Conviene distinguir a los extremistas. No sé si el extremismo es siempre malo, pero desde luego conviene reconocer esa cualidad en discursos y personas. Y más en estos tiempos. Todo el mundo parece asustado por los extremistas. La extrema derecha europea, brasileña y norteamericana asusta a mucha gente. En España preocupa también la extrema derecha, que Casado sea cada vez más extremista y que Rivera se parezca tanto a Casado. Rajoy anda diciendo que lo echó del gobierno la extrema izquierda como señal de la negrura de los tiempos. Los empresarios temen el extravío extremista de un gobierno podemizado. Dolors Montserrat, literalmente, no encuentra palabras para expresar su alarma por el extremismo que nos amenaza. Y a los obispos hace tiempo que les faltan manos y dedos para repetir la señal de la cruz ante el feminismo liberticida, el extremismo de la ideología de género y el laicismo excluyente. Todo el mundo anda como un pollo sin cabeza aterrado por la sombra del extremismo. Y no es broma. Se huele el extremismo, se oye en los bramidos de la vida pública, se siente en la aspereza de la convivencia. Pero hay que saber reconocerlo.
Lo que oculta al extremismo es la reciprocidad que hay entre él y la templanza. Los extremistas siempre ven extremistas a los demás. Si alguien ve a Zapatero como un extremista que colabora con el gobierno de Venezuela, hay que decidir si la persona que lo dice es un demócrata asustado por el sectarismo, o si el demócrata es Zapatero y la persona que había hablado es tan extremista que la mesura le parece de extrema izquierda, vista desde su espacio. Si un obispo ve extremistas a las feministas, hay que valorar si el obispo es una persona sensata que se alarma por una pretensión sectaria, o si es él un sectario que ve extremista que la mitad de la población sea igual en derechos que la otra mitad.
Podríamos pensar que los extremistas suelen ser los menos y resolver que el extremista es el que se aparta de lo normal. El juicio oscuro y hasta siniestro que la Iglesia suele hacer de las parejas de hecho, de la homosexualidad o del aborto se aparta de la sensibilidad más normal y eso es un síntoma de que quizá sea la Iglesia la extremista. Pero no podemos fiarnos siempre de este criterio. Para la sensibilidad más común el que arma más ruido es el extremista y el moderado es el que no produce rupturas ni sobresaltos. Es decir, la mayoría de la gente intuye que es moderado lo que mantiene las cosas o las modifica suavemente y es extremista lo que las pone patas arriba. La cuestión es que siempre es más disruptivo y ruidoso chocar con un poderoso que con un humilde. Pretender que la banca pague más impuestos, que el Rey (emérito o en ejercicio) responda ante la ley o que la Iglesia pague el IBI parece más radical que congelar las pensiones, quitar becas o permitir que la nota de Religión cuente para estudiar Medicina. Tratar al Rey y a la Iglesia como a cualquier otra persona o entidad no parece algo radical, pero no es sencillo, hay que vencer a fuerzas muy poderosas y por ello hay que movilizar mucha energía y aceptar confrontación. El volumen y decibelios de batalla es lo que lo hace parecer extremista. Así visto, siempre parecerá más extremista enfrentar posiciones de poderosos que de gente común. Parece más moderado poner en cuestión las pensiones que movilizar presiones en organismos internacionales para evitar la constante trampa fiscal de las grandes empresas. Por eso no podemos fiarnos ciegamente del criterio de que el que se aparta de lo normal es el extremista. Lo normal es siempre lo que los poderosos dicen que es normal.
