¿Por qué mienten los dictadores? Dicen las mentiras más disparatadas siendo el tipo de gente que menos necesidad tiene de mentir, porque actúan por la fuerza, sin importar lo que la gente piense. Para qué engañarla como si importase que crea una cosa u otra. La realidad es que los dictadores mienten porque no hay ningún sistema de poder que se sostenga sin la colaboración de la población. Y tienen una forma característica de mentir. Sus mentiras están llenas de exageraciones y enemigos de la raza o de la patria. Configuran una amenaza integral que justifica las políticas propias como una defensa ante un peligro inminente. Esas mentiras son invenciones brutas y manipulaciones desvergonzadas de los hechos. Y además es característica su densidad. En los discursos autoritarios no hay nada serio ni aprovechable, son sartas de desvaríos que configuran una realidad alucinada.
Las mentiras de los dictadores son tan características que acaban siendo ellas mismas síntomas. Es difícil no mentir u ocultar en la vida pública, pero hay maneras de mentir que en sí mismas son síntomas de una ideología y un estilo. Casado miente como la extrema derecha. Antes de que diga nada sobre impuestos, educación, inmigrantes o crímenes machistas, antes de que abra su sonrisa a la ultraderecha, sólo por la manera de mentir ya sabemos que es un facha sectario. No es la manera de mentir de Rajoy. Sus mentiras son gamberrismo ultra y son parte de las maneras macarras de Salvini, Trump o Bolsonaro. No da ni un dato verdadero ni hay un solo análisis que dé para una refutación. Todo son insultos y exageraciones bíblicas a las que sólo se puede oponer un rechazo inarticulado y desganado. A sus palmeros les gusta destacar que habla sin papeles. A mí, por edad, eso me impresiona poco. En mi infancia eran todavía habituales las tómbolas y los charlatanes, como aquel que vendía en mi barrio bolígrafos y gritaba a los curiosos que no era por dinero, sino porque sin su oficio habría crisis en la escritura. Nunca vi a los señores de las tómbolas que llevaran escrito en un papel lo que vociferaban por aquel megáfono. Casado sólo necesita un cucurucho por el que vocear sus burradas para reproducir aquella estampa. Estaría bueno que necesitara papeles para representaciones tan chuscas.
La radicalidad descerebrada de Casado tiene cierta capacidad de movilización. Y la movilización es un valor, pero también un riesgo. La movilización es la actitud de promover activamente la difusión de ideas y proyectos. Está movilizado quien habla y escribe en los medios, pero también quien discursea en la sidrería, quien discute en corrillos y quien glosa los informativos en voz alta. La movilización es un valor porque, cuando hay mucha gente dispuesta a ser grano de sal de una causa, esa causa tiene más posibilidades de sazonar a la opinión pública general. En el referéndum sobre la OTAN del 86, la postura por la salida de la OTAN era muy movilizada y provocó manifestaciones, pintadas y carteles de todos los colores. La posición de permanecer en la OTAN no comportaba movilización, no era una idea que moviese a quien la tenía a organizarse para difundirla. Ganó la permanencia, pero si hubo posibilidades reales de que ganara la salida fue por la fuerte movilización que supuso. Por citar otro ejemplo, siempre pensé que las últimas elecciones que ganó Felipe González, las del 93, las ganó por Baltasar Garzón. Los factores que le hicieron perder en el 96 frente a Aznar estaban ya maduros en el 93. Baltasar Garzón no movió tantos votos como para cambiar la tendencia perdedora del PSOE. No aportó grandes ideas ni fue protagonista de debates electorales. Pero de aquella Garzón era un intocable. La noticia de su fichaje electoral movilizó a unos militantes socialistas que andaban cabizbajos y medio escondidos. Y esa movilización, y no tanto el personaje en sí, cambió la tendencia de voto.
