A veces no notamos lo que está pasando más que cuando se manifiesta en alguna estridencia. Borges decía que la historia es pudorosa y sólo la percibimos cuando ya pasó. Pero no sólo la historia es tímida. La actualidad también es un bosque que no nos dejan ver los árboles próximos. Los sucesos como el cierre de Alcoa son, desde luego, algo más que síntomas. Tienen una gravedad sustantiva. Pero también son una de esas estridencias que nos muestran lo que está pasando. El suceso en sí parece ser una mezcla de la táctica de crear un problema para ofrecer soluciones y del problema estructural que tenemos con el mercado de la energía. La percepción de los trabajadores es que hace unos años que Alcoa tiene descuidadas las factorías que ahora cierran porque la incertidumbre aconsejaba prudencia con las inversiones. La falta de inversiones fue minando su competitividad y haciendo más espesa esa incertidumbre. Así se va creando el problema que luego se soluciona con el cierre, que acabará siendo una reubicación de la actividad en algún país donde se trabaje por menos dinero. Es un episodio repetido. Por eso desata el temor de que Alcoa no sea el último sobresalto. Los gobiernos se enfadan y dan puñetazos en la mesa, la gente se indigna por la ligereza con que se van empresas tras beneficiarse de recursos públicos, los trabajadores se movilizan, los sindicatos exigen. Pero hay más impotencia que otra cosa. Se podrá lograr algo para los trabajadores, pero el desenlace de esta historia está anunciado. A todos nos apetece exigir algo a nuestras autoridades, pero tampoco sabemos qué exigirles. Por eso el suceso debe hacernos recordar algunas de las cosas que nos están pasando. Y están pasando dos cosas que apuntan a dos conclusiones de tipo práctico.
La primera es que los estados tienen muy poca soberanía sobre su economía. Nuestra ministra de trabajo dijo que el Gobierno no puede hacer nada si una empresa decide irse. Nos aclaró, como Barzini en El Padrino, que no somos comunistas. Lo único que pueden hacer los gobiernos es intentar crear condiciones para que a las empresas grandes les guste quedarse aquí, y esas condiciones suelen ser salarios bajos y derechos inexistentes. Lo mismo sucede con los impuestos. Si queremos los impuestos que garanticen la vejez, salud y formación de la población, el dinero se irá a países sin impuestos y con la población a la intemperie. La falta de soberanía consiste en que no importan los convencimientos que tengan los gobiernos y la gente que los vota. No mandamos sobre nuestro mercado.
La segunda cosa que está pasando, relacionada con la anterior, es que el ritmo del mercado y del dinero desborda los tiempos del debate y las decisiones políticas. La tecnología y la dimensión puramente simbólica de la moneda (de hecho, desaparecerá la moneda física) hacen que el mercado sea las cuatro cosas que remarcaba Chomsky: inmaterial, inmediato, permanente y planetario. Todo lo que bulle en el mercado es ubicuo e instantáneo. Las bolsas y los intercambios son permanentes, hay gente dedicada a alterar la expectativa y el valor de las cosas, se compran y venden muchas veces cosechas de soja antes de que nadie ponga una semilla, los ordenadores que conectan las bolsas no duermen. El mercado está fuera del control de la política. No está fuera de la política. Se está ejerciendo la ideología que consiste en que el mercado esté fuera de control y de reglas.
