«¿Tan perdedor eres que no te das cuenta de cuándo has ganado?», le
preguntaba Harvey Keitel a Georges Clooney en el antro de La Teta Enroscada,
antes de llenarse de vampiros. La pregunta no es tonta porque a veces uno no
nota cuándo gana. El problema es que tampoco se ve siempre cuándo se fracasa.
España lleva unos meses debatiéndose entre dos fracasos: un referéndum de
independencia en Cataluña o la aplicación del 155, ya tan querido y tan
nuestro. Que una cosa sea un fracaso no quiere decir que no haya que hacerla,
quiere decir sólo que es un fracaso. Que es difícil comprender cuándo se
fracasa se nota en que los dos fracasos provocan algarabías y contentos. Quizá podríamos
ir recordando algunas certezas antes de que el cuadro se entafarre más.
1. La aplicación del 155 vino con la destitución del jefe de un cuerpo
armado, con una huida del Presidente de la Generalitat y varios consejeros y
con una rueda de prensa de gran seguimiento internacional. Hasta el auto de
prisión de la jueza Lamela del jueves, todo se había tranquilizado algo. Seguía
revuelto, pero más tranquilo. La lección, por contraste, es que ni la ley ni
las entendederas de Europa necesitan astracanadas: la calma anterior al jueves
indica que lo del 1-O fue una actuación descerebrada innecesaria. Un referéndum
ilegal se hubiera podido ignorar sin cargas policiales y Europa no se hubiera
chupado el dedo. La reprobación a la Vicepresidenta iniciada por el PSOE estaba
justificada y su retirada no. El 1-O transformó la cuestión catalana ante el
mundo y en la conciencia de los propios catalanes.
2. La justicia viene siendo representada por una balanza en la que los
brazos se equilibran. Hace poco, menos de un mes, decía Maíllo que había un
proceso inquisitorial contra el PP. El lenguaje era casi idéntico al de
Puigdemont. El PP también sentía que no había garantías, que se les perseguía. Ni
Rato, ni Matas, ni Esperanza Aguirre, ni Cifuentes, ni Pilar Barreiro, ni Pedro
Antonio Sánchez, ni Gallardón, ni Camps, ni tantos otros están en la cárcel, a
pesar de los escándalos sobrecogedores que los señalan. De golpe, sin juicio
(también es verdad que sin sorpresas), con una eficacia y rapidez ejemplares,
todo el Govern está en la cárcel o en busca y captura. El auto de Lamela hace
una alusión directa a Puigdemont: «En este punto basta recordar el hecho de que
algunos querellados ya se han desplazado a otros países eludiendo las
responsabilidades penales en las que pueden haber incurrido». Y explica, esta
vez sin alusiones, que pueden destruir pruebas: «Se aprecia también alta
probabilidad de que los querellados puedan proceder a ocultar, alterar o
destruir fuentes de prueba». Pero todavía recordamos la destrucción a
martillazos de discos duros en las sedes del PP, porque nadie había previsto
todo eso de ocultar, alterar o destruir fuentes de prueba. Y tampoco le pareció
a Lamela un ejemplo al que aludir para justificar sus temores. La imagen de la
balanza es una imagen acertada: la justicia consiste en que la misma unidad de
medida sopese cualquier cosa que se ponga en el otro brazo de la balanza. Y
aquí se están utilizando distintos pesos para medir según qué conductas. Sólo
una semana antes, otro juez no tuvo ninguna prisa en encarcelar sin juicio a
Forcadell y demás miembros de la Mesa y hasta les dio unos días para que
estudiaran el sumario. Pero, como se fugó Puigdemont, a Lamela y a José Manuel
Maza les entraron prisas. Y cada nuevo incendio en Cataluña es más devastador
que los anteriores.
