En una de las historietas de Astérix una taberna luce un letrero que decía:
«Se habla latín, griego, godo y otras lenguas vivas». No hace falta explicar el
chiste. En principio, con decir que tres ex–presidentes de gobierno se habían
reunido por iniciativa de Vocento hubiera sido suficiente. Pero los medios
explicitaron que eran los tres ex–presidentes vivos, provocando la misma
asociación por antífrasis que la viñeta de Astérix. Seguro que no querían hacer
un chiste, pero la obviedad de que Vocento convoca a ex–presidentes vivos (y no
a espíritus) sólo subrayó el contraste entre su condición biológica y su
condición política. El aspecto de muerto (metafóricamente hablando) se adquiere
cuando uno es pasado y cree ser presente y futuro, cuando uno cree que el
presente no tiene nada que no haya visto y, en consecuencia, cree estar de
vuelta cuando visiblemente el presente le supera y le aturde. No sé por qué recuerdo
ahora un artículo de Rosa Montero del 83 sobre un concierto de las Vulpes, un
grupo malo y provocador. Los jóvenes se descoyuntaban y se escupían mientras
las Vulpes se metían los dedos en la boca para vomitar durante la
interpretación. Y allí estaban también progres añosos, ex–militantes peceros,
ya calvos y con algo de barriga, con la pose de que provocación era lo del
rojerío y no lo de esas niñatas que a mí no me asustan. Todo ello con el sofocón
de cuarentones fuera de sitio.
Los tres presidentes vivos reflexionaron sobre Cataluña. Lo que no sabrán
ellos de decisiones difíciles. Están de vuelta en los temas de actualidad, como
los progres linajudos en conciertos quinceañeros subidos de decibelios y
escupitajos festivos. Como el respeto por los mayores es síntoma de pulcritud,
allí estaba también Rivera aplicado y derrochando esas que Aznar llamó «cualidades
personales relevantes». Bromearon sobre jarrones chinos, porque se sienten
valiosos e incómodos. Como decía, la condición de muerto viviente se alcanza
cuando se piensa que una versión fosilizada de uno mismo está al día y en
sintonía con la situación presente. Últimamente, cuando los notables se sienten
desfasados tienden a dar lecciones de historia, y no sólo los ex–presidentes
vivos. Recuérdese la de lecciones de historia de cucharón que llevan
endilgándonos a propósito de Podemos. La historia es una maestra sabia, pero
exigente. No se sacan enseñanzas útiles mirando sólo su epidermis y con prisa. Nuestros
presidentes vivos cultivaron otra vez una condescendencia adornada con
banalizaciones de la historia. Volvió a aparecer la gran nación española que
camina como un solo espíritu desde hace 500 años y que sería irreconocible sin
Cataluña. También es una señal de defunción en vida el que uno se crea ya por
encima de la prudencia, como habiéndose ganado el derecho a ignorar protocolos
y cautelas. Por si fuera poca la confusión que se acumula en Cataluña, un
ex–presidente vivo puede hablar del artículo 155 y hablar de firmeza poniendo
cara de tanque. Ellos ya no están para medir palabras y gestos.
Los tres vivos sienten ahora que tienen mucho en común. En el pasado uno dijo
a otro que se fuera y el otro lo llamó marmolillo, pero nada une más que estar
lleno de enseñanzas y hablar de la nación española surfeando la historia. Por
eso estaban distendidos y ocurrentes. Sobre todo cuando mencionaron a
Venezuela. Entonces el espasmo de complicidad hacía que se partieran de risa.
No hay sufrimiento más útil que el de los venezolanos. Vale para todo, para
señalar a Pedro Sánchez, a Iglesias y a los independentistas. Mientras se sufra
en Venezuela, todo mal tiene explicación. Y además es que te descacharras de
risa. Qué hará creer a estos vivos que su foto y sus psicofonías de difunto
ayudan en algo al enredo catalán.
