Decía Bergson que, de todas las formas de la fealdad o la deformidad, las
que se usaban para la comicidad en ambientes faltos de piedad eran las que podían
percibirse como el gesto rígido que una persona normal pudiera hacer. Los
bultos o los eczemas sólo son feos, no hacen gracia; pero el jorobado obligado
a un postura que cualquiera podría hacer, la cara que por una parálisis o la
tirantez de una cicatriz no puede evitar una sonrisa estancada o una mueca
retenida, esos son los que mueven a la risa de los inmisericordes. La rigidez
parece ser la clave, la rigidez en el gesto o en el pensamiento, que llevan a
gestos o razonamientos inadaptados o vanos. Caminar no es ridículo y sentarse
en el suelo tampoco. Pero caminar sin advertir el escalón es una rigidez y por
eso quedarse sentado al caerse provoca comicidad, por no hacer un cambio
requerido por las circunstancias. Lo mismo pasa con un razonamiento sostenido
que no advierte el error y persiste hasta tropezar en él. Cualquier forma de
distracción, motora o mental, puede conducir a la comicidad y provocar risa (es
decir, al ridículo). Por eso la distensión súbita provoca risa. Si algo nos
asusta y de repente no era lo que parecía, por ejemplo, el típico ruido
amenazante del más allá que acaba siendo un gato, nuestra turbación en vano se
manifiesta como una rigidez desacompasada con la realidad y, por ello, la
distensión viene con comicidad y con risa.
Le doy vueltas al abecé de la risa y el humor para entender por qué parecen
tan contentos algunos, qué está pasando tan gracioso. En Madrid andan por la
vía pública unas mesas distinguidas con las siglas y las gaviotas del PP
vendiendo banderas de España de distinto tamaño. En realidad, no sé si las
vendían o las regalaban. Si me hubiera acercado lo suficiente hubiera pedido
una negra con calavera y dos huesos cruzados, pero no hice la graciosada por no
cambiarles el gesto. Daba gusto verlos, sonrientes y bien aseados. Parecían
creer que la bandera nacional era como la capa de Supermán y que envolviéndote
en ella nada podía dañarte, ni la fiscal que considera «abrumadoramente
acreditada» la caja delincuente del PP, ni el hecho de que quienes dirigían el
PP en el tiempo de las peores tropelías fueran precisamente Rajoy y Cospedal.
Pero no era eso. La impunidad es siempre un manto cálido, pero no pone esa
sonrisa tan abierta al futuro como lucían aquellos dispensadores de banderas.
Es el 155 el causante de tanta sonrisa. Fue anunciar el Gobierno que aplicaría
el 155 y abrirse las sonrisas como pétalos de rosa en primavera. El anuncio de
que ellos serían el Gobierno y el Estado en Cataluña, que el Parlament sería sólo
un nido de ujieres, que reprogramarían a los Mossos como a Terminator 2 para
que hagan el bien y que iban a limpiar TV3 como si fuera Badalona hizo
chisporrotear las risas por todo el país. No son sólo los risueños yonquis de
las banderas rojigualdas. La gente anda buscando el 155 de la lotería nacional
como quien busca un aniversario. Un diario de Madrid, independiente cada
mañana, sacó un editorial exultante con el atractivo título de «Entre todos», por
el horizonte patrio que abría el 155. Tanta alegría ocultaba el verdadero
mensaje. Como siempre que se apela a la unidad, en realidad se hablaba de
excluir. Lo de entre todos era entre PP, C’s (valga la redundancia) y PSOE
contra los otros. En España «entre todos» siempre quiere decir «a por ellos».
Pero hasta eso parecía en sordina.
