La escena más recordada de Río Bravoes el momento en que Dean Martin, con ansia de alcohólico, necesita dinero para beber y el malvado Nathan le ofrece una moneda pero tirándosela a una escupidera de metal con aspecto ánfora pequeña. Coger la moneda tenía dos inconvenientes. El primero es que es asqueroso revolver con la mano las babas y esputos acumulados para buscar entre esa masa viscosa la apetecida moneda. El segundo es la humillación de trabajo tan ingrato entre las risotadas de la parroquia que se divertía con su degradación. Y tenía una ventaja: con la moneda tendría su vaso de whisky y calmaría su ansiedad insoportable. Por supuesto la ansiedad es mayor que la autoestima y, si no fuera por la patada salvadora de John Wayne a la escupidera, allí habría dejado sus últimas raspas de dignidad. A favor de Dean Martin hay que decir que la tentación es muy comprensible. Sólo eran unos segundos asquerosos a cambio de unas horas de calma.
Y en la vida pública también es comprensible. Cómo ignorar información de evidente relevancia pública que divulgue Villarejo. Y cómo no sentir arcadas si la información la filtra él, es decir, si hay que revolver al Estado y sus instituciones entre flemas de rufianes para sacar esos datos. El incidente de esta semana plantea cuestiones más trascedentes que la dimisión o permanencia de Dolores Delgado en el Gobierno. Plantea cuestiones de método, es decir, si somos leales a la etimología de esta palabra, cuestiones de buenas prácticas enredadas en las babas que Villarejo tiene pingando sobre nuestra actualidad.
La primera cuestión es que si hay basureros como Villarejo es porque hay basura. Nadie puede pringar al Estado con información si no hay mierda de la que informar. Y la porquería es sistémica. Proteger a personajes de alta relevancia pública para evitar la desestabilización que puede venir con el escándalo acumula ignominia en el Estado y sus estructuras. Así quedan las instituciones vulnerables para que cualquier basurero paciente que acumule mondongos y detritus las desestabilice más de lo que las desestabilizaría el escándalo que se tapó. Deben acabarse ya aforamientos, inviolabilidades, prescripciones de delitos de trascendencia pública, secretos de estado que no tienen que ver con el estado y opacidades. Hay demasiadas líneas de investigación que se estrangulan porque el cable acaba pasando por la Zarzuela. Si alguien cree que los lodos que se acumulan con esos estrangulamientos dan estabilidad a la Corona deberían ir sumando dos más dos.
La segunda cuestión es manida: los partidos deberían sobreponerse a las miserias del corto plazo y educar un poco más su actividad en un estilo reconocible y una mínima coherencia sostenida en el tiempo. No es la primera vez que la fetidez del aliento de Villarejo ofende la vida pública. La respuesta que hubo a las gravísimas maniobras del sectario Jorge Fernández para fabricar pruebas falsas contra rivales políticos fue una respuesta tibia si la comparamos con la que vivimos esta semana. Y no sólo por parte del PP. La conjura de Jorge Fernández iba contra los independentistas y contra Podemos. Parte de la tibieza del PSOE tiene que ver con esa debilidad tan humana de sentir como una caricia al enemigo de mi enemigo. Un partido tiene más predicamento si no tolera lo intolerable ni cuando le perjudica a él ni cuando perjudica a su enemigo. Lo que da alas a la mefítica influencia de Villarejo no es sólo la existencia objetiva de basura bajo las alfombras del Reino. Es también el oportunismo mezquino del beneficiado de turno en cada maniobra.
