Es un mal día para hablar de ETA, porque las palabras desquician su sentido en un contexto tan nervioso. Y tampoco es el mejor día para hablar de cualquier otra cosa, porque el estruendo informativo del comunicado de ETA no deja oír lo demás. Quizá sea mejor no ser oído que ser malinterpretado, así que podemos dejar reposar unos días el funeral en diferido de ETA y poner atención en lo que está pasando en vez de centrarnos en lo que pasó y ya no pasa. Y lo que está pasando está pasando en Madrid, en el sentido de que allí está pasando a lo grande lo que está pasando en todas partes.
En Madrid se produjo un episodio áspero y sonrojante que corona una sucesión de muchos años de todo lo que en la vida pública es perverso e indigesto. El efecto inmediato de ese episodio es el vacío. El gobierno autónomo, no se sabe si provisional, en funciones o en proceso de censura, está patizambo y como ausente, caminando sin dirección y a la espera de no se sabe qué. En la vida pública no hay nada peor que la desorientación y la falta de referencias, porque a partir de ahí se hacen posibles las conductas sociales e individuales más extraviadas. El rocambolesco caso de Cristina Cifuentes y el efecto de vacío que creó merece más reflexiones que las evidentes porque nos puso ante algunos de esos límites y debilidades nuestras que apartan la conducta colectiva de la racionalidad
Pensemos en la puntilla, en el vídeo en el que se ve que andaba mangando botes de crema en Eroski como una adolescente en viaje de estudios. La percepción inmediata fue que eso ya no resistía un minuto más, que ningún cargo aguanta la exhibición pública de semejante cutrez. No deberíamos salir de ese trance con la mirada torcida. Creo que todos entendemos que llevarse un par de botes de crema, sin violencia, no es para tanto, teniendo en cuenta el saqueo continuado de Madrid y los lodazales en que ella misma anduvo metida. Y a la vez nuestro sentido común nos dice que eso que no es tan grave exige una dimisión inmediata. Nuestro hardware es bastante complicado. Es famosa la paradoja ética del tranvía. Un tranvía va sin control y está punto de matar a cinco personas distraídas (o atadas, en estos juegos siempre hay versiones) en la vía. Accionando una palanca se desviaría a tiempo el tranvía a otra vía en la que hay una persona también despistada. La mayoría de la gente piensa que se debe accionar esa palanca, porque es mejor que muera uno que cinco. Pongámonos ahora en el mismo supuesto, pero esta vez no tenemos palanca que pulsar ni vía alternativa. Sabemos que un obstáculo en la vía detendría el tranvía y lo único que tenemos a mano es una persona que está tranquilamente en el andén. Si la empujamos, el tranvía la matará pero se detendrá. El balance sería el mismo: una muerte para evitar cinco. Pero ahora la mayoría de la gente dice que no empujaría a esa persona. Matarían a una persona por una buena causa accionando una palanca, pero no empujándola con sus manos. Así es nuestra circuitería. Aguantamos a quien saquea nuestro dinero descolgando el teléfono, pero no a quien manga un par de botes con sus propias manos. La cosa parece tener que ver con la racionalidad y la emotividad. Las emociones son de radio corto. Reaccionamos emocionalmente a cosas inmediatas en el espacio y en el tiempo. Las cosas lejanas y futuras las razonamos. Si alguien mata a uno para salvar a cinco con una palanca de por medio razonamos que hizo lo correcto. Si hace lo mismo empujando a otro a la vía sentimos que es un crimen.
