—¡Que se encasille! —tal es
el grito del bárbaro—. Y ellos, los bárbaros, que aparecen encasillados y
formando bandas, hordas o montoneras, no tienen, en realidad, verdadera
disciplina, pues no lo es la del rebaño. (M. de Unamuno, Inquietudes y meditaciones).
A estas alturas ya no hay nada
matizado que decir de Cataluña que no nos convierta en el tonto útil de alguna
posición necia. Hubo un tiempo en que podía uno decir que un referéndum no era
una buena manera de zanjar las diferencias políticas y que sólo debe llegarse a
eso por un fracaso de entendimiento reconocido. El referéndum es democrático,
desde luego, pero es una manera democrática de dejarnos por imposibles los unos
a los otros, salvo que sea para convalidar alguna decisión trascendente de los
representantes. Pero ahora las pejigueras a la calidad democrática de un
referéndum convierten a uno en el tonto útil de los autoritarios que leen el
artículo 155 soñando con tanques o de quienes predican la unidad patria con
recuerdos babosos de sus paseos por Barcelona, lisonjas condescendientes a
Cataluña o lecciones insustanciales de una historia mal digerida.
También hubo un tiempo en que se
podía decir que Cataluña ya no tiene más salida democrática y pacífica que un
referéndum de independencia. Ciertamente el referéndum tiene mucho de fracaso.
En vez de un marco respirable para todos, se alcanza el punto en que sólo se
puede decidir qué mitad de la población se queda con Cataluña. Pero cuando el
fracaso de la convivencia es un hecho, lo peor que se puede hacer es dejar el
problema en carne viva. Es difícil imaginar una salida estable y pacífica para
Cataluña que no incluya algún referéndum en algún momento. Pero de nuevo, a
estas alturas ya no hay forma matizada ni reflexiva de aceptar un referéndum
sin ser el tonto útil del desvarío que padecimos esta semana. Es difícil creer
que alguien en su sano juicio piense que un referéndum en el estado de cosas
actual tenga algo que ver con la democracia, que piense que el dichoso 1-O será
un día de convivencia en que se irá a votar libremente, sin presiones y con
garantías, con la curiosa regla de que una mayoría de votos de entre una
minoría de votantes sería expresión popular soberana de independencia. Como
digo, ya no hay manera saludable de defender un referéndum que no nos haga el
tonto útil del extravío y la estupidez. El PP mantuvo desde el principio un
argumento singularmente necio: es ilegal cualquier camino que incluya la
posibilidad de que Cataluña se independice. Esto es tan cierto como que no
había forma legal de derogar la Ley de Principios del Movimiento Nacional.
Reducir la cuestión catalana a una cuestión de respeto a la ley es una memez,
pero ya ni siquiera podemos decir esto sin ser el tonto útil del esperpento
parlamentario vivido estos días. Una cosa es que el problema catalán no sea un
problema legal sino político y otra distinta que desaparezca cualquier
principio de legalidad reconocible. ¿En qué cabeza cabe que puede el parlamento
catalán aprobar una ley con mayor rango que la Constitución? ¿Cómo pueden creer
que la futura república puede dar la doble nacionalidad, catalana y española, a
sus ciudadanos, deliran acaso que un estado es soberano para determinar quiénes
tienen la nacionalidad de otro estado? ¿Creen que el gobierno español podría dar
la nacionalidad española y americana a sus habitantes? ¿De verdad fantasean con
que el Barça podrá elegir la liga en la que juegue, piensan que la continuidad
del Barça en la Liga española es una decisión del gobierno catalán o del club?
No quiero imaginar una España sin
Cataluña. Pero me consolaría la sensación de que el independentismo tiene
detrás un plan inteligente. En lugar de eso, el procés cada vez se parece más a un rabo de lagartija agitándose en
espasmos reflejos. Es la hora de los bárbaros de Unamuno, de encasillarse. Las
posiciones unionistas y templadas de Ada Colau o Pablo Iglesias ahora ya son
señaladas como ambiguas y cómplices. Según nos acercamos al 1-O cogen
decibelios las bobadas y el bramido. Pedro Sánchez ve a ojo unas tres naciones
en España. Adriana Lastra ya había visto un Reino y un Principado como ejemplo
de armonía de gobiernos. Susana Díaz, que no pierde ocasión de esparcir
mediocridad y alaridos, mezclando churras con merinas, ya soltó la paletada de
que nadie es más que Andalucía.
