Ada Colau repite que el problema catalán, y la política en general, no es
una cuestión de blanco y negro, que en los matices suelen estar las soluciones
políticas. Yo no diría tanto. Los matices, eso que hace que Carmena no sea lo
mismo que Pablo Iglesias ni Adriana Lastra lo mismo que Ángel Gabilondo, son
los poros de la política, las aberturas por las que la convivencia respira y se
renueva. Pero en política, como en la vida, hay de todo. Hay bacterias
anaeróbicas que sólo viven donde no haya oxígeno. Y no faltan políticos,
simples como bacterias, que viven mejor donde el aire es irrespirable, sin
poros ni matices. Son de blanco y negro, no sólo porque no entienden matices,
sino porque sus ideas vienen de cuando no había televisión en color. Quién iba
a decir que sería Ada Colau la que pidiera templanza y moderación. Los
políticos y prensa anaeróbicos claman contra ambigüedades y tibiezas y llaman
ambigüedad a todo lo que no sea un bramido. A eso se aplicó Rivera en el
Parlamento. Como un muñeco manejado por ventrílocuos, movió los labios pidiendo
un rugido en apoyo del Gobierno, que la política sobre el problema catalán se
redujera a una prolongada onomatopeya. El frente de batalla de Rivera no es la
corrupción, como es evidente, sino la versión más reducida del sistema. Los que
ponen voz a los labios de Rivera quieren que las fuerzas que puedan entrar en
un gobierno se diferencien lo menos posible y que sea antisistema todo lo demás.
Es lo que quiere la derecha política y aledaños y también la parte vieja del
PSOE, no la parte vieja por histórica, sino la vieja por antañona.
Rivera entonó el mantra eterno del PP: todos con el Gobierno, no es momento
de diferencias. El PP crispa la crisis económica, agita el terrorismo yihadista
o inventa el de una ETA inexistente, desquicia los problemas territoriales de
España o delira causas venezolanas que amenazan a nuestro país. España siempre
está al límite, son siempre momentos graves de blanco y negro. Y la unidad
siempre consiste en olvidar Gürtel y martillazos sobre ordenadores requeridos
por el juez, en dejar a un lado decenas de miles de millones retirados de nuestros
bolsillos para rescatar bancos de desmanes impunes, en dejar para otro momento
leyes mordaza o recortes sanitarios y educativos. El PP pretende que en
momentos críticos, y este lo es, se orillen las diferencias. Pero la unidad que
busca es que los demás cedan y callen. Cuando se busca unidad, hay que proponer
y escuchar. No se puede pedir unidad ante las bravatas de un independentismo
descerebrado al tiempo que se sigue actuando como un grupo delincuente
organizado y se mantienen líneas políticas extremistas. El PP siempre agitó resentemiento
hacia Cataluña porque es el tipo de barullo con el que camuflan intenciones y
tropelías y con el que meten a una izquierda desnortada en berenjenales
conceptuales de naciones y estados con el que no son capaces de recitar qué
naciones hay en España de un tirón sin tartamudear. Esa antipatía hacia
Cataluña nace de esa caspa añeja que el PP se empeña en rascar del fondo de la
historia como quien rebaña el socarrat
de una paella, pero también de los pésimos embajadores que tuvo Cataluña muchas
veces. Baste recordar los momentos en que los empresarios de los cavas
comparaban las intervenciones de Carod Rovira con el pedrisco y las heladas.
En esta crisis desatada por el desbordamiento de un independentismo sin
orden ni concierto, nunca hubo iniciativa ni liderazgo nacional o moral. Ningún
ateo puede ser tan cretino de no admitir cuándo hay un conflicto religioso sólo
porque él sea ateo. Y ninguno de los que no tenemos un ideario poblado de
naciones o pueblos debe caer en la cortedad de no entender cuándo hay un
problema de identidad nacional, como el de Cataluña y el País Vasco. Es de
sentido común que se requiere una propuesta política que modifique la relación de
Cataluña con el Estado. Las actuaciones judiciales y policiales de esta semana
son preocupantes. No se trata de su legalidad o ilegalidad. El simbolismo
demoledor de la Guardia Civil requisando papeletas, propaganda y urnas o
entrando en la Generalitat no puede ser TODA la respuesta que España tenga para
Cataluña. Ni siquiera los más convencidos de la necesidad de la actuación
policial pueden negar en serio que la intervención del Estado tiene que hacerse
en nombre y defensa de algo, de alguna propuesta que pretenda llegar a algún
entendimiento. Nadie puede creer que la situación actual es estable y que es la
solución única que se puede ofrecer a Cataluña.
