No podía faltar en la bronca catalana la enseñanza y el adoctrinamiento en
las escuelas. Vaya por delante que suelo sentir un picor agradable (y desde
luego irresponsable) cuando se levantan polémicas de este tipo. En estos días
se oye en voz alta lo que en muchas círculos se susurraba en voz baja: que la
descentralización del sistema educativo fue un error y que los nacionalistas
que llegaron al poder en el País Vasco y Cataluña aprovecharon el enorme margen
que les daba el sistema para inculcar la ideología separatista. Digo que una
parte de mí se complace por este tipo de polémicas. Con frecuencia me toca
defender a las materias humanísticas, a las que me dedico, de la percepción ramplona
de que son saberes sobrantes sin aplicación en nuestro mundo. Pero no creo que
los independentistas se fueran a pelear con el gobierno central por los
contenidos de Física o Biología. Tampoco creo que los que deploran el
adoctrinamiento escolar en Cataluña se duelan por cómo se explican las
matemáticas allí. Curiosamente, las materias a las que todo el mundo quiere
hincar el diente son las maltratadas humanidades y sociales. Una parte de mí se
sonríe porque estas diatribas me hacen pensar que, para ser tan inútiles las
humanidades, bien se pelean por controlarlas los unos y los otros. Algo
relevante deben plantar en la mente y la conducta de la gente estas materias
para que estén dispuestos a tanto combate y tanto ardor.
No es esta una cuestión menor. Ocupa de hecho varias sentencias del
Tribunal Constitucional. El adoctrinamiento que tanto altera el sueño de
algunos no empezó en Cataluña ni se reduce al nacionalismo. Quieren hablar y
legislar con dos vicios: hablar y legislar al hilo de una calentura (Cataluña)
y hablar y legislar sobre un aspecto de la cuestión (el adoctrinamiento
nacionalista). Pero la cosa tiene más extensión. La Iglesia viene siendo muy
combativa desde el principio con todo esto del adoctrinamiento. Recordemos la
asignatura de Religión y aquel sofoco por la Educación para la Ciudadanía. El
apoyo o detracción de la enseñanza concertada tiene también un sesgo ideológico
innegable (la apoya la derecha y la detracta la izquierda), por lo que algún
papel ha de tener esto del adoctrinamiento. Hace poco Hazte Oír quiso adoctrinar
a los niños a la salida de los colegios con penes, vaginas e identidades de
género. Y no sólo es cosa de religión y enseñanza concertada. La extensión de
la asignatura de Economía a costa, por ejemplo, de la Filosofía no vino sin el
correspondiente ruido doctrinal. Los think
tanks ligados de los bancos se despacharon relacionando la materia de
Economía con la crisis. Dijeron que si hubiéramos sido formados en las artes
del ahorro y el gasto no hubiera pasado lo que pasó. Se publicitaron
actividades de niños saliendo de la escuela y yendo a bancos para averiguar qué
plan de pensiones era mejor. Que desde niños se entienda que la jubilación ha
de consistir en planes privados con los bancos huele a adoctrinamiento también.
El tufillo que se detecta en Cataluña es como mucho una esquina de la cuestión.
Para hablar de algo tan relevante en el sistema educativo habría que hablar
en serio y poner algún límite a la hipocresía. Debemos empezar por la consabida
higiene lingüística. La forma de decir que otros adoctrinan es llamar ideología
a eso que no queremos que se haga en las aulas. La forma de extender nuestro
pensamiento en esas aulas es llamarlo «ideario», «orientación propia» o
«carácter», que de las tres formas lo ampara la ley; o simplemente enmascarar
la ideología en jerga paracientífica. Por ejemplo, la igualdad entre hombres y
mujeres es una pretensión difícil de denigrar porque chirría en una democracia
oponerse a la igualdad. Así que la Iglesia viene llamando a esto ideología de
género y, a partir de ahí, ya puede llamar adoctrinamiento a todo lo que
impulse la igualdad en la escuela. Instruir en centros separados a chicos y
chicas a simple vista parece más ideológico que predicar la igualdad de sexos,
y más si se tiene en cuenta que en España son colegios ultracatólicos los que
practican tal segregación. Si se justificara esta práctica con la encíclica de
Pío XI del año 39, en la que calificaba de errónea y perniciosa la
«coeducación» y en la que recordaba que la modestia cristiana de la juventud femenina
obligaba a evitar «toda exhibición pública», pues la segregación por sexos
parecería un adoctrinamiento y el Estado no podría financiar a esos colegios.
