto del PSOE es confuso,
no porque sus ideas no sean claras, sino porque las considera todas negociables
y ya no se sabe qué piensa. Cualquier gran pacto nacional tiene muchas
posibilidades de ser una exclusión de una parte de la población y de ser un
blindaje de posiciones sectarias. Estos son más bien tiempos de confrontación
ideológica y política, por lo que la confrontación aporta de claridad. Toca
discutir, no sobarse.
Esta Semana Santa fue lastimosamente claro que la derecha no busca la
convivencia, sino la victoria. La Iglesia institucional en España siempre tuvo
lazos firmes con las fuerzas conservadoras y una continuidad evidente de
intereses con ellas. La religión es un mecanismo de adoctrinamiento conservador
más eficaz que la ideología política, porque contiene aspectos inatacables. Por
un lado, la fe religiosa en sí misma es un sentimiento que nadie duda en
respetar e incluso apreciar. Por otro, la práctica religiosa está disuelta en
tradiciones tan robustas con las Navidades y está asociada a los rituales presentes
en momentos clave de la vida, como el nacimiento, la formación de la familia y
la muerte. Por eso la práctica religiosa es inatacable. La labor combinada de
la jerarquía eclesiástica y sus socios conservadores hace, sin embargo, que la
religión en España venga siendo un caballo de Troya que lleva en su vientre
ideología e intereses espurios. El afán de asentarla en nuestra convivencia no
tiene que ver con la buena fe de los creyentes, sino con la morralla ideológica
con la que quieren que otras formas de pensar se perciban como una ruptura de
la normalidad. La sobredosis religiosa de esta Semana Santa la convirtió en una
regurgitación agria de otros tiempos o directamente en una payasada. Lo que
puso de luto la bandera a media asta de nuestro ejército fue la democracia y el
sentido común. No sólo llenaron los canales públicos de misas. Mientras se
juzgan delirantes delitos de odio religioso en juicios estúpidos, nos endilgan
en canales públicos las arengas del cavernario Reig Plà, cuyos ladridos
estarían mejor ambientados en un zoológico que en una iglesia.
Con ser esto lo más visible, no es lo más importante. Sabemos ahora que la
crisis fue época de bonanza para los dueños de la enseñanza concertada, y que mientras
el Estado recortaba un profesor por hora en la pública, gastaba cada vez más en
centros privados. Es decir, que la sucesión de gobiernos del PSOE que no se
atreven y de gobiernos del PP que sí se atreven está devolviendo la educación a
la Iglesia, con los dineros que pagamos todos (menos la propia Iglesia),
enmascarando el proceso en la libertad; la libertad que pregona el Opus Dei,
HazteOír, el Foro de la Familia y demás fundamentalistas. Esa libertad.
No hay ambiente de pacto. Ahora, decía, es momento de confrontación (no
necesariamente de conflicto). Es momento de que cada uno ponga encima de la mesa
lo que realmente quiere, así sea la república, enseñanza a cargo del Estado exclusivamente
pública, eliminación de pagos sanitarios o renta mínima garantizada. Nunca se
llega a ningún acuerdo si una de las partes cree que tiene territorio ya ganado.
Ahora se requiere un discurso sin concesiones de partida para aclarar ideas y
límites. Es momento de que la izquierda fije posiciones máximas y las defienda.
Desde ese ambiente se negociará en serio, cuando cada parte tema los máximos de
la otra parte. Pero el PSOE sigue considerando radical su propio ideario. Y
Podemos decidió fijar la atención en su autobús de denuncia. Y aquí es donde
parece que el país se mueve en una cinta de Moebius, esa especie de pulsera
retorcida en la que, recorriendo una cara sin salir de ella, acabas recorriendo
las dos; y en la que, si pones una flecha hacia la derecha, y la mueves sin
salir de la misma cara, cuando retorna al punto de partida está mirando hacia
la izquierda sin que nadie la haya cambiado.
El contenido del Tramabús, aunque admita refinamiento, es básicamente
aceptable: sí hay una oligarquía tóxica y no aparece nadie en el autobús que no
merezca condena o alguna forma de rechazo, por mucho que Juan Cruz declame a
Bertolt Brecht (qué pesada esa retórica de libertad para defender el pesebre de
González y Cebrián). Pero sabemos que una de las mañas del despotismo es la
distracción. Cuando se decide llamar la atención, hay que saber si se está
poniendo el dedo en la llaga o, aun teniendo razón, estamos distrayendo la mirada
pública de un frente de problemas más relevante. Por ejemplo, si pasa
inadvertida la entrega de la educación a la Iglesia mientras echamos pestes o
aplausos al Tramabús. Mi sensación inicial fue que Podemos, como circulando en
una cinta de Moebius, yendo de Vistalegre II hacia delante retornó a 2014. La
campaña me recordó esas series que alguien decide empezar de cero para enderecharlas.
Así Nolan reinició la saga de Batman con su Batman
begins, porque el estropicio no admitía arreglo. El Tramabús me pareció
como si la serie de programas en formato Ikea, clamor por la socialdemocracia y
vindicación de Zapatero no tuviera arreglo posible e hicieran Podemos begins para reiniciar el proceso.
Y me pareció que, aun con contenidos correctos, habían creado una distracción.
Y así quedaría la cosa, si no fuera porque el país sigue para adelante en su
propia cinta de Moebius, en la que sin dejar de avanzar aparecemos mirando
hacia atrás. Nos cayeron encima nuevos bochornos y nuevas pruebas del volumen de
la actividad criminal del PP y su saqueo del país. El Presidente tendrá que
declarar lo que sabe de la actuación mafiosa de una banda de la que él era el
número dos. Ignacio González es detenido y salen de Madrid ratas y cucarachas
donde quiera que se pique. La condesa Aguirre vuelve a avergonzar al país,
primero mezclando en la misma frase las palabras González, inocente y calvario.
Y luego derramando populistas lágrimas de cocodrilo con las que quiere hacerse
la infanta para seguir en la pomada. Llegó al poder untando a dos quinquis
(Tamayo y Sáez) y no hubo desvergüenza que no floreciera en su Gobierno. Flotó
en la basura porque siempre tuvo sobre otros fachas la ventaja de ser mala
persona y soltar lastre y lealtades sin miramientos. Y sabemos que el Fiscal Anticorrupción
es parte de la banda y el Ministro de Justicia un allegado. Así que, yendo
hacia delante en la cinta de Moebius, aparecemos en el pasado y el Tramabús de
repente encaja con la actualidad en lugar de distraernos de ella.
No es momento de pactos. Es momento de definición y claridad y, por tanto,
de confrontación. ¿O alguien encuentra una coherencia lineal a todo este
pifostio?
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