El guiso político del nuevo curso es ralo y con tropezones cada vez más
pequeños y ajenos. Los dos partidos de izquierda se hinchan y deshinchan en las
encuestas como esos borbotones lentos y sordos de los caldos espesos que ni
estallan ni cambian de tamaño. Nos gobierna un partido sin crédito ni confianza
de casi nadie y con el que los votantes cargan como se carga con el pellejo en
la fatiga. Por supuesto, la izquierda tiene mucha culpa en la percepción de que
el PP es algo irremediable con lo que hay que cargar. La aparición de Actúa, la
nueva formación en la que se agrupan algunos pecios que fue dejando la
izquierda en sus naufragios, es una buena ocasión para volver sobre la
izquierda y sus votantes.
La aparición de un grupo político no es buena ni mala de una manera
general, sino oportuna o inoportuna en cada caso particular. Todo es opinable. A
mí me pareció en su día oportuna la aparición de Podemos y me parece ahora
inoportuna la de Actúa. El interés de los casos particulares para la
comunicación pública y el debate está en los principios más generales que haya
que remover para enfocarlos, de manera que la reflexión sirva para más cosas
que el caso particular. El caso de Actúa toca dos puntos del mayor interés, que
son la relación de los partidos de izquierda con los votantes de izquierda y la
relación de los partidos de izquierda con los votantes que no son de izquierda.
Para tener músculo electoral un partido tiene que tener implantación en el
electorado que le es ideológicamente afín, y también tiene que convencer a
gente que no es de su ideología. El PSOE, por ejemplo, está teniendo
dificultades con sus afines de izquierdas. Unidos Podemos está teniendo problemas
con el voto de quienes no se sienten afines. El PP está teniendo un éxito
razonable en una cosa y la otra y por eso tiene más diputados. Actúa surge de
Unidos Podemos y le perjudica con los dos tipos de votantes.
En cuanto a los votantes afines, una parte relevante del progrerío suele
considerarse a sí misma como electoralmente exigente. Piensan que los votantes
de derechas toleran cualquier cosa, pero que la izquierda es muy exigente en
cuanto a la ética y en cuanto a la coherencia ideológica. El progrerío es
melancólico, se decepciona continuamente de todos los líderes; y tiene pulgas,
todos los políticos le pican, tiene el «no me representa» muy fácil, porque es
exigente y no tiene manga ancha. Se están rompiendo con brutalidad los
equilibrios de la sociedad del bienestar y la justicia social, y a pesar de eso
entre diciembre y junio desaparecieron de la izquierda un millón largo de votos
que habrían cambiado el panorama político. Un millón largo de personas se decepcionaron
de Podemos o de IU o de los dos. Fueron exigentes y firmes en sus convicciones.
Creen.
La vida pública está llena de virtudes que se emparejan anulándose
mutuamente. La libertad y la seguridad son virtudes, pero la una se come a la
otra. Lo mismo pasa con la transparencia y la discreción. Un exceso de
transparencia se convierte en indiscreción y un exceso de discreción se
convierte en opacidad. Y otro tanto sucede con la tolerancia y el respeto. Una
sociedad tolerante se hace irrespetuosa por exceso, y una sociedad demasiado respetuosa
se hace intolerante. Hay muchos ejemplos de pares de virtudes en relación
antagónica en la conducta pública. El progrerío debería saber que la exigencia
y el compromiso son uno de estos pares. Nos gustan la exigencia y el
compromiso. Pero el que se cree exigente a veces lo que tiene es falta de
compromiso. Y el comprometido en exceso puede ser un sectario sin una mínima
exigencia con los de su pesebre.
Tener compromiso tiene que ver siempre con aguantar y aguantarse y con
aceptar renuncias y esfuerzos por mantenerse en una tarea común. Exigir supone
precisamente no aceptar cierta renuncia y poner un límite a ciertos esfuerzos.
