La Transición ya tiene todas las credenciales para ser un símbolo nacional.
Y es que en España no tenemos suerte con los símbolos. La bandera nunca fue
otra cosa que distintivo de la extrema derecha. Casi consigue normalizarla la
selección de fútbol, pero aún necesitamos otro mundial y más Iniestas. No hay
letra para el himno nacional, más que ese lo lo lo que parece de chiste y que
deberían dejar de canturrear antes de que acabe también siendo un símbolo; no
estaría bien que todo lo que nos une se redujera al tartamudeo lo lo lo. La
Corona era el único símbolo que funcionaba hasta que D. Juan Carlos se cayó de
culo cazando elefantes, se le rompió la cadera y se le hizo añicos la paciencia
de los españoles. Pero si algo caracteriza nuestros símbolos patrios es que
sólo se agitan y vocean contra los españoles. Quien dice alto y fuerte
«¡España!» lo hace contra otros españoles. Y quien sobreactúa el homenaje a la
bandera lo hace para defender a España de los españoles. Cómo olvidar cuando
Federico Trillo izaba 40 kilos de bandera nacional cada mes, de tanto español
que pululaba por España. Y la Transición ya fue adquiriendo lo que le faltaba
para ser un símbolo de los nuestros: su uso como garrote para asuntos internos.
Desde hace un tiempo se ruge la Transición para señalar con cara de limón y
desdeñar a una parte bien nutrida de la opinión pública y de nuestra
representación política. Un símbolo nacional hecho y derecho. Y es que en
España no tenemos suerte con los símbolos. Lo cierto es que de la Transición
todo es comestible y todo es aprovechable. Lo es el zumo y no vendría mal
recordar a qué sabía. Pero también el hollejo amargo, el que se usa para los
licores fuertes que rascan y marean, pero que acaban sentando bien.
Vayamos con el zumo. En el delirante viaje que hicimos de Rajoy a Rajoy
pasando por dos elecciones, se exhibieron olvidos muy notables de la
Transición, especialmente evidentes en quienes más alto gritan su nombre. Un
olvido estridente fue que en la Transición nos dimos un sistema electoral
proporcional, y no mayoritario, para que el que gane no lo gane todo. En la
Transición quedó establecido que el partido que quede en mejores condiciones
para gobernar tiene que buscar apoyos, dialogar, armonizar, ceder, escuchar,
ese tipo de cosas. Todo esto se olvidó. Rajoy llevó al límite un principio trastornado:
el que gana tiene derecho a gobernar y es obligación democrática de los demás
darle sus votos para que lo haga. No tiene que buscar apoyos ni dialogar o
ceder. Son los demás los deben darle sus votos y conviertan de facto el sistema
proporcional en mayoritario. El amnésico no era sólo Rajoy. Fue Rajoy, pero
también Felipe González, los editorialistas de El País y prensa similar, los barones, Susana Díaz, Rivera, ...:
todos los adoradores de la Transición a coro llamaban bloqueo a que el
principal partido de la oposición no regalara sus votos al PP.
Hubo otro olvido notable de la Transición. En la Transición la gente se
sentaba a hablar. Sólo había desacuerdos después de hablar. También aquí se
nubló la memoria tras las elecciones de diciembre. Se pusieron de moda las
líneas rojas. No se negociaba y se cedía, sino que había que ceder como
condición previa para negociar. Los protagonistas de la Transición que aún
gurgutan y los que rinden tributo a la Transición como si fuera 40 kilos de
bandera nacional se desgañitaron exigiendo renuncias previas en otros partidos
antes de sentarse a hablar. La lógica era pueril: si me siento a hablar con
quien no renunció a un referéndum en Cataluña, estoy aceptando la posibilidad
de la ruptura de España. Qué lejos la Transición que se gritaba tan alto.