3. Puigdemont lleva consigo la representación simbólica de algo difícil de
precisar, pero que tiene que ver con las instituciones de Cataluña. Parte de su
juego es sustanciar la cuestión como un conflicto para la comunidad
internacional, porque cuanto más conflicto sea lo de Cataluña más se percibirá
que hay dos partes y cuanto más cierto sea que hay dos partes más simétricas serán
esas partes. Por una razón y otra, la salvaguarda de los símbolos y la
estrategia a la que sirve, se comprende el movimiento de irse a Bélgica. Pero
los culebreos, los enredos llenos de opacidad, las maneras expeditivas y nada
democráticas del procés y el lenguaje tan excesivo y tan lleno de solemnidad
histórica con que el President se refiere a la situación y a sí mismo, todo
ello, está llevando a la comunidad internacional a ese punto en el que un
personaje de El Pacto de los lobos
decía con recelo: «cuidado, señor, o acabaremos por no saber de qué está usted
hablando.» Debería poner un límite a sus performances
mediáticas, antes de que hablar en cuatro idiomas sólo le sirva para que todo
el mundo entienda que no se sabe de qué está hablando. Ruiz Mateos acabó
teniendo que disfrazarse de Supermán para que le hicieran caso los periódicos.
Hasta el auto de Lamela, la percepción de Puigdemont era cada vez más circense.
Pero llegó el auto y el encarcelamiento sin juicio de todo el Govern. Ahora las
palabras de Puigdemont suenan de otra manera, para mal de España. Que las
payasadas sean cada vez más serias mide el deterioro de una situación.
4. La izquierda sigue sin un discurso coherente sobre naciones, estados y
pueblos. La reivindicación del Valle de Arán muestra lo inmanejable que puede
llegar a ser la idea de nación para hacer política. El nacionalismo español no
viene de la nada. Cuando se activa, se activan sus raíces y la historia bombea
a través de él impurezas y coágulos del pasado. El nacionalismo opuesto, sobre
todo el vasco y el catalán, inyectó dosis de emotividad colectiva que dañaron
la racionalidad de la vida pública. No hay nada agradable en que se suelten la
melena los nacionalismos en España. La descentralización y las políticas
sensibles con las identidades culturales no necesitan recargarse de morralla
ideológica nacionalista. La izquierda debería tener un discurso estable y claro.
5. Un referéndum de independencia es un desenlace como cualquier otro, pero
es un fracaso. Hay demasiada gente en Cataluña que quiere la independencia como
para ignorar el fenómeno. De hecho, el 1-O no fue un referéndum, pero sí fue
algo histórico que nadie debería obviar. Y hay demasiada gente en Cataluña que
no quiere la independencia, como para ignorarla, como se vino haciendo de
manera insólitamente sectaria durante el procés. Y España en su conjunto no
quiere esa independencia. El punto estable al que conduce esa ecuación no es el
resultado de un referéndum a todo o nada. Como dije, que una cosa sea un
fracaso no quiere decir que no haya que hacerla, pero sí que hay que evitar
tener que hacerla. ¿No se puede hablar, con tantos modelos territoriales en que
inspirarse?
6. El 155 o cualquier forma de intervención anómala en la vida política
catalana es un fracaso clamoroso y muy doloroso de la convivencia. Rajoy tuvo
muchas veces más de una forma de actuar sobre la cuestión catalana y siempre
eligió no hacer nada. Cuanto más dejó empeorar el ambiente político, más acercó
al país a no tener más solución que alguno de los fracasos de la convivencia,
el que menos duela. El 155 dejó desorientada a Cataluña y el auto de Lamela la
reorientó hacia el incendio. Alguien debería recuperar la responsabilidad en el
Gobierno. Y alguien debería contarnos qué está haciendo la Zarzuela. La Corona
no deja de acumular secretos.
Los delitos son delitos, no se pueden columpiar las decisiones judiciales
en las coyunturas políticas. Pero estamos en peligro todos. Cataluña se
desborda y España se precipita con ella. Las discrepancias se están haciendo
odio y la gente cada vez opina gritando más. El Gobierno, y ahora ya
prácticamente sólo él, puede bajar la presión de esta caldera. Puede hablar,
puede pactar, puede aceptar. Hasta puede indultar. Lo que sea que contenga esta
explosión. Nos lo debe. En otros sitios no sé, pero aquí la historia no absolverá
a nadie.
No hay comentarios:
Publicar un comentario