A una imagen hay que darle un poco de tiempo, porque no es como el lenguaje,
que envía las cosas una detrás de otra y hay que pensar rápido cada palabra
antes de que llegue la siguiente. La imagen está quieta y por eso hay que
mirarla y dejar que haga como un peso en una cama elástica, que abombe la
memoria y la imaginación, y dejar que se precipite hacia esa hondonada lo que
la imagen convoque. La masa que se inclina hacia la niña es oscura, grande y
sin forma, como una amenaza confusa. Cualquier representación del miedo al lado
de una niña desazona y provoca. Quizá la imagen de Carme Solé sea una
abstracción. Siempre que hay una amenaza oscura e inminente, los amenazados son
los niños, las primeras víctimas de todo, los primeros que pierden su condición
cuando llega alguna variante del mal. La niña del cartel o ve por primera vez la
forma del mal o ya está acostumbrada a la amenaza, porque no parece asustada ni
sorprendida. En su gesto sólo hay curiosidad, o quizás resistencia. La imagen
de Solé es poderosa y las imágenes poderosas, decía, comban la mente y la
llenan de pensamientos, miedos y deseos. Lo primero que acude no suele ser una
abstracción. Los primeros datos que acuden son los que ya estén en nuestro
ánimo o nuestro juicio. Luego vendrán más.
En estos tiempos es difícil no tener en el ánimo a los refugiados de todas
partes que huyen de algo. Cuando desaparecen todas las rutinas y hay miedo y
urgencia en el gesto de sus padres, a un niño no le quedan certezas ni
consuelo. Todo es una amenaza grande, oscura y sin forma. Lo primero que ahora trae
a la mente la imagen es una niña refugiada. Nuestra lengua no conserva con
suficiente vitalidad el participio de futuro latino para referirnos a esta
posible condición de la niña. La niña no sería en realidad una refugiada, sino
una refugianda, porque la mayoría de
los que llamamos refugiados son realmente gente a la intemperie en busca de
refugio. Su éxodo parece una representación horizontal de lo que vimos en
vertical en las Torres Gemelas. Allí hubo gente que saltó al vacío huyendo del
infierno. La muerte era segura, pero lo que mueve la huida no es la esperanza
de lo que pueda haber delante, sino el horror de lo que hay detrás. Esta niña
puede ser parte de uno de esos saltos de pánico en horizontal huyendo de alguna
de las caras de la tragedia. No buscan nada. Marine Le Pen dice que vienen
porque les ofrecemos lo que no tenemos. Nuestro gobierno no quiere socorrerlos porque
dicen que se crea un efecto llamada. Los que saltaban de las Torres Gemelas no
lo hacían porque les hubieran prometido nada al llegar a la acera. No había
efecto llamada, no buscaban nada en el suelo al que se precipitaban. Sólo los
movía el impulso irresistible de alejarse del espanto. Muchas niñas caminan en
un salto horizontal interminable con una amenaza oscura inclinada sobre ellas
buscando el límite de la intemperie, el sitio donde acaba todo («No hay mapas
en la huida», escribió Julio Obeso). Es un salto lento, que dura mucho tiempo.
Los niños se asombran de cosas normales porque para ellos son recientes. Y no
se alteran ante lo insólito, porque para ellos es costumbre que todo sea nuevo.
Quizá por eso el gesto de la niña ante la sombra oscura sea un gesto entre
curioso y resistente, pero no de terror.
Si esta niña fuera una refugiada, se encontraría antes o después con un
muro, o con pinchos, o con uniformados con el dedo en el gatillo para que se
detenga. Allí donde acaba el horror no acaba el miedo. En el refugio que buscan
tienen miedo a la niña. El terrorismo ya no es del IRA ni de ETA, que tenían su
aliento social dentro. Ahora viene de fuera y el miedo hace que Europa ponga
pinchos en las fronteras y la niña siga a la intemperie con la sombra sin forma
cada vez más encima. O quizá es que la niña ya llegó adonde querían sus padres
y la sombra es la Europa que se encuentra. Cuando la UE vaya a recoger su
Premio Princesa de Asturias a la Concordia, veremos si tiene forma humana o no
tiene forma. El terrorismo tiene siempre tres patas. Una es la desesperación colectiva
que le da base social; otra es la ideología, política o religiosa, que le da
organización y pautas; y la otra es la financiación, que lo hace todo posible.