Y uno se acuerda de Bergson intentando comprender de qué se ríen. Comprendo
que el engrudo formado por los restos de CiU (PDeCAT o algo así) y Esquerra
amasado con los pipiolos de la CUP tiene su comicidad. Esto de declarar la
independencia y dejarla en suspenso, quebrando las leyes que quebraban las
leyes, y creyendo Puigdemont que se quedaba con el botón de un arma activada;
anunciar una declaración de que habrá elecciones, retrasar la declaración y
después anularla; sacar del bolsillo la independencia suspendida y propalar que
dimitiría y que la declaración la haría Junqueras y después que no, que seguirá
de President, como si estuvieran en el juego ese de dilo tú, no mejor tú, que a
mí me da la risa; todo esto, la secuencia completa del engrudo independentista
de octubre para acá, efectivamente, parece el movimiento estrafalario y bufo
inducido por un escalofrío o un calambre, pero retenido y rígido, con esa
fealdad grotesca con que un accidente nos puede dejar en la cara una mueca
extravagante que hace reír a quien no se compadezca. Hasta ahí se entiende la
comicidad. La risa requiere, además, falta de emotividad. No hay risa cuando se
está preocupado, triste o asustado. La risa franca requiere un momento de
planicie emocional y se dirige, decía Bergson, a la inteligencia pura. Y hasta
aquí podemos tomar la cosa con humor a ratos, desconectar de la tristeza de lo
que ocurre, y reírnos de la fealdad independentista.
Más complicado es entender la risa por el 155. No se trata de si eso es lo
que hay que hacer o no. Por supuesto que podríamos hablar de si el artículo de
marras es lo que debería aplicar el Gobierno y si lo debe aplicar en versión
light o en versión heavy. Pero como no se puede hablar de todo a la vez dejemos
eso. Incluso si alguien está convencido de que eso es lo que se necesita, me
cuesta entender tanta sonrisa, por mucho que amplifique mi entendimiento con el
de Bergson. Comprendo que un médico decida que hay que amputar la pierna de
alguien, pero no que se parta de risa con el pronóstico. A menos que me esté
faltando sentido de humor a mí para distanciarme de cierta estupidez colectiva
y disfrutar de lo cómicas que son esas risas estúpidas. Es imposible que el
Gobierno central pueda así de golpe ponerse a gestionar el día a día de
Cataluña; no hay logística para ello. Que gobierne Cataluña quien no fue elegido,
que lo haga sin que esté escrito hasta dónde puede llegar, que tome el mando
sin plazos para dejar el mando, todo eso, no es restituir la democracia, sino
suprimirla. Es imposible que no se llene Cataluña de tumultos y que el 155 no
venga con la amenaza del estado de emergencia y cosas peores. Quienes
degradaron TVE hasta el nivel de Intereconomía no van a devolver no sé qué
dignidad a TV3. No van a aplicar justicia quienes desde hace tiempo vienen
toreándola, politizándola y delinquiendo. Podría tener su gracia que la gente
se haya olvidado de todo esto. Y que ya no recuerde las andanzas de Rafael
Catalá y el señor Moix poniendo la fiscalía anticorrupción al servicio, defensa
e impunidad de los corruptos. Y que no recuerde al señor Zoido justificando
conspiraciones que urdieran pruebas falsas contra Podemos y nacionalistas, o
diciendo a las ONGs que no ayuden tanto, que su labor hace efecto llamada, que
de tanto ayudar casi apetece ser refugiado y naufragar en el Mediterráneo. Esa
rigidez del entendimiento es la base de los chistes y por eso podría tener
gracia la gracia que hace a tanta gente el oscurísimo futuro que abre el 155.
Después de todo, habíamos dicho que lo cómico se dirige a la inteligencia pura
y todo esto demuestra que la inteligencia pura de algunos raya la imbecilidad,
y de los imbéciles también fue costumbre reírse, como de cierto tipo de
fealdades. Un país distraído con banderas y deformidades independentistas, que
no ve por dónde pisa y le quitan servicios, derechos, protección y futuro
cumple las condiciones para la comicidad.
El problema es ese, que la risa requiere ausencia de emotividad. Me río del
que tropieza y se cae del culo. Pero del que tropieza y desnuca me cuesta más.
El 155 abre una quiebra de tal calibre que no consigo el distanciamiento adecuado.
Porque se me olvidó otro aspecto de la risa: su carácter colectivo. El PP se
llenó de bobos que andan amenazando con el 155 por toda España, como aquellos enclenques
mezquinos que se ponían detrás del matón del recreo para hacerse los valentones
a su sombra. La risa de los camellos de las banderas es contagiosa y se
extiende por el país como alas de gaviota (quizá no elegí bien las palabras). A
ver si consigo encontrarle la gracia a todo esto. Debo estar perdiéndome algo.
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