Libertad, competitividad, responsabilidad, … Estas palabras tienen algo en común: se utilizan contra la mayoría de nosotros. Y no porque sean malas palabras tal como reposan en el diccionario. Esa es la trampa: el perjuicio de la mayoría se expresa con buenas palabras. Forman parte de la propaganda neoliberal habitual. El escándalo Supremo del Tribunal Ídem y el impuesto de marras pone en primer plano, como ya se viene subrayando, el estado de nuestra administración de justicia y la bajeza de las prácticas políticas. Pero nos debería recordar también lo que es el neoliberalismo, cuya propaganda pasó de zumbarnos en los oídos a dejar de oírse por ser ya ruido de fondo, como si una opción política radical fuera normalidad, algo así como la «naturaleza de los tiempos». No se trata sólo de si ese impuesto debe existir (que sí), ni de si la ley y la jurisprudencia son claras en atribuir a la banca ese pago (que sí). Nadie cree que el Tribunal Supremo sintiera vértigo ante su propia decisión si no se tratara de la banca. La banca no es sólo la sede del dinero, sino también de la ideología. En la banca anida el núcleo del catecismo neoliberal, con su libertad, su mercado y su competencia. Pero la intervención de la masa pastosa judicial y política de la que está hecho el Supremo en favor de la banca tiene poco que ver con la competencia y el libre mercado. Tiene más que ver con lo que Vargas Llosa llamaba «esa forma degenerada de capitalismo que es el mercantilismo —las alianzas mafiosas del poder político y empresarios influyentes para, prostituyendo el mercado, repartirse dádivas, monopolios y prebendas». Lo que debe recordarnos este incidente es que no hay más neoliberalismo que esa forma degenerada de capitalismo. No existen políticas neoliberales que no se basen en alianzas mafiosas del poder político y empresarios influyentes que se repartan dádivas y den lugar a monopolios u oligopolios. El propio Vargas Llosa, neoliberal, es una muestra bendiciendo a Esperanza Aguirre como ejemplo del mejor liberalismo. ¿Habrá caso más claro que Madrid de enredo mafioso de política, lucro y rapacería empresarial, es decir, de eso que Vargas Llosa llama versión degenerada del capitalismo, como si hubiera otra?
Las palabras más apetecidas por el neoliberalismo son libertad y competencia. El concepto de libertad es trivial, pero no su consumación en la vida pública. Para entender lo que significa sólo debemos pensar en negativo, en qué es lo que nos puede quitar la libertad. Si no es una glaciación o una enfermedad, lo que me puede quitar la libertad es otra gente. Lo que me puede quitar la libertad es que alguien me encierre o me coaccione y me obligue a obrar contra mi voluntad. Y sólo recuperaré mi libertad si esa gente deja de ser tan libre. La libertad procede de la posición ventajosa que unos tenemos sobre otros. La única forma de que la gente, así en general, sea razonablemente libre es que algunos no sean desmesuradamente libres, es decir, que las posiciones de ventaja estén debidamente compensadas y el poder que parte de ellas debidamente contrapesado y controlado. Por eso los neoliberales y conservadores de todo pelaje, banca incluida, usan la palabra libertad para referirse siempre a las posiciones ventajosas de los de arriba, nunca la emplean para los de abajo. La libertad de enseñanza se refiere a los intereses de la Iglesia, esto es, a la financiación pública de sus centros privados. Se grita libertad desde los púlpitos cuando se habla de los privilegios fiscales de la Iglesia y de los fondos públicos que reciben por todos los conceptos y se llama «liberticidas» a quienes cuestionan tanto momio. Nunca oí a ningún conservador hablar despectivamente de la «cultura de la subvención» para referirse a la Iglesia. Amazon, y es sólo un ejemplo, quiere vender sus cosas en España pagando los impuestos en países donde no haya impuestos. No reclama poder competir ventajosamente con los comerciantes locales que pagan sus impuestos religiosamente. Reclaman la libertad de las sociedades libres. Tratándose de los de arriba, libertad es la palabra.