La desesperación, en todas sus formas, lleva disuelta como arenilla la semilla
de la violencia. A veces los refugiados que consiguen llegar, tres generaciones
después siguen siendo refugiados, gente de fuera sin asentar. No es la primera
vez que en Londres ingleses de tercera generación muestran su locura trágica
matando al azar. El juego de segregar, de no mezclar a los niños en las
escuelas y de dejarlos sin opciones, el juego de que sean siempre refugiados de
paso a ninguna parte, además de injusto, es peligroso. La desesperación de sus
sitios de origen se filtra en los refugiados segregados por generaciones como
un viento invernal por las grietas de los muros y produce en unos pocos locura
e impiedad. Si la niña está en su país de origen, la sombra que amenaza puede
ser la sombra del terrorismo, que mata mucho más en su país que en los seguros
países europeos. Pero si la niña es una refugiada que llegó a un país seguro,
donde no va a la escuela de los niños de allí ni sus padres trabajan ni viven
en sitios normales, puede que la imagen de Carme Solé no exprese espacio, sino
tiempo. Puede que lo que haya entre la niña y la sombra no sea una distancia
que se acorta, sino un tiempo que transcurre. A lo mejor la sombra es la misma
niña ya adulta conduciendo enloquecida un camión tratando de atropellar a gente
inocente o dejando una mochila de explosivos en algún metro.
Si le damos tiempo la imagen precipita más cosas a la mente. Porque una
niña con una amenaza sombría es más cosas que fronteras con espinas. Decía que
lo que primero acude a la mente es lo que ya esté allí. El último libro que
había terminado antes de mirar la imagen de Solé era Clavícula, de Marta Sanz. A veces leo con la televisión puesta, sin
voz, en silencio. A veces me gusta que al levantar la vista del libro estén
pasando cosas. Lo que estaban poniendo era El
chip prodigioso, una de esas películas en que miniaturizan a un hombre y
una nave y lo infiltran en un cuerpo humano. Y me pareció que algo así proponía
Marta Sanz a su manera: un viaje a un ser humano. Hablaba de su dolor, pero
hablaba de sí misma penetrando con la mente y las palabras hasta ese punto en
el que lo que se toca no es una persona, sino la fibra de la humanidad. La
mente gira mirando la imagen de Carme Solé porque una niña, entre curiosa y
resistente, ante una sombra sin forma inclinada sobre ella como una maldición,
es siempre la representación de algo que tiene que ver con la fibra de la humanidad.
Entre la niña y la clavícula de Sanz, me llegó un recuerdo. Tenía que poner a
mi hija una vacuna en la consulta de un pediatra en EEUU. Allí es caro hacer
eso, pero la consulta es un paraíso de juguetes y moquetas donde la pequeña era
feliz esperando su turno. Cuando la cogí en cuello y el médico le clavó la
aguja, lloró, pero no inmediatamente. Ella no veía al médico, sólo a mí. Para
ella aquella estocada violenta e inesperada se la había hecho yo. Tardó un
segundo en romper a llorar, porque su primera cara fue de estupor. No esperaba
aquella agresión de mí. Enseguida lloró y se apretó contra mí buscando
consuelo. Pensé en niños maltratados. Me pregunté que qué tendría que hacerle
yo a aquella niña para que me tuviera miedo, si incluso tras aquel daño tan
gratuito yo era también el consuelo al que se agarraba. Y me pregunté a qué se
aprieta una niña cuando no tiene a nadie que la abrace. Si la niña de Solé está
en su casa, y lo que la amenaza es su familia, la sombra negra que se inclina
sobre ella no tiene forma porque no puede tenerla, porque el miedo que nace en
la familia no tiene orillas. Si es su padre o su madre la amenaza, el dibujo es
cubista y está separado en imágenes distintas lo que en la realidad es un solo
cuerpo. Porque el miedo y la amenaza que viene de la propia familia está
dentro, buena parte de la sombra oscura es ya el corazón de la niña y es ya una
melancolía espesa que tendrá siempre en la mirada. Además de padecer el maltrato,
una niña maltratada no tiene a quién agarrarse y apretarse. Lleva la sombra
dentro.
Al final sí acaba formándose una abstracción, la generalización de que
cualquier amenaza devora primero a las niñas y los niños que a los demás. Es
difícil determinar si el foco del cartel es la niña o la mancha oscura. Si es
la niña, el cartel pide a gritos que, cualquiera que sea la forma del desastre,
al menos a los más débiles los dejemos fuera y los dejemos seguir siendo niños.
Si ponemos el foco en el desastre inconcreto anunciado por la sombra, la imagen
de la niña mide la locura de lo que sea ese desastre que avanza. En todo caso,
el cartel pide que al menos la Semana Negra sea un pretexto para para mirar
alrededor y pensar.
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