Causó revuelo hace unos meses la adjudicación del Nobel de literatura para
Bob Dylan. De todas las razones por las que resultaron polémicos estos premios,
esta fue bastante original. Nadie negó ni la calidad ni, desde luego, la relevancia
histórica de Bob Dylan, sino si era literatura lo que hacía. Dijeron unos que
había que ampliar la mirada y superar inercias para reconocer como literarias
más cosas que las que traían los libros de texto. Otros recordaron que la
literatura empezó siendo parecida a lo que hace Bob Dylan, una composición
poética cantada que se transmitía como tradición oral, oída y no leída. Joaquín
Sabina sintió rápidamente un reconocimiento gremial y celebró apresuradamente la
respetabilidad académica que de pronto alcanzaban los cantautores. Después de
todo ellos hacen su arte con la palabra, por qué no ha de ser eso literatura.
Retengamos para después este detalle. Otros, claro, dijeron que si lo que hace
Dylan es redondo, se compra en tiendas de música y se escucha en equipos de
música es que es música y que para ser literatura tiene que ser de papel,
comprarse en librerías y leerse, no escucharse. Lo interesante de todo aquello
no era lo oportuno o merecido del reconocimiento a Dylan, sino el debate de si
se debía reconocer como literario lo que se escucha en un disco al son de
guitarras e instrumentos.
La intuición nos hace suponer que la esencia de las cosas está en sus
orígenes. La literatura es una de las cosas que creo que desmienten esta
intuición. Como la vida misma, en sentido biológico. La vida empezó a existir
en el único sitio en que podía existir: en el agua, a salvo de la radiación
ultravioleta que tostaba la superficie terrestre. Cuando la atmósfera se llenó
de oxígeno y en la estratosfera se formó el ozono que absorbía esa radiación,
fue posible su propagación a tierra firme. Y ahí, andando el tiempo, estalló.
La única energía de que dispone la vida es la que las plantas toman de la luz
solar. En la mayor parte del océano a las plantas les falta la luz, cuando
tienen suelo lejos de la superficie; o les falta el suelo, cuando tienen luz cerca
de la superficie. Pero en tierra firme tienen luz y suelo. La cantidad de
energía solar convertida en biomasa es mucho mayor y la vida se desarrolla en
tamaño y variedad a sus anchas. El origen de la vida está en el agua, pero la
plenitud de la vida quiere suelo terrestre. Los orígenes de la literatura
también mienten sobre su verdadera naturaleza. Empezó de la única manera en que
podía empezar. Tenía que ser oral, porque no había escritura ni soporte para
ella. Tenía que ser en verso y cantada, porque nuestra memoria es limitada y
necesita ritmo, necesita que el texto se reparta en moldes repetidos para
segmentarse y para que unas partes recuerden a otras. El ritmo poético y
musical es como una muleta para nuestra memoria. Todavía recordamos aquellos
sonsonetes escolares con los que los niños memorizaban la tabla de multiplicar.
La composición tenía que ser tal que el autor pudiera recitar de memoria lo que
había compuesto. Nadie podía concebir Quijotes que no pudiera después recordar
y declamar de viva voz. Y ningún público podía retener la atención sobre
ninguna historia que no se le diera en segmentos modulados en melodías que se
repitieran en bucle.
Cuando fue posible fijar la literatura en la escritura todo cambió. El
autor no tenía que recordar lo que componía porque las palabras quedaban
adheridas al papel sin evaporarse y él podía construir monstruos más allá de
sus capacidades normales, porque sus recuerdos quedaban fuera de él, sólidos y fijados
a su disposición. El receptor se hizo lector, ya no tenía que entender las
cosas tan rápido como otro las declamaba. Podía demorarse en la belleza de una
línea o reflexionar la profundidad de un párrafo. Las palabras eran sólidas y
estables, podía estar conectado con ellas el tiempo que necesitara. La
literatura, como la vida en tierra firme, estalló. Se multiplicó la poesía y
apareció la gran prosa. La literatura se hizo silenciosa y solitaria porque
podía. Multiplicó los mundos del lector porque ahora podía. Empezó siendo
recitada y cantada, como la vida empezó en el agua, porque era la única manera
en que podía darse. Pero la literatura quiere la lectura. Se estira, se
retuerce y se multiplica en el papel y entrando por los ojos. Su origen no está
ahí, pero sí su plenitud. La literatura oral desaparece a medida que se
universaliza la alfabetización y la lectura.
Sobre el Nobel de Bob Dylan sólo me atrevo con una certeza: cualquier
manifestación tiene de literario lo que tenga de literaria su lectura. Puedo
ver representada La casa de Bernarda Alba
y sé que la literatura es una parte de lo que estoy viendo, porque tiene rango
literario ese texto cuando lo leo. Cuando veo El Padrino veo una obra de arte, pero no una obra literaria, porque
el texto de los diálogos puesto en papel y leído no tiene esa altura (aunque
alcance grandes alturas la composición completa que veo en el cine). Se
equivoca Sabina creyendo que la cuestión es hacer arte con la palabra. Eso lo
hace el cine también. Se equivoca porque se queda corto. No es sólo la palabra:
es la lectura. Bob Dylan tiene de literato lo que tenga de literaria la lectura
de sus composiciones. Y todo el mundo acepta que en su caso sí hay altura
literaria en su lectura (insisto, en su caso). Si es mejor poeta que otros, es
ya la típica discusión de cualquier premio Nobel que podemos obviar ahora.
Decía Barthes que los niños quieren la finitud. Por eso, les gusta la
cueva, el nicho, la manta que los arropa o el abrazo, sin más. El libro es a la
vez en el envase con el que se distribuye la literatura y, en cierto sentido,
su abrazo. La digitalización no es sólo un cambio en la materialidad del libro.
Puede ser su disolución. La ciencia o los mapas se distribuirán sin problema en
libros o en códigos digitales, en 2D o en 3D. Sospecho, sin embargo, que la
literatura está más necesitada de su abrazo y es más deudora de su envase, sea
en papel o en láminas digitales. Y los propios libros parecen querer su propio
abrazo, un espacio dedicado. Nos gustan en las bibliotecas y en las librerías.
Decía Manguel que una biblioteca era un lugar paradójico, donde mucha gente se
juntaba para hacer algo solitario. Será esa apetencia infantil por la finitud
del nicho. Que cada año haya casi mil librerías menos que el año anterior en
España indica que hay un escape, que algo se nos está yendo poco a poco. No
creo que la gente lea lo suficiente, pero tampoco creo que lea menos. Es el
libro el que se puede estar desaguando en un océano más confuso en el que no
alcanzo a ver cómo vivirá la creación literaria. No creo que la literatura se
vaya a desprender ya nunca de la lectura. Pero la pérdida de librerías parece
ser la señal de que el libro como objeto puede estar a punto de transformarse
en otra cosa, donde no hay límites ni formas y donde la gran literatura puede
respirar con más dificultad. Es difícil saberlo. Podemos invertir la
observación. Podemos ver en cada librería una señal positiva de que sigue
resistiendo algo que nos hace mejores. Hace una semana se celebró el día de
estos locales que abrazan los libros que a su vez abrazan la lectura. Merece la
pena que tengan un día dedicado para que no las descuidemos. Como las plantas, inyectan
vida en la vida y mantienen el aire puro. Salud, un año más.
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