La izquierda siempre se perdió en
este marasmo territorial por intentar teorizar sin teoría posible. Los
independentistas tienen un concepto sencillo: Cataluña es una nación; los demás
yo qué sé. El PP también: no hay más nación que España. La izquierda se empeña
en teorizar sobre nación de naciones y otros monstruos conceptuales. A
Iglesias, Sánchez y demás se les desmonta su propuesta con una pregunta
sencilla: cuántas naciones hay en España. Sólo hay que dejarlos que se
expliquen y se ahogan solos. Y todo por empeñarse en fingir que no es obvio lo
que es obvio: en España hay problema territorial en el País Vasco y Cataluña.
Punto. Hay un problema «nacional» donde la mayoría o mucha población quiere ser
independiente. Se puede estar en desacuerdo, pero no ignorar el problema, ni
creer que es un problema reciente o pasajero. Cualquier modelo territorial
tiene que prever una manera diferenciada de relación con el Estado en los casos
catalán y vasco. Ni en Galicia ni en Andalucía pasa nada singular con la
cuestión de la identidad nacional y la organización del Estado. Fin de la
teoría. No es tan difícil el punto de partida. El PSOE tiene una carga añadida.
La derecha siempre quiere un elemento de urgencia nacional que haga
antipatrióticos o antisistema los debates. Y el PSOE muerde ese anzuelo sin
miramientos. El PSOE no tiene por qué hacer piña con quien llenó España de
mesas para recoger firmas contra Cataluña y contra Zapatero y no se retractó
nunca. El PSOE no tendría por qué empacharse de sentido de Estado, si el Estado
se lo marca el partido que fue descrito en un auto judicial como agrupación
criminal.
Igual que no conviene mezclar temas
para inventar legitimidades, tampoco conviene aislarlos y tratarlos sin
contexto uno a uno. Está claro que la forma en que se está imponiendo el procés es antidemocrática e incluye la
quiebra de principios elementales de convivencia. Pero esto es un suma y sigue.
Esta sensación de desagregación, de pérdida de certezas de civilización y
reblandecimiento de pilares, esta especie de indignación descabezada que sólo
mira para el suelo, no empezó con las juergas de Puigdemont y su banda. Las
películas y novelas ciberpunk, tipo Blade
Runner o Neuromante, hacen una
interesante proyección futurista de la organización social. En ellas las
estructuras estatales están desvaídas, la policía es casi una banda más, la
población está segregada entre una clase baja de infinitos matices en una
existencia caótica y una clase altísima en un mundo ajeno y protegido y las
grandes empresas de un tamaño y poder descomunal son las únicas organizaciones
reconocibles. Es una caricatura de la sociedad que quieren que interioricemos. Nos
están diciendo que no son sostenibles los servicios públicos, que los estados
son una traba para la economía y el comercio a lo grande, que la protección
social tiene que ser de supervivencia. Nadie podía imaginar que se podían
deteriorar de manera tan rápida los salarios, que se podían perder tantos
derechos tan rápido, que la clase media quedara confinada a dinosaurios mayores
de 55 años que siguen cobrando sueldos de otros tiempos y que las oligarquías
dejaran de tener obligaciones de manera tan explícita y declarada. Cuando no
hay liderazgos morales, cuando los consensos de convivencia se subvierten de
manera tan brutal como se hizo estos años, el atropello de cualquier cosa
encuentra terreno fértil. El Gobierno de Cataluña sólo está sumando deterioro
al deterioro en una sociedad que se degrada por barrios. Y este nos va a costar
caro. Las dos partes tienen la calculadora previendo costes y beneficios de
enfrentamientos físicos. Todo indica que de aquí al 1-0 es tiempo de barbarie.
Y que después puede empeorar.
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