Casandra recibió de Apolo el don, muy apetecible, de la profecía. Después,
y tras no cumplir ella su parte de convertirse en su amante, lo que recibió de
Apolo fue un nada apetecible escupitajo en la boca. Seguía siendo adivina
infalible, pero el apolíneo gargajo le había quitado la persuasión y tuvo que
vivir con la maldición de saberlo todo, pero no convencer nunca a nadie de la
verdad de sus vaticinios. Y así cayó Troya, pese a desgañitarse ella explicando
lo que iba a pasar. A lo mejor el mito es una advertencia a los profesores de
que sirve de poco la acumulación de conocimientos sin dosis adecuadas de
persuasión y capacidad de exposición. O puede que el mito sea el de ese punto
de soledad o quizá locura que trae consigo la sabiduría, que sitúa al
beneficiario donde los demás no pueden llegar a entender del todo. Lo cierto es
que otra Cassandra, esta con dos eses según parece, fue el centro de un suceso
tan cargado de advertencias como los augurios que la Casandra hija de Príamo se
desesperaba por hacer creíbles a los troyanos. Y no debería haber salivazos
divinos que nos distrajeran de esas advertencias.
Se habló mucho de libertad de expresión y no debería ser este un tema tan complicado.
Esa libertad quiere decir que no sea delito expresar lo que uno quiera. El que
revela una confidencia de otro a un tercero, porque este tercero es de su
confianza, es un mentecato, porque guardar un secreto es exactamente no
contarlo a la gente de tu confianza. Qué otra cosa iba a ser. De la misma
manera, la libertad de expresión no se refiere a la expresión civilizada de
cosas aceptables. Se refiere a que no sea delito decir lo que algunos o muchos
pueden considerar estúpido, insultante o incivil. Qué otra cosa puede ser. La
libertad de expresión consiste en la negación del derecho a no ser importunado,
disgustado o abiertamente ofendido por lo que pueda decir un imbécil. En una
democracia es legal ser idiota o ser incómodo. Y eso tampoco quiere decir que
se tenga que permitir cualquier cosa en cualquier momento o lugar. No tiene por
qué ser delito que alguien se desnude a la vista de otros, pero se puede
impedir que una persona se desnude a la puerta de un colegio o en un funeral.
El autobús de Hazteoír me pareció la infamia de unos tarados, pero no veo
delito ni motivo para llevarlos al juzgado. Y a la vez, y no es lo mismo, veo
lógico que, de grado o a la fuerza, se les impida dejar su baba mórbida a la
puerta de los colegios. Claro que hay límites y se entiende la dificultad de
principio, pero no la de la actuación. La actuación es muy simple: en caso de
duda, permitir. Mientras los teóricos terminan de iluminar conceptualmente
todos los supuestos, que sea legal todo lo dudoso.
Así nos evitamos gansadas como la de Cassandra. El que cree en la libertad
de expresión tiene que aceptar la injusticia necia de esa condena. Y lo tiene
que aceptar sin peros. No sé si Cassandra es una buena persona o un mal bicho,
ni sé si es prudente o una aventada descerebrada. Y al que crea en la libertad
de expresión debe importarle un comino. Sobran tantos otros tuits de la misma persona divulgados y
tanta duda de si Cassandra es trigo limpio. Los derechos no se tienen por
merecerlos. Si hay que elegir entre que Cassandra rentabilice su notoriedad con
beneficios no merecidos o que los fachas que hicieron la ley mordaza consigan
su propósito de meter miedo a hablar a los demás, no debería haber ninguna
duda: que las dádivas a Cassandra sean pródigas hasta el empalago.
