O fortunatam rem publicam, si quidem hanc sentinam urbis eiecerit! En el año 2082 antes de Villarejo, Cicerón ya clamaba por echar las cloacas («sentinam») fuera de la república. A Cicerón le parecía que las cloacas eran algo que podía ser expulsado de Roma. Seguramente pensaba que esas sentinas no protegían a la república, sino que la ensuciaban. En estos días venimos oyendo hablar de nuestras cloacas, pero con un matiz diferente. No se está diciendo que Rajoy y Jorge Fernández crearan cloacas en nuestro sistema de seguridad, sino que las utilizaron para fabricar embustes contra partidos políticos. A diferencia de lo que creía Cicerón, y diga lo que diga Ábalos, no se habla de las cloacas como algo que haya que echar del Estado, sino como un componente suyo. La cuestión es cuánta porquería tienen y hasta dónde llega.
En los años veinte, Lippmann desarrolló la idea de que el buen funcionamiento de la democracia exigía procesos para fabricar consentimientos. Las masas son una fuerza ciega y emocional que no toma decisiones inteligentes. Si no hay élites que dirijan la acción colectiva, no hay acción inteligente y la democracia tiende al desorden. Por eso una parte esencial de su funcionamiento son las técnicas de propaganda por las que se consigue que la gente acepte cosas que en principio no deseaba. No importa lo reaccionario que suene esto. La sensación de democracia vigilada por una oligarquía que influye en las decisiones colectivas y pone y quita gobiernos la tenemos con frecuencia. No hay en nuestras sociedades imposición violenta de gobernantes, sino que al final gobierna quien recibe los votos de la gente. La forma de quitar y poner gobiernos, por tanto, consiste en fabricar el correspondiente consentimiento colectivo. El impulso de rechazar planteamientos tan antidemocráticos no debe llevarnos a la simplicidad. Sabemos que la colectividad es emocional y tenemos que encajar las conductas correspondientes en un orden civilizado. Por ejemplo, alguna vez dije que los referendos no me parecen una buena manera de zanjar diferencias sobre decisiones difícilmente reversibles. Ahí tenemos el funesto ejemplo del Brexit. Por supuesto, lo que el orden civilizado exige es regular el sistema para que no sean impulsos emocionales los que marquen las grandes decisiones, no manipular a la colectividad para que consienta lo que unos pocos deciden de antemano.
Así que en esas cloacas que la arquitectura del Estado deja ocultas y fuera del escrutinio público, se decidió que la posibilidad de que ganase Podemos unas elecciones era peligrosa para el sistema. Las «élites», según parece, estaban encabezadas nada menos que por esa lumbrera de Jorge Fernández. Así que se puso él con otras «élites» a fabricar el consentimiento colectivo de que Podemos era una mala opción para el país. Los hechos mostraron que Podemos se bastaba solo para ese consentimiento. Pero antes de que Podemos empezara a cometer errores, ya se había detenido la hemorragia morada que llegó a asustar a los demás partidos. El apoyo a C’s como cortafuegos y la manipulación informativa de la situación griega con la llegada al poder de Syriza en 2015 detuvieron el avance de Podemos. Es difícil precisar cuánto pudo afectar toda la cadena de embustes sobre Venezuela, Irán y financiación. La propaganda sobre Venezuela fue tan sofocante que ahora ya no es un espantajo que se agite solo contra Podemos, sino contra toda la izquierda, como vimos recientemente con el asunto de Guaidó. La actuación de las cloacas no tiene mucho que ver con el actual encogimiento de Podemos, pero sí pudo tener algo que ver con su primer estancamiento.
La propaganda que fabrica consentimientos de Lippmann no consistía en actos honestos de persuasión. La propaganda incluye la extensión de falsedades y la tergiversación. Jorge Fernández y sus secuaces se dedicaron nada menos que a utilizar el aparato del Estado para engañarnos y condicionar a quién debíamos votar. Se confabularon con medios de comunicación y con empresarios rapaces para la tarea. Una verdadera conspiración, un golpe a la democracia en toda regla.
La razón de que la metáfora elegida para estas camarillas sea cloacas, y no por ejemplo sótanos, es exactamente lo que diferencia una cloaca de