La vez que vi salir más pus de algún sitio de mi cuerpo fue al estallar el único divieso que tuve, uno de esos granos infectados de tamaño inusualmente grande. El trance fue grimoso, pero lo recibí con sonrisa y con alivio. La emergencia descontrolada de inmundicia puede ser ambigua, nunca se sabe si es que te estás hundiendo en la mierda o es que la mierda está saliendo y te estás librando de ella. El país, así en general, huele mal y es desagradable a la vista y al entendimiento. Esta semana supuró borbollones de mugre en la sentencia de la violación de la Manada y en esa pestilencia interminable del PP de Madrid, de cuyos cenagales surgió ahora el manguis de Cristina Cifuentes en Eroski para coronar el adefesio de su presencia en la vida pública. O nos estamos hundiendo en la mierda o estamos expulsando mugre haciendo estallar los diviesos más asquerosos.
Al monstruo de la sentencia de la violación se llega trivializando la roña de prejuicios y borrando los contornos de la ética por el acomodo a injusticias añejas. No se trata de apetecer justicia popular por encima de leyes y jueces. Moldear la convivencia con leyes es como hacer puentes con hormigón: son tareas complejas que requieren el conocimiento de especialistas que saben cómo hacer que los puentes no se caigan y la convivencia no se deshaga en arrebatos descerebrados. Ni los puentes ni la justicia se pueden hacer por decisiones asamblearias, como en una oclocracia ruidosa. Pero votamos a nuestros legisladores, porque sabemos que cuando enfermamos tenemos derecho a que nos atiendan y queremos que las leyes digan que tenemos ese derecho y obliguen a esa asistencia. Queremos jueces independientes que juzguen según esas leyes que hacen los legisladores que votamos y según los hechos que averiguan en las investigaciones. Pero además de leyes y hechos, están las ideologías y los prejuicios, a veces muy rígidos, que tienen los jueces y que se creen con derecho a aplicar, tanto más cuanto más sectarias sean sus convicciones y más acerados sus prejuicios. El Opus Dei tiene en su página web una guía para la confesión. El capítulo de examen de conciencia consiste en una serie de preguntas que quien se va a confesar debe hacerse para decidir su estado de virtud o pecado. En el apartado de examen de conciencia para jóvenes se lee «¿He sido causa de que otros pecasen […] por mi modo de vestir […]?». Nada que no sepamos. El Opus Dei y el episcopado ya dijeron de muchas formas que la mujer (¡y hasta los niños!) son causa del pecado que cometen otros por incitar con su vestimenta o conducta. La cuestión, y es sólo un ejemplo, es que se puede ser juez siendo miembro del Opus Dei y es palmario que, además de las leyes y los hechos probados, este tipo de convicciones sectarias afectan a las sentencias de los jueces. No soy nadie para discutir con un juez sobre leyes o los hechos de un caso. Pero lo que él opine de la vestimenta de una mujer no vale ni un gramo más que lo que opine yo. No es justicia popular, sino democracia en funcionamiento normal, que la gente opine, aplauda o se indigne con la manera en que en la sentencia de un juez se filtran esas convicciones que no valen en él más que en los demás.