El problema es que muchas veces dejamos que sean pulsos emocionales y no razonamientos lo que mueva nuestros votos y nuestra tolerancia a nuestros gestores. Es normal que no soportemos en las instituciones a quinquis que andan falsificando másteres y mangando en los supermercados. Pero mal vamos si creemos que el resarcimiento de dos botes de crema limpia una situación podrida. La izquierda, junta o granel, no fue capaz en Madrid (insistamos, lo que pasa en Madrid está pasando en todas partes) de conseguir crédito para gobernar a medida que lo perdía el PP, y por eso C’s es el recipiente en el que tiende a caer el sobrante, cada vez más caudaloso, de lo que cae de la vasija electoral del PP. C’s viene con recortes y políticas extremas de desigualdad, envueltas en colonia y traje de domingo por la tarde de yerno educado. Los naranjas deshincharon al PP pinchando su bolsa por Cataluña y la unidad nacional y muestran su inmoralidad desquiciando la situación de Valencia, Islas Baleares y hasta de nuestra Asturias, apenas el dos por ciento de las Españas, para sacar el máximo jugo de ese reventón. Pero sobre todo muestran su falta de escrúpulos en la situación límite de Madrid. Parece que no hay calamidad que no venga llena de oportunidades para Rivera. Flotaron en el pestilente barco de Gürtel, Púnica y Lezo en Madrid hasta que la mierda rebosó en el máster de Cifuentes y ahí empezaron a especular con el basurero, sin principios ni la menor actitud de servicio. Dicen ahora que quieren en Madrid un gobierno del PP limpio, que es lo mismo que pedir que le pongan la película de King Kong sin la parte esa del mono gigante.
La última novedad del recambio del PP que se podría avecinar es esta de los fichajes. C’s anda como los protagonistas de la ciudad sin nombre, buscando lo que se les va cayendo a otros a ver si juntan un tesoro. Valls anda como una canica perdida dando botes, pero fue primer ministro de un país extranjero muy grande, salió en telediarios y suena importante. Desembarca en Barcelona queriendo aglutinar una candidatura españolista, que es justo lo que necesita Cataluña, cavar bien hondas las trincheras hasta que no haya más que simios en las tribunas. En Madrid se susurró el nombre de Vargas Llosa, que todavía debe estar frotándose para quitar las babas en las que le hizo flotar Rivera cuando la presunta presentación de su libro sobre tribus y liberales. Vargas Llosa anda apañando piezas para dar cobertura intelectual al salvajismo neoliberal y hacerlo parecer una ideología culta y abierta. Su obcecación ideológica es como todas, inmune a los hechos y la evidencia. Sus ditirambos y loores a Esperanza Aguirre, Juana de Arco rediviva en sus ensoñaciones, producen sonrojo. Dijo con la mayor frescura que ella fue la que impulsó la cultura en la capital y que ella trajo la prosperidad a una ciudad muerta y decadente. Tenemos todavía el recuerdo del doctor Montes, perseguido por una denuncia anónima y enloquecida sin el menor crédito ni fundamento, para que el biombo que formó en torno a él la caverna mediática ocultase el saqueo de la sanidad madrileña, perpetrado con la mayor impiedad para desmantelar un servicio público modélico y enriquecer a quienes lo desmantelaban desde el Gobierno. Y cada poco sabemos más detalles de todos los desfalcos que estamos pagando calladamente todos. Tiene razón Vargas Llosa en señalar el gobierno de Aguirre como ejemplo del liberalismo. Porque eso es el liberalismo salvaje, el abuso inmisericorde de las posiciones de ventaja que se obtienen sin merecer. Pero Vargas Llosa y Valls son famosos, el primero por éxitos literarios bien ganados y el segundo por fracasos sonoros también bien ganados. Esta es la política que trae C’s a Madrid y al resto: inmoralidad, oportunismo, falta de principios y de escrúpulos y conversión de la vida pública en un quién es quién de famosos.
En Madrid están hinchadas y palpitantes las pulsiones políticas que actúan en el resto de España. El fuego amigo del vídeo de Cifuentes sólo nos recuerda que es una mafia la que ocupó la capital. Que los dos botes de crema nos resultaran insoportables es una debilidad de nuestro hardware. Lo devastador es todo lo demás y las perspectivas que vienen con Rivera son pintorescas y asilvestradas. Y la izquierda debe recordar otra vez que los votos que caen por los rotos del PP van a C’s porque la izquierda no está allí, donde está la gente.
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