El Tribunal Supremo revolviendo su propio cuerpo para rascarse esa desazón de turbar la cotización en bolsa de la banca nos recuerda que eso es el neoliberalismo: hacer crecer la ventaja de quienes están en ventaja y llamar a eso libertad. La libertad en la que creen y que practican es la que acabamos de ver, la que tienen quienes llevan en el bolsillo a una alta institución del Estado como calderilla y mantienen su posición ejerciendo la ventaja que tienen. Para los de abajo no se usa la palabra libertad, sino la otra palabra querida del neoliberalismo, la competencia. La sagrada libre competencia es lo que tiene que comprender y asimilar el que pierde. Y es lo que tenemos que digerir quienes pagamos tarifas absurdas por servicios de primera necesidad o comisiones bancarias incomprensibles de tan creativas. Competencia es la palabra para los de abajo cuando tienen que echar el cierre de su negocio o cuando los precios lo mantienen pobre incluso sin estar en paro. Hacia arriba no se usa esa palabra. Ahora que el Supremo blanqueó el trile con que la banca endilgaba al cliente su impuesto, el Gobierno dice que habrá una nueva ley que obligue a que esto cambie. Y Moody’s ya dijo que no había duda de que la banca subiría los precios a los clientes para compensar ese pago. Y los que no somos Moody’s también lo decimos, sencillamente porque ya lo susurró la banca. Como la competencia no va con ellos, pueden decidir lo que harán con los precios como buenos amigos. El neoliberalismo apetece el oligopolio y el monopolio encubierto, no la libre competencia. No quiere civilizar las posiciones de ventaja, sino enardecer el poder que comportan. La competencia tiene que afectar a las fruterías, para ellos quieren un Tribunal Supremo que les evite semejante quebranto. La justicia del beneficio está en ser la contrapartida de los riesgos que se asumen con la inversión. Pero cuando se trata con los riesgos de los de arriba, de golpe se vuelven comunistas. No hay nada más fácil que la gestión bancaria temeraria o la construcción de autovías radiales sin la debida evaluación del mercado. Si sale bien, beneficio. Si sale mal, rescate a cargo de todo el mundo. Liberales para los beneficios y socialistas para los riesgos.
Cuando se trata de la Iglesia, la banca o cualquier otro poderoso, decíamos, la palabra es libertad. Si alguien se caga en Dios o si alguien clama por la miseria de su salario, nos olvidamos de la libertad y soltamos lo del respeto y lo de la competencia, que son las palabras para los de abajo. Y la responsabilidad, que es otra palabra para los de abajo que tiene su gracia. La contrapartida de la libertad es la responsabilidad, en la medida en que eres libre tienes que asumir las consecuencias de tus actos. Así que los desahucios son culpa de quien no calculó que iba a perder su empleo. Que se jodan, dijo en celebrada ocasión Andrea Fabra, sintetizando como nadie el neoliberalismo. Que no pidan ahora que los saque el Gobierno, dicen Alaska y Mario, intentando aparentar una mano de pintura postmoderna en la carcunda más rancia. Pero es bien evidente que la banca no asume ninguna responsabilidad con los desmanes con los que hundieron la economía nacional. En su caso el fracaso se convierte en tarea de todos. Y cuando hacen trapicheos para cargar al cliente con sus propios impuestos, el Tribunal Supremo nos recuerda lo que es el neoliberalismo. La libertad es para los de arriba. La responsabilidad es para los de abajo. Parece un chiste: la libertad de los de arriba exige que los de abajo sean responsables de sus actos. Vargas Llosa ama tanto la libertad que le parece que teorizar sobre la historia es reaccionario. De tan libres que somos lo humano es maravillosamente impredecible. Salvo si hablamos de pensiones y estado del bienestar. Las tendencias que hacen insostenible el sistema son tan firmes como las leyes físicas y es tan inútil negarlas como negar la gravitación. El escándalo Supremo del Tribunal nos recuerda que no hay versiones degeneradas del neoliberalismo. El neoliberalismo es exactamente esto que acaba de pasar, una degeneración asilvestrada de la civilización, una cínica y desvergonzada versión de la jungla.
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