Los hechos del caso de la Manada son claros, porque tuvieron publicidad y no tienen más entresijos que los que todo el mundo conoce. La sentencia los recoge tal como todo el mundo los conoce. No hace falta repetirlo: cinco muchachotes acorralan a una chica, empiezan a quitarle la ropa, ella se asusta, se aturde, se aterroriza y ellos ejercen toda la violencia sexual descrita en las leyes. Si yo acusara a tres personas de haberme atracado con amenaza y hubiera un vídeo, la atención se centraría en las navajas, en los puños o en los gestos de los atracadores, no en la cara horrorizada, flemática, resignada o desencajada que yo tuviera. Los jueces, no por la ley ni por los hechos, sino por eso otro en lo que sí podemos opinar sin convertir el lance en una tumultuosa justicia popular, creen que lo que hay que escudriñar es si la cara de la joven se ponía colorada cuando su genital quedó al aire, si su quietud era de horror, de parálisis o de concesión, si los hertzios que alcanzaba sus chillidos eran de placer o de queja. Y no analizan si cinco muchachotes arrancándole la ropa con ansia de simios era una conducta violenta. La violencia se decide por el gesto de la víctima y por si gritaba como es debido. En el caso del atraco, nadie me exigiría daño físico o dolor para admitir la violencia del acto. Pero el tal Ricardo González quiere llagas y moratones para admitir violencia, pero, insistamos, no porque sepa más de leyes que nosotros. En su voto particular añade: «lo que me sugieren sus gestos, expresiones y sonidos es excitación sexual». Un compañero de facultad, analizando en clase unos versos de Garcilaso, deslizó que el amor del poeta por Isabel Freyre era difícil por la baja condición social de la dama. La profesora le preguntó que por qué decía que Freyre era de clase baja (de hecho, pertenecía a la nobleza). Mi compañero se encogió de hombros y dijo: «Parecióme». Tenía su gracia aquello en una clase de literatura. Pero tiene poca gracia en las conclusiones de un juez. Al señor González le pareció, tuvo el pálpito, de que aquello era disfrute sexual. A lo mejor sus palabra sugieren que él sí se excitó con el vídeo. Si empezamos con sensaciones subjetivas nadie sabe dónde acabamos.
Hoy todo el mundo se espanta con la sentencia. Y el que no se espanta finge espantarse. Pero desde que Me Too pegó un puñetazo en la mesa para que se enfrentara todo tipo de ofensa sexual, así sea agresión o abuso, más grave o menos grave, y cada vez que se oye algún discurso feminista, aparecen artículos contraponiendo aquello que las feministas denuncian con supuestos totalitarismos a los que conduce el feminismo por exceso. Se dijo que ahora ya no se iba a poder galantear ni ligar, que la literatura llegaría a su fin asfixiada de tanta corrección, que habría varones colgados en las plazas públicas de tanta indefensión ante cualquier dedo femenino que acusara, que no hay violencia machista porque los maltratadores no formaban un grupo organizado ni hacían proselitismo. Hoy es un buen día para que nos metamos a fuego algo en la cabeza: los acosos, violencias y desigualdades que denuncia el feminismo, con faltas de ortografía o con buena escritura, con discursos estructurados o con gritos, con buena letra o saliéndose de los renglones, con palabras medidas o con palabras torpes, lo que el feminismo denuncia, digo, es real, sucede. Sin embargo, los males a los que nos lleva el feminismo son una sarta de memeces inventadas. La gente sigue ligando y haciendo bobadas para gustar, a la literatura no le pasa nada, los varones vivimos muy tranquilos, no hay más acusados inocentes de los que hay en cualquier otro tipo de delito, y sí hay violencia de género y diferencia de salarios. A base de deformar lo que diga cualquier feminista y desquiciar la reivindicación igualitaria por lo más estúpido que diga la más boba o el más bobo, se crea ese batiburrillo en el que tres jueces se atreven a perpetrar esa sentencia. A lo mejor es que les pareció una escena de galanteo.
Cristina González, profesora de la Universidad de California, decía que con el triunfo de Trump EEUU estaba emocionalmente en guerra civil. A ese estado se llega cuando la discrepancia de otro directamente te ataca. La civilización requiere al menos dos cosas: 1. hay que razonar las cosas; 2. no hay que razonarlo todo. Es civilizado razonar el impuesto de sucesiones. Y es civilizado negarse a razonar que un blanco y un negro deban ser iguales ante la ley. Cuando tenemos que razonar esas cosas, lo hacemos a ladridos porque alguien nos está negando lo básico. Y así se llega a esa guerra civil emocional. Ayer nuestra convivencia se degradó. Hoy estamos más hoscos, menos dispuestos a que nos lleven la contraria. Ojalá estemos echando pus hacia fuera y no hundiéndonos en la mierda. Todo por esos cinco espantajos. En palabras de Martín Santos, tierra apenas modificada.
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