Cada uno sabrá dónde sitúa la línea. Una relación sentimental estable es
imposible sin compromiso y es desdichada sin exigencia. Como digo, todo el
mundo tiene que interiorizar que hay un punto correcto en el dial, pero siempre
es opinable cuál es ese punto. En el caso del millón y pico de votos
desaparecidos en 2016 hay un triángulo formado por la exigencia de ese millón
de personas, la gestión de IU y Podemos y la implicación que cada uno de ese
millón haya tenido con esas fuerzas políticas. Cuanto peor lo hayan hecho IU y
Podemos, más cierto será que la pérdida de apoyo se debe a la exigencia y no a
la falta de compromiso. Además, quienes hayan empleado horas y esfuerzos en las
tareas políticas de IU y Podemos tienen más derecho a sentirse exigentes sin
que se les pueda atribuir falta de compromiso. Desde luego, sumando todos los
factores, para mí la falta de apoyo de 2016 tuvo más que ver con falta de
compromiso que con una sana exigencia. Generalmente, los votantes de
izquierdas, y no los conservadores, tienen parte de su estima social en su
ideología. A los progresistas les gusta ser percibidos como progresistas y
parte de su ego es que se les perciba así. Una parte electoralmente relevante
de la izquierda tiene entre su voto y la situación del país un espejo en el que
se mira para votar y en el que quiere ver su imagen en la tertulia del día
siguiente o en los chascarrillos de la red social. Que mi opinión severa de
quienes se decepcionaron en las últimas elecciones sea o no sea acertada no
importa. Es cierto que en el recuerdo de Vistalegre II o en el rifirrafe actual
de los estatutos de Podemos se dan motivos para el desánimo y la decepción.
Pero lo que importa es que en el progrerío se mezclan la exigencia recta y
honesta con la falta de compromiso y el ego y eso hace que su fuerza electoral
sea frágil y expuesta a frivolidades. Muchas veces afectó al PSOE esta
volatilidad progre y ahora le toca a Unidos Podemos (sin perjuicio de que ellos
lo pongan fácil). No podemos saber qué relevancia numérica tendrían los
residuos electorales que pueda conseguir Actúa, pero sí sabemos que ofrece algo
muy querido para el electorado izquierdista: la irrelevancia. Ese es el espacio
perfecto para no decepcionarse y ser eternamente coherente sin mover un dedo. Y
por eso es precisamente lo que menos falta le hace a la izquierda para
espabilar.
Pero además Actúa es inoportuna para la relación con los votantes que no son
de izquierdas. Unidos Podemos, que es de donde surge Actúa, no puede crecer si
no hace frontera electoral con el PP. No tiene que derechizarse ni tiene que
renunciar a su ideología. Es normal que la ideología del político no sea
compartida por el votante. No pasa nada porque el político diga “sé que no
crees en lo que yo creo, pero te propongo que nadie que trabaje 40 horas a la
semana sea pobre”. El problema de la izquierda con los votantes que no son de
izquierda es la incompetencia. Con justicia o sin ella, sólo perciben al PP
como solvente. La aparición de nuevas fuerzas que se separan de las existentes
por no sé qué purismo filosófico acentúa la sensación de barullo que convierte
al PP en un refugio de resignación. La formulación de Llamazares es
contradictoria hasta la candidez: me escindo para trabajar por la unidad.
Espero que ninguna de mis hermanas renuncie a su apellido para fortalecer el
apego familiar o que mi mujer no decida unirse más a mí divorciándose. Es fácil
criticar a Llamazares y demás egos desubicados y unidos en Actúa, pero sólo es
un eslabón pequeño de muchos despropósitos. No recordemos la trayectoria
delirante del PSOE en esta legislatura ni juntemos todas piezas del mosaico de
Podemos. Pero decía Manuel Rico que, aunque los editores de periódicos de
izquierdas dejen mucho que desear, si el público de izquierdas de tan crítico
ni compraba el periódico en el quiosco ni apoya mínimamente los periódicos
digitales, no puede quejarse de que toda la prensa sea de derechas. Lo harán
mal, hay que exigir. Pero cada uno debe hacer su parte. Ir a votar en 2016 no
era tanto compromiso. Y añadir espacios de irrelevancia no enriquece ningún
debate. Votantes y políticos de izquierda deberían mirar un poco más al país y
un poco menos al espejo. Ya sabemos todos que son majos.
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