Y todo esto sugiere dos conclusiones. La primera es la de resistirse a que se diluya la soberanía de los estados en el mercado y sus tratados, porque la pérdida excesiva de soberanía no amplía el radio de aplicación de la democracia, sino que la disuelve. La inevitable globalización no será mínimamente democrática si no consiste en la articulación de estados soberanos. La disolución de los estados es la intemperie, no hay democracia fuera de ellos. El estado democrático, susceptible de confederarse con otros estados, tiene dos enemigos bien visibles, uno hegemónico y otro emergente. El primero es el neoliberalismo, que aspira a que la globalización consista en una expansión libre de las grandes empresas sin reglas ni leyes nacionales a las que obligarse. Los estados les molestan porque son los que legislan derechos, equilibrios y protección. Fingen universalismos y superación de prejuicios tribales pero lo que proponen es una jungla sin más ley que la fuerza. El otro enemigo, el emergente, es la ultraderecha. La extrema derecha quiere soberanía nacional y denigra las confederaciones supraestatales. Pero busca una identificación emocional con la nación, racial y excluyente, basada en su defensa frente a supuestos peligros exteriores, que siempre son personas pobres de otros sitios o de otras etnias. En sus discursos populistas se meten con los poderosos a los que se rescató con nuestro dinero y con los africanos o centroamericanos que nos amenazan. Pero sus leyes son sólo contra los migrantes pobres o contra etnias concretas, lo de los poderosos es sólo retórica. La izquierda más protestona reacciona con uno de dos despistes. Algunos, por reacción al nacionalismo ultraderechista, abominan del estado y la nación y creen que el internacionalismo de clase puede ser su sustituto. El neoliberalismo se frotaría las manos si no fuera por la irrelevancia y nulidad de consecuencias del planteamiento. El otro despiste es el inverso, la reacción contra el neoliberalismo con el nacionalismo como receta, hasta convencerse de que la extrema derecha «en parte» tiene razón y asimilar su discurso. El estado que quiere la izquierda nos protege de la rapacería de las empresas mayores que los propios estados y nos protege de la desigualdad en el interior. El estado del nacionalismo racista es el que nos «protege» de los pobres de fuera y de etnias «que no se adaptan», mientras fortalece la ventaja de los ricos. No comprendo la confusión.
La segunda conclusión práctica es dónde está el campo de batalla para parar casos como el de Alcoa. Está en esas estructuras supraestatales, en la UE, OMC y similares. En España no se puede hacer nada. Pero España es miembro de estructuras supraestatales que son las que pueden hacer algo. Ahí no manda España, pero ahí nuestros políticos pueden hacer una cosa u otra, presionar y organizarse. La extrema derecha nos está dando una lección de la que debemos aprender. En contra de lo que vino diciendo la socialdemocracia y su izquierda las cosas pueden cambiar. No vale desgañitarse aquí con los dueños de Alcoa y apoyar en organismos internacionales la desregulación que pretenden los grandes. Sólo hay que comparar la energía que pone la extrema derecha para que el mundo cambie con la abulia socialdemócrata. Hay tres emociones que afectan mucho a la conducta política de la población: el miedo, la esperanza y el entusiasmo. El PSOE, la socialdemocracia que nos toca, sólo cultiva una: el entusiasmo. La esperanza tiene vocación de cambio, el entusiasmo no. El entusiasmo sólo es la alegría por la situación. Desde que Pedro Sánchez consiguió la presidencia, las redes sociales rebosan entusiasmo de los militantes socialistas, porque estar en el gobierno es ya el cambio y la llegada. Y no cultivan el miedo, ese tipo de argumento que resalta los peligros del rival político. No lo cultivan porque suele haber algo, organizado políticamente o no, a su izquierda y no quieren confundirse con los antisistema. Sustituyen el miedo (que la derecha sí usa contra ellos) por «la responsabilidad». Y así están siempre enredados en el establismenten los organismos internacionales, donde deberían estar dando la batalla contra el neoliberalismo que dicen no compartir.
No se puede hacer nada para evitar que ahora o más adelante Alcoa lleve sus cosas donde se trabaje sin derechos y por menos dinero. Pero sí se puede hacer algo para evitar que esto siga pasando. Trump, Salvini o Bolsonaro nos demuestran que es posible organizarse internacionalmente y cambiar las cosas. Cambiando las cosas a peor nos demuestran que las cosas pueden cambiar. Claro que pueden cambiar.
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