Parece que la parroquia conservadora encuentra su energía movilizadora en la brutalidad ultra. Los desatinos de trazo grueso son los que provocan el aplauso y el asentimiento ostentoso. Se nota en los bares, hablan más alto y con más voluntad de ser oídos cuanto más facha sea lo que estén diciendo. En este sentido es indudable que Casado está movilizando a los suyos, aplauden con más estrépito cuando se les dice que el Descubrimiento de América es el momento estelar de la humanidad o que Pedro Sánchez es un traidor y un felón (qué expresión antañona, voto a bríos). Es evidente que la tensión de Cataluña es como un pellizco al país que le hace echar borbotones de pus e inmundicias. A la derecha la moviliza más un nacionalismo vociferante de mentiras y odio que ningún programa económico (que sin embargo existe; vaya que existe). En ese sentido seguramente el PP está disputando más protagonismo al populismo patriotero de Vox y C’s con Casado que con Soraya Sáenz de Santamaría. Todos quieren estar en la caldera que genera la movilización y esa está en la ultraderecha. Hasta nuestra alcaldesa Moriyón se dejó de zarandajas y fue corriendo a la payasada falangista de la plaza de Colón, se puso en primera línea de la foto y se pasó varios días hablando de la unidad de España. Pobre.
Pero la movilización tiene riesgos, decía. El principal es que ciega. El no a la OTAN era lo que llenaba paredes y calles, pero no lo que iba a ganar. La plaza de Colón, como día histórico, fue un fiasco. Rajoy no movilizaba, pero conocía muy bien a su electorado. Casado moviliza pero podría perder más de cuarenta diputados. Él es un ultra auténtico y parece creer que el PP es más fuerte siendo más pequeño pero con Vox y sin Sorayas. Y hay más riesgos. Puede que lo que movilice sea también lo que impida crecer porque petrifique los límites. Cuesta creer que el PP pueda ahora convencer a votantes del PSOE, salvo que hayan sido ministros del interior o vicepresidentes saliendo de alguna cripta. En el caso de Podemos lo que moviliza (o movilizaba) es lo que le puede hacer crecer (o podía) y la falta de movilización lo encoge. Pero no está claro que en la derecha sea así. Y otro riesgo es que lo que moviliza en la derecha asusta a la izquierda. Las mejores perspectivas de la derecha pasan por la abstención de la izquierda. Con la performance de Colón no asustaron, pero con la campaña a lo mejor sí consiguen que se asuste la izquierda y vaya a votar.
De pequeño tenía el divertimento de bizquear y ver cómo las cosas aparecían donde no estaban. Parece que el país está en ese juego. Casado delira que el 28 de abril se elige entre Torra y el 155. El tal Torra nos deleita con que la democracia está antes que las leyes y lo dice con la gravedad con que se enuncian los grandes principios, como si no estuviera diciendo un galimatías reaccionario; lleva dos años desgañitándose Trump con esa idea. Nos vamos acostumbrando a oír que la ley es lo de menos. No sé qué regla de la democracia obliga ahora a convocar elecciones. Hace pocos meses que hubo ya dos elecciones generales. No pasó nada anormal en una democracia para que tal cosa sucediera: sólo que no había acuerdo entre partidos por lo redondos que eran todos los ombligos. No se formó ningún gobierno por acuerdo. Rajoy gobernó porque una parte del PSOE secuestró los votos socialistas y se los regaló sin acuerdo de ningún tipo. Sánchez gobernó porque una sentencia judicial estableció que nos gobernaba la mafia y se creó una situación de emergencia. Y ahora sigue sin suceder lo normal: que haya algún tipo de acuerdo para gobernar. En vez de hacer política nos endilgan elecciones a la población. Sánchez tiene mayoría para leyes muy importantes que quedan en el aire y que podría tramitar con una legitimidad mayor que la que puso a Rajoy en La Moncloa. La sensación de que no se sostiene es como la de creer que democracia y leyes son cosas distintas y que independentismo y terrorismo son cosas idénticas. Es la costumbre que vamos tomando de bizquear y ver las cosas donde no están y como no son.
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