Y un olvido más, también en los «constitucionalistas». Si algo tenía que
hacer la Transición era unir piezas, integrar en una patria a grupos expulsado
de ella. La dictadura había extendido la guerra durante al menos 30 años más de
lo que había durado. El mensaje de la Transición era que todos los discordantes
eran España, que en España cabíamos todos. No siempre se fue consecuente con
ese mensaje, pero ese era el mensaje. Un mensaje que también olvidaron los
adoradores de la Transición. El Parlamento surgido de las elecciones de
diciembre dio lugar a una intensa propaganda para desunir y para señalar como
patria sólo un trozo de lo que había en aquel Parlamento. Más de noventa
escaños estaban fuera de ella, entre separatistas y «populistas» que querían
negociar con los separatistas. Se segregaba como intrusa a una tajada
sustantiva de la soberanía nacional, que no cabía en la democracia patria. C’s se
destacó en cizañar porque entiende que su aportación es ahondar esa zanja y
hacer más visible cuál es el límite de la patria. Como la bandera o el nombre
de España, la Transición era sólo un frente de hostilidad interna. Sus
valedores no parecían recordar nada de aquel proceso.
Pero no todo lo que dejó la Transición fue néctar que algunos se empeñan en
olvidar. Hubo también hollejos amargos, que algunos se empeñan en perpetuar. El
proceso estuvo lleno de amenazas y requería cautelas y todo el pragmatismo. En
aquel momento tenía cierto sentido la hipertrofia del secreto de Estado, la
falta de transparencia en ciertos asuntos y la impunidad que induce siempre la
opacidad. Era práctico mantener a Jefatura del Estado que había dejado la
dictadura. Los partidos eran recientes y débiles (salvo, quizá, el PC) y
seguramente la democracia necesitaba que hubiera mecanismos que los
fortalecieran. Pero es excesivo que se pretenda que tales cautelas se hagan
permanentes y que la Transición no hiciera honor a su nombre. No sólo se
pretende intocable una monarquía que no se votó en condiciones dignas. Se
pretende que se naturalice en nuestra vida pública la opacidad y la impunidad,
como si la exigencia de responsabilidades fuera siempre remover algún pasado.
El país está perplejo con el pillaje desvergonzado que nunca tiene
consecuencias, como se encargó de recordarnos Bárcenas hace poco. Se pretende
mantener impunidad y secreto sobre el comportamiento del monarca, ahora
emérito, sobre el que pesan evidencias de golferías impropias y sospechas de
cosas peores. Los mecanismos que fortalecían a los partidos más fuertes no se
moderaron y es evidente que su desmesura lleva a una verdadera atrofia
institucional. Cómo es posible, por ejemplo, que el Tribunal de Cuentas se haya
convertido en un pesebre de militantes y ex–cargos de los partidos.
La Transición consistió en el paso de una dictadura a una democracia y de
un país atrasado a un país desarrollado. Nadie puede decir que eso no fue
bueno. Y también fueron buenas las Cortes de Cádiz, lo que no quiere decir que
sea apetecible regirse hoy por la Pepa. Cuando se pretende que se haga
inamovible todo lo que se planteó como provisional y transitorio, cuando se
considera un ataque a la memoria, y quién sabe si a la patria, tocar una
constitución que pide a gritos ser actualizada, la Transición queda convertida
40 años después en un conjunto de rigideces que incomodan más que facilitan la
convivencia. Cuando la vida pública es regida por más dogmas de los necesarios
y cuando se apela a demasiadas rigideces para poner límite a demasiados
debates, entonces la palabra «régimen» empieza a ser adecuada. El hablar del
régimen del 78, que tanto escandaliza a los constitucionalistas tan especializados
en olvidar los hábitos provechosos de la Transición, no es decir que esa
Transición haya sido mala. Es decir que es pasado y que empeñarse en mantenerla
en formol en nuestra convivencia es lo que la convierte en régimen. Y la forma
de honrar lo que tenga de honorable aquel pasado es reconocer que los vecinos
nuestros que crean que hay que hacer un referéndum en Cataluña, los que crean
tener derecho a saber qué pasó el 23F y a qué se dedicó el Rey ahora emérito y
los que crean que el Tribunal de Cuentas debe ser independiente de los partidos
políticos, todos esos vecinos, son también nuestra patria. Y no molestan.
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