Fue afortunado que el PSOE no acudiera al cierre en blanco y negro que
Rivera pedía por boca de ganso. El PSOE seguirá corriendo el riesgo de
disolverse en el partido conservador como otros partidos socialdemócratas, si
sigue aceptando la ortodoxia que marca el partido conservador. El PSOE no debe
apoyar al PP en la cuestión catalana, simplemente porque no es verdad que estén
de acuerdo en lo fundamental. Lo fundamental no es la unidad del Estado. Eso es
una obviedad. Salvo los independentistas, todos quieren la unidad del Estado y
el PSOE no necesita ningún certificado del PP que lo acredite. El PSOE nunca
aceptó que el problema catalán fuera sólo legal. Sostuvo que se requiere
política e incluso cambios constitucionales. El PSOE nunca participó de la
demagogia anticatalana que siempre agitó el PP precisamente contra él. Tampoco
es imaginable que el PSOE conceda liderazgo moral al PP. A todos nos rechinan
los oídos oyendo estos días oyendo al señor Catalá hablando de democracia y
entendimiento, precisamente él, que puso las oficinas del Ministerio de
Justicia al servicio de bandas corruptas; o al señor Hernando pidiendo a Ana
Pastor que no tolere insultos en la Cámara, él, que insultaba a quienes querían
enterrar a sus muertos, en nombre del partido que llamaba pederastas y
terroristas a Podemos. ¿En qué es en lo que está de acuerdo el PSOE con el PP,
que no sea lo obvio? Es el PP el que tiene que cambiar de forma y hasta de
ministros para acercarse al PSOE. Ada Cola está diciendo tres cosas: que no
quiere la independencia de Cataluña; que quiere un referéndum pactado y con
garantías; y que en la cuestión del referéndum ya se están mezclando cuestiones
de derechos y libertades. El PSOE no tiene por qué estar de acuerdo con estos
tres puntos, pero el discurso que hilan se parece más al suyo que el del PP. El
PSOE no quiere que lo vean con Podemos o Colau y se arrima al PP como si
necesitara esa compañía para acreditar sentido de estado y responsabilidad. Ya lo
hizo con leyes de seguridad o inútiles pactos antiterroristas. Siempre cerró
filas con el PP sin que el PP concediera lo mínimo, ni siquiera dejar de
delinquir o proteger a los delincuentes. Hasta le regaló la Presidencia a
Rajoy.
El PSOE debe entender que, si él cierra filas con el PP, quedan
naturalizados en el sistema la corrupción y la radicalidad ideológica. Si él se
niega a esa lógica del blanco y negro, hace patente a la población que la
corrupción y extremismo del PP son el problema para los grandes acuerdos de
Estado. No debemos olvidar que no es el independentismo el primer gran desafío
y la primera gran quiebra del consenso social en el que nos habíamos instalado.
No olvidemos las decenas de miles de millones de euros enterrados en la banca,
las privaciones de derechos, las enseñanzas universitarias cada vez más
lejanas, la atención sanitaria cada vez más amenazada o los dependientes cada
vez más abandonados. Hay más quiebra del sistema en el PP que en Podemos. Todas
las quiebras del sistema por la derecha se expresan como reformas que hay que
meditar. Sin embargo, no la quiebra, sino el mero mantenimiento del sistema por
la parte izquierda, la de la igualdad, protección y servicios públicos, se
señala como populismo antisistema. Por su posición, el PSOE marca la forma y
límites del sistema. Su desorientación lo desorienta todo. Y mucha gente buscará
en otros partidos los matices que no vea en el PSOE. Algunos necesitamos aire
para respirar.
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