Para identificar al extremista podemos fijarnos en la ley del embudo, es decir, en ese razonamiento por el que no se cuestiona la norma pero se pretenden excepciones injustificadas a esa norma, esa famosa doble vara de medir por la que las reglas son siempre para unos y no para otros. Todos tendemos a ese vicio tan humano. Pero cuando la incoherencia alcanza niveles de desvarío, podemos sospechar que estamos ante sectarios extremistas. Podemos fijarnos en las alarmas y picazones que se dispararon con el proyecto de presupuestos de este año. Una de sus medidas, como se sabe, es la subida del salario mínimo a 900 €. En la misma semana supimos que los consejeros de las empresas del Íbex se subieron el sueldo un 18% y sabemos desde hace tiempo que estas empresas cada vez tienen más recursos en paraísos fiscales. Pero Casado lleva a Bruselas su berrinche por un salario mínimo más bajo que el de otros países europeos. Y va a Bruselas a pedir auxilio porque gastar dinero en modestas ayudas sociales y subir ese salario mínimo enterrará nuestro país. Semejante incoherencia sí es síntoma de extremismo. El FMI se mostró preocupado. Nunca, ni siquiera en los momentos más graves de la crisis de la deuda, pidieron que se aliviaran las cuentas públicas del peso de la Iglesia y de sus privilegios fiscales, ni exigieron medidas que bloquearan las artimañas con las que las grandes empresas eludían sus impuestos, ni pusieron vigilancia en las empresas que expresamente se dedican a gestionar esas artimañas. Siempre eran los gastos sociales los peligrosos. Esa es la ley del embudo que delata cuál de los dos cabos de la cuerda es el extremista. Y por cierto, que nadie se engañe con la diferencia de decibelios del FMI y Casado. Un mohín de Christine Lagarde significa más que los ademanes descompuestos con los que Casado patea el ancho mundo para hablar de su país. A mediados de los 90 Chomsky recordaba que entre los 50 individuos más influyentes del planeta no había ningún político. Lo hacía para señalar que el verdadero poder no lo tenían aquellos a los que los ciudadanos podían votar y que las democracias estaban por eso viciadas. Pocos personajes ilustran mejor que Casado esta evidencia. Quién podría creer que este personaje, incluso siendo Presidente, al lado de grandes empresarios y banqueros es algo más que un entretenimiento. O Rivera, sin más currículum que los besamanos que consigue acumular.
Como decía antes, los extremistas ven extremistas a los demás, de tanta distancia a la que se sitúan. Otra señal de su extremismo es que crean y propalen que lo que marca esa distancia suya sean justamente las cosas comunes. Que alguien crea que la bandera y el nombre de su país es lo que los aleja de sus rivales políticos es señal de sectarismo. Lo es porque es indicio de que interpretan a los otros, no como discrepantes, sino como amenaza exógena. Lo mismo sucede cuando se consideran muy lejos de los demás por estar contra el terrorismo o «con la familia». Normalmente intentan proyectar en la población esa crispación extrema, de manera que a la gente tienda a resultarle intolerable la discrepancia de su vecino. Casado, Rivera y acólitos de a pie o con toga manifiestan profusamente síntomas de extremismo de este tipo. Los independentistas que bordean el patria libre o morir no lo hacen mal tampoco. Y la Iglesia es especialista en trasladar a la opinión pública historias de persecuciones, liberticidios y martirios de distintas intensidades por cualquier mínimo revés que tenga de los poderes públicos. Digo mínimo porque no pasa de mínimo.
Ciertamente, el aire se está espesando de extremismo, de sectarismo y de falta de racionalidad. Sean o no iguales todos los extremismos, no nos amenazan todos ellos. Los extremismos que nos amenazan vienen de la derecha, en España y fuera de España. ¿Qué extremismo de izquierda se está haciendo fuerte en alguna parte? ¿Qué medidas son esas de extrema izquierda que amenazan con podemizarnos a todos? ¿Hay nacionalizaciones descerebradas en el horizonte, intervencionismos imprudentes en alguna agenda? ¿Hace falta salir de la templanza para abominar del franquismo y de que la tumba del dictador sea un homenaje permanente a período tan oscuro? La derecha, Iglesia incluida, es la que está tirando al monte, tanto la de verdad como sus politicastros titiriteros. Ellos necesitan más que nadie un buen baño de racionalidad.
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