La tercera cuestión son los efectos devastadores de la famosa ley del embudo. La ley del embudo no cuestiona la norma, sino que pretende una excepción injustificada. Pero es infecciosa y acaba con esa norma y las normas contiguas. El problema no es que se entierre la gravedad de lo que contenía la cinta de Corinna sobre el Rey emérito. El problema es que, tras semejante excepción, puede parece inmoral examinar lo que pudiera atañer a la ministra Delgado o a cualquier otro. La excepción injustificada acaba minando la norma y conduciendo a una barra libre insoportable. El PP gritó en nombre del movimiento LGBT, se desgañitó por la mentira de la ministra que decía no conocer a Villarejo, se rasgó las vestidura por el machismo de aquellas palabras grabadas. El PP golpeaba la mesa con los zapatos porque una ministra había mentido, quién lo diría: el PP; por mentir. Y por los homosexuales y la igualdad de género. No se puede negar que unas dosis de cinismo demasiado elevadas nos llenan los engranajes cerebrales de arena e impurezas y nos puede hacer perder las referencias normativas que deberían estar claras para escrutar la conducta de Delgado. La ley del embudo, el cinismo desbocado, lo mina todo.
La cuarta cuestión tiene que ver con la trascendencia pública de conversaciones privadas. Aquí todo consiste en separar el grano de la paja. La mayoría de lo que se dice en privado (no importa si es amigo íntimo el interlocutor o es alguien a quien acabamos de conocer) es paja. En privado no se habla con más sinceridad. Se habla con más descuido, la falta de consecuencias nos hace salirnos de los renglones, nos gusta quitarnos la faja y ponernos en zapatillas cuando estamos fuera de los focos. Cuando uno está solo en casa y eructa, no demuestra sus verdaderos modales. Si fuera mágicamente posible, creo que nadie querría oír lo más duro que haya dicho de él cualquiera de sus amigos más próximos. Y haría bien, porque esa no sería la realidad de su afecto. Las tecnologías permitirán airear cada vez más cosas que se dicen con distensión y tenemos que acostumbrarnos a tratarlas como lo que son: paja; y no enredar por mal que suenen. La gente seguirá teniendo privacidad y no pueden servirnos para la vida pública sólo quienes interpreten modales sociales hasta cuando se echan a dormir. Revolver en los humores cambiantes y expresivos de la privacidad sólo sirve para alimentar el oficio de basurero del Reino. Pero decía que no podemos pasar por alto el grano. Jefes de Estado con testaferros de cuentas oscuras o amantes en tareas de Estado no pueden pasarse por alto, por fétidas que sean las fuentes.
La quinta cuestión es agridulce y tiene que ver con la conducta de bancada de la derecha. Oyendo los gritos y aporreos de PP y C’s y su cinismo y leyendo las bajezas de su prensa afín, se percibe que Villarejo no es un basurero excéntrico, sino sólo la avanzadilla. Malo es que haya que recoger datos de una escupidera llena de flemas, pero peor es comprobar cuántos políticos hay que se encuentran en su elemento en la inmundicia. Eso es agrio. Pero hay una parte dulce. El desapego de la población por sus representantes y la furia por sus condiciones de vida provocó la explosión de Podemos. Esa furia no la pilota ya Podemos, pero sigue siendo combustible derramado y la extrema derecha se está alimentando en Europa de él. La conducta de nuestras derechas hace pensar que España no parece de momento cerca de ese padecimiento. Puede que con su gamberrismo y sus algaradas franquistas la derecha saque algo. Pero el tipo de indignación que está nutriendo a la extrema derecha de verdad se sustancia en un discurso más unívoco, menos ondulante, más mimético de discursos populares adulterados, más ateo y descreído, con una apariencia más de clase baja. Estas histerias impostadas (¡qué babosada de Cherines decir que el peaje del Huerna es para Urkullu y Torra!) desafinan con la incomodidad de la población y no están en el surco que lleva a Salvini y demás indeseables.
Esta semana la vida política empeoró y se hizo un poco más vulgar. No vale la resistencia cínica con que el PP mantuvo a delincuentes en cargos, ni la resistencia ofendida de Montón cuando no podía ignorar desde el principio su situación, ni las reacciones ofendidas histéricas a la primera insidia de la derecha y su caverna mediática. Ahora no toca añadir ruido al ruido de los camorristas. Ahora toca un poco de estilo.
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