La situación en Cataluña requiere claridad y franqueza. Un referéndum como
el que se propone y en el contexto en que surge es un fracaso de la
convivencia. Los referendos deberían servir para que el pueblo convalidase
decisiones de los políticos de especial trascendencia para las que no vale la
pura representación. Por ejemplo, España no debería ser una monarquía o dejar
de serlo porque lo establezca una mayoría parlamentaria. Ahí conviene un
referéndum. Zanjar la cuestión catalana con un referéndum es perfectamente
democrático. Pero es zanjar algo que debería madurarse de otra manera que evite
que cualquier resultado sea una frustración colectiva. Causa sonrojo el empeño
con que gentes de altas responsabilidades gritan cosas tan manifiestamente falsas,
imposibles o imprudentes. Un posible referéndum de independencia de Cataluña
está en la agenda política española sin ninguna duda. Si más del 70% de la
población catalana quiere ese referéndum y las Diadas son la manifestación
colectiva más estructurada, numerosa y sentida que cualquier causa puede
exhibir en occidente, cómo no va a estar este tema encima de la mesa de esta
nación de 500 años. Por otro lado, y a pesar de lo que crea la panda que dirige
Cataluña, en qué cabeza cabe que un territorio es independiente sólo porque
diga que lo es. Es como pretender que Marruecos sea una provincia de España
sólo porque el gobierno español proclame unilateralmente que lo es. Salvo que
hablemos de sangre, claro. La pregunta de Puigdemont llevaba muy mala uva, pero
no es superflua: ¿está contando alguien con zanjar el asunto con el ejército
patrullando por las calles? Y la pregunta es aplicable también a él: ¿cómo se
hace uno independiente unilateralmente? ¿Con guerrillas? ¿Quieren un Ulster
para llamar la atención internacional? En primera línea de despropósitos está
también el argumento principal de Rajoy: todo es ilegal. Muchas
reivindicaciones consisten en pedir cambios en las leyes. Sin duda es una temeridad
ignorar la ley y los tribunales, pero es una necedad del mismo nivel escudarse
en leyes que se pueden cambiar cuando se quiera para ignorar un problema
político de tanta envergadura.
A veces es urgente mirar con rayos X a los representantes políticos y ver a
través de ellos al pueblo representado. Desde luego, prefiero oír mis uñas chirriar
arañando un cristal que oír a Artur Mas hablando de la libertad de los pueblos
y la democracia. Pero centrar la atención en los representantes a veces es una
distracción. La mayoría de la población catalana quiere un referéndum de
independencia por dos razones: porque creen que tienen ese derecho y porque
nadie les ofrece otra forma de arreglar una situación que, se diga lo que se diga,
está desarreglada. A la vez, está dividida la opinión entre quienes quieren la
independencia y los que no. Y al mismo tiempo, una mayoría muy amplia
preferiría una solución estatutaria que modificase la integración de Cataluña.
La situación requiere diálogo con un solo límite: que el ejército o la
guerrilla no sea la solución última de nadie. Como es improbable un diálogo
inteligente, la otra posibilidad es una oferta a los catalanes. No a
Puigdemont, a Cataluña. Se habla de «otro encaje» de Cataluña, se habla de
estado federal. Todo eso no significa nada. Que alguien ponga un proceso y un
plan sobre la mesa y especifique cómo sería la nueva organización territorial,
cómo sería Cataluña en ese estado. Todo indica que en Cataluña habrá referéndum
o habrá fuerza. La única manera de que el referéndum no sea de independencia es
que sea para votar otra propuesta. En 2005 ya se hizo y no se aprovechó aquel
consenso que hubiera ahorrado todo este galimatías. Y si es un referéndum de
independencia, la manera más probable de que gane el no es que los catalanes
tengan una alternativa estatutaria a la independencia. Si no hay diálogo y
alguien tiene una idea, es momento de que sobre todo los catalanes la oigan.
Pedro Sánchez dice tenerla. Y Pablo Iglesias. Y Ada Colau. Y otros. Que se
junten los que tengan alguna idea en nombre de España y que los catalanes oigan
algo más que independencia o más de lo mismo. Mejor juntar a quienes tengan
alguna idea que juntar a tres ex–presidentes, como diría Quevedo, tumbas de sí
propios, para decir ocurrencias y partirse de risa con Venezuela.
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