Los símbolos son una alucinación o una distracción, según se mire. En
cualquier especie una señal tiene que ver con lo que realmente está pasando. El
animal que recibe el chillido de aviso de depredador echa a correr, sacas las
púas, se pone de color verde o huele mal, hace lo que sea que tenga que hacer
para ponerse a salvo. No puede elegir no hacerlo porque la señal de depredador
sólo llega porque hay un depredador. Nuestros símbolos, sin embargo, nos hacen
experimentar cosas que no están pasando y desarrollar conductas para lo que no
sucede. Con símbolos puedo provocar asco y vómitos diciendo cosas guarras o
puedo provocar compasión y hasta llanto contando cosas tristes. Sin que en la
situación real haya nada asqueroso ni triste la gente puede reaccionar con asco
y con llanto. Así son los símbolos, una distracción de lo que realmente pasa, y
una alucinación que nos hace reaccionar a lo que no está sucediendo, como si
hubiéramos fumado un psicotrópico. Pero claro, ser una especie distraída es lo
que nos permite trascender cada situación y tener la cabeza poblada con más
cosas que las cuatro paredes que vemos en cada momento. Y ser una especie
alucinada es lo que nos permite desarrollar conductas eficientes sin necesidad
de experimentar ni razonar lo que se requiere para saber que son eficientes.
Una catástrofe que mate de golpe a mil personas en Guadalajara me conmoverá y
movilizará para ayudar y para exigir al Gobierno que ampare la zona, a pesar de
que nunca estuve en Guadalajara y no creo conocer a nadie de allí. Esta bondad
imprescindible no viene de mi experiencia. Viene de los mapas, banderas y
palabras que desde niño a mí y a los alcarreños nos hacen sentir la alucinación
de que su espacio y el nuestro es un único espacio que nos guarece y que ellos
y nosotros somos una misma gente que nos apoyamos. Los sentimientos
diferenciales con la gente que no derivan de la experiencia directa con ella
son una alucinación simbólica, la patria es una alucinación simbólica.
Pero el mismo mecanismo por el que me conmocionarían mil muertos alcarreños
me tiene desmovilizado con respecto a los miles de muertos de Somalia o Sudán
por la injusticia insuperable de la hambruna. Los símbolos que me hacen sentir
cierto territorio como propio me hacen sentir el resto como ajeno y, con enorme
facilidad, como hostil. La alucinación simbólica se necesita para que la
conducta colectiva sea eficaz de la única manera en que la conducta colectiva
lo es: de manera irracional. El único altruismo colectivo garantizado es el
altruismo de grupo compulsivo movido por los símbolos, aquel que se muestra en
su envés como indiferencia y hostilidad potencial hacia fuera del grupo.
Necesitamos los símbolos como necesitamos los coches, los objetos punzantes y
hasta los explosivos. Nos hacen falta para tareas de cierta magnitud, pero son
armas, cosas con las que se puede herir o matar. Estos días en que se exhiben
banderas y se repite el nombre de patrias nadie debería olvidar que son armas
lo que se está exhibiendo, cosas diseñadas para que la conducta colectiva sea
compulsiva e irracional, para bien y para mal. Y por cierto, como los cuchillos
y los medicamentos, deberían dejarlos fuera del alcance de los niños.
La inanidad intelectual y moral de Puigdemont, Artur Mas y otros comparsas
es evidente. También es evidente qué lejos está el torrente independentista de
cualquier aliento democrático. No sólo pretenden zanjar una cuestión de enorme
trascendencia por mayoría simple y no cualificada. Es que pretenden zanjarla
por mayoría simple de una minoría que vote si esa minoría no es ridícula, sin
especificar en qué porcentaje empieza la ridiculez. No importa que la acción
policial esté dificultando materialmente la votación. En el planteamiento
independentista está proclamar la independencia, aunque sea la opción de una
minoría de la población. El afán de imposición es tan visible y la hipertrofia
de símbolos patrios es tan burda que es legítimo pensar que no recurren a la
fuerza porque no la tienen. Pero yo no soy catalán. Y en este llamado choque de
trenes me tienen que permitir que me puncen más los símbolos propios que los
ajenos y que me duela más España que Cataluña.
Andy Clark decía que el lenguaje era como unas tijeras. Una parte de las
tijeras enseña cuál es su función y la otra muestra cómo es el que las maneja.
Es filosa por un lado porque están hechas para cortar. Y tiene dos agujeros por
el otro porque quien las maneja tiene dedos. Por eso tiene razón Jabois en que
las banderas, como el lenguaje y las tijeras, además de simbolizar lo que simbolizan
definen a sus usuarios. La parte de esta historia que más me atañe es la que
tiene que ver con la bandera de España y con su nombre y lo que la exhibición
de una cosa y otra dice de quienes las exhiben. Las banderas nacionales señalan
edificios oficiales y, cuando el país está reconciliado con su memoria, no es
raro que simplemente intensifiquen la complicidad colectiva en actos festivos,
como ocurre con nuestra bandera asturiana. El lenguaje es un artefacto eficaz
para decir cosas e informar, pero lo usamos muchas veces para la mera cháchara,
para el mero ejercer y retener relaciones amistosas, como los chimpancés usan
el aseo mutuo para renovar y sostener afectos. Por eso las banderas a veces se
usan en fiestas o se ponen en el coche, como cháchara invisible con el grupo al
que pertenecemos. Pero España no tuvo suerte con sus símbolos, sin duda porque
se lo buscó. Almudena Grandes decía hace poco que intentar construir una
democracia sin condenar la dictadura franquista y sin reivindicar la democracia
republicana era edificar sobre mentiras y materiales endebles. La bandera rojigualda
tiene su historia, pero siempre la conocimos como una bandera asociada con
Franco y con ideología conservadora. Salvo quizá en el fútbol, no es una
bandera con la que se haga cháchara. O señala edificios oficiales o
directamente se exhibe con ostentación y con mensaje, como se ostenta en España
la bandera y se grita el nombre de España: casi siempre contra otros españoles.
Los concejales conservadores de Gijón tronaron cuando Albert Plá dijo que le
daba asco ser español. Y lo cierto es que a mí siempre me avergonzaron más los
que vociferan su orgullo de ser español y los que agitan su bandera con
fanfarronería ruidosa. La transición no acertó con los símbolos nacionales, que
sólo pueden funcionar con sordina y en voz baja. Cuando las banderas de España
se juntan y el nombre de España se hace coral, lo que simbolizan es una versión
reseca y amojamada de España, como si el exceso simbólico le sorbiera los jugos
y dejara la idea de España reducida a un duro pellejo de vaca como el Llano de
Juan Rulfo. Sentí esas banderas callejeras que acompañaban la salida de la
Guardia Civil hacia Cataluña y esos gritos de «¡A por ellos!» como una injuria,
como una caricatura casposa y analfabeta de mi país. Nunca reprocharemos lo
suficiente al PP haber agitado agravios territoriales espurios y mezquinos
hasta llegar a esta situación en la que Cataluña sólo grita disparates y alisa
cerebros infantiles y de España sólo se oyen ya los que dicen «a por ellos» y
repiten el nombre de España echando espumarajos y raspando la costra más dura
de la historia.
En estos momentos, en que ya sólo se oye lo más vocinglero, es imposible no
ser percibido como equidistante, salvo que uno sea de los vociferantes. Pero
sentimentalmente uno no es de todas partes. Como dije, no soy catalán, la
irritación que provoca el independentismo puede que sea más intensa intelectualmente,
pero lo que más me hiere es lo mío, los símbolos maltrechos que dejó la
transición en uno de sus mayores fracasos. El 12 de octubre no habrá clase
porque será la fiesta nacional. Y habrá más banderas que nunca que harán más
que nunca lo que siempre hacen: simbolizar el espacio que me guarece y el
pueblo en el que me confundo reseco, simplón y malencarado. Y a cada uno le
duele más lo suyo.
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