En lugar de eso se habla de un abstruso dimorfismo en el cerebro de las niñas y
de los niños, para parecer que es la ciencia y no la encíclica quien fundamenta
la separación. Así ya no es adoctrinamiento y nuestros dineros pagan esos
colegios.
La otra forma de adoctrinar es que se haga de forma no explícita, para que
no haya texto ni declaración que impugnar. Nadie dice que los conciertos
educativos pretendan concentrar en un tipo de colegios a los casos escolares
sencillos y en otro tipo de colegios los casos complicados. Las estadísticas
son innegables: extranjeros con carencias, alumnos con discapacidades o bajo
rendimiento por causas diversas y demás tienen una presencia anecdótica en la
enseñanza concertada. Pero no hay ideario que explicite tal cosa. Engels llamó
en su día la atención sobre la perversión arquitectónica de Manchester en la Revolución
Industrial. Decía que una persona de clase media podía vivir muchos años allí,
dar largos paseos diarios y no encontrarse jamás con obreros ni con casas de
obreros, a pesar de que las barriadas estaban allí al lado. Y todo esto sin que
hubiera ley que limitara los movimientos de nadie ni hubiera voluntad expresa
de obreros y clase media de no encontrarse por la calle. A veces son inercias
tácitas las que llevan a fines preconcebidos. Lo que parece una evidencia es
que el ardor con el que el PP y sus monaguillos de C’s quieren impulsar la
enseñanza concertada, cuyo principal dueño es la Iglesia, se debe a un impulso
de adoctrinamiento. Y la prioridad de la Iglesia por asegurarse que el dinero
de todos le garantice el mayor control posible de la enseñanza sólo puede tener
motivos doctrinales. El Tribunal Constitucional ya estableció que «la libertad de enseñanza
puede ser entendida como una proyección de la libertad ideológica y religiosa y
del derecho a expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y
opiniones». Antes de calentarnos la boca con el adoctrinamiento nacionalista y
de calentar más a Cataluña con tal cuestión, debemos recordar que la doctrina
del Constitucional es que la enseñanza privada es parte del derecho a difundir
pensamientos propios.
La cuestión entonces es triple. En primer lugar, la cuestión es cuándo
la difusión de pensamientos propios es adoctrinamiento: a estas alturas
¿adoctrina el que dice que hombres y mujeres son iguales o el que dice que eso
es ideología de género?; ¿es adoctrinamiento lo de los dimorfismos cerebrales,
es decir, la vuelta a que ellas hablan que aturullan y ellos planifican y
abstraen (eso es lo que quiere decir la chorrada del dimorfismo)? En segundo
lugar, la cuestión es cuándo los pensamientos que se difunden son tan
ideológicos que son un derecho de la enseñanza privada, pero que no de la
pública. Está claro que un centro privado tiene derecho a ser católico y uno
público no. Dónde está el límite. Y en tercer lugar, la cuestión es si la
difusión de la enseñanza privada de sus pensamientos debe ser pagada con el
dinero de todos. PP y C’s quieren hablar de adoctrinamiento. Claro que hay que
hablar de los mapas y contenidos que se hagan en Cataluña. Pero no hay una
forma cabal de hablar de esto sin que aparezca la Iglesia, la religión, la
economía y los dineros públicos de los centros privados. Ni una rueda es un
buen resumen de un coche, ni Cataluña una buena síntesis del adoctrinamiento
escolar.
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