La intención y sesgo ideológico de la ley ya se notan viendo que Rafael
Hernando puede escupir sobre familiares de víctimas de Franco como un dios en
la boca de Casandra, mientras una asociación franquista puede llevar al juzgado
a Wyoming por decir en un chiste que el Valle de los Caídos es una mierda. Pero
lo entendemos mejor si recordamos que José María Izquierdo, esta vez en serio,
en la SER y con máxima audiencia, no dijo que el Valle de los Caídos fuera una
mierda, sino que era un insulto estético e ideológico y un delirio fascista. Y
terminó diciendo: «Hay quien propone volarlo. ¿Alguna idea mejor?» Desconozco
el grano fino de la trayectoria de este periodista, pero parece una persona
culta que habla con independencia y profesionalidad robusta. Por eso no
compensa zarandear a un personaje así, porque no hay camarilla asociada que se
amedrente. Wyoming sí tiene un perfil reconocible de progre, de manera que, zangoloteando
sus chistes por los juzgados, sí se presiona a gente de cierto tipo. Porque de
eso se trata, no del Valle de los Caídos. Se trata de cumplir el propósito con
el que se hizo la ley: zarandear a gente de cierto tipo.
Y no es la única advertencia de Cassandra. Son muy delicados todos los
delitos relacionados con ofensas a símbolos y credos, odios o presuntas
humillaciones. Los más fanáticos son siempre más proclives a sentirse
ofendidos. Los censores franquistas estaban en un sinvivir, con tanta gente
bailando o en traje de baño y con mujeres con pantalones. Los fanáticos sienten
odio en su nuca sólo con que los demás respiren. ¿No estamos oyendo hablar de
la dictadura feminista y LGBT? Por eso estas leyes tienden a poner la
convivencia en el nivel de los fanáticos. Y en España eso encima supone un
sesgo. En España no hay extrema izquierda, pero sí extrema derecha. Dejo esto
sin desarrollar («hoy no toca», diría Pujol en los tiempos en que era Muy
Honorable Señor).
Cassandra nos advierte también de nuestra desmemoria. Se le atribuye odio
hacia alguien que «piensa diferente». Si alguien se refiere a los miembros de
la extinta ETA como criminales, no se dice que esa sea una expresión de odio,
porque no se suele entender que lo de ETA era simplemente una «opinión
distinta». El tiro en la nuca no se integra en el debate público como una
opinión más entre otras. Carrero Blanco era un criminal con altas
responsabilidades en una dictadura cargada de crímenes. En la transición se
hizo pasar por pragmatismo lo que fue impunidad y una desmemoria, esta sí
humillante e injuriosa, con lo que había pasado en España. Por eso ahora la
gente puede creer que el almirante era alguien con una «idea distinta», tan
víctima de ETA como Miguel Ángel Blanco. Y eso enlaza con otra advertencia que
viene con el caso. Tiene razón Pablo Iglesias: sobra ya el delito de apología
del terrorismo. Ya no hay ETA y la amenaza yihadista es otra cosa. ETA anidaba
en territorio nacional, tenía apoyo político y social en territorio nacional y
había actividades internas que le daban sustento. ETA era un fenómeno interno,
aquí tenía su estructura de reclutamiento, y el enaltecimiento de su actividad
violenta era parte de esa actividad violenta. La amenaza yihadista viene de
fuera, no tiene sustento aquí. No hay actividades públicas que la engrosen y le
den vigor. Es un mal viento venido de otra parte que nos puede azotar en
cualquier momento. Habrá aquí activistas, pero no arraigo ni apoyo social, ni
actividad apologética pública y organizada que deba ser atajada. El delito de
apología del terrorismo sólo sirve para denuncias estúpidas con fines espurios.
La derecha está agitando el fiambre de ETA como si estuviera vivo para mantener
vivo ese discurso victimista con el que quieren distraer de otras cosas,
impostar altura moral y fingir que lo que los confronta con Zapatero, Iglesias
o quien les plazca es la lucha contra el terrorismo. Pero tal discurso suena ya
hace tiempo a psicofonía de difunto.
Y otra advertencia. Las reacciones hacia Cassandra tuvieron poco que ver
con la sustancia de la sentencia. A La Razón o al ABC no les duelen ni les
preocupan las mofas que se hagan de Carrero Blanco. En la vida pública española
tiende a importar sólo quiénes son los míos. Por eso los defensores de la
mordaza del PP truenan contra Cassandra. Por eso cierta izquierda la canoniza
con precipitación. Y por eso el PSOE, invertebrado y sin rumbo, sólo acierta a
decir que hay «cosas criticables». El sectarismo crece, se apodera de la
percepción de las cosas y llena el pensamiento de arenilla. Y Cassandra nos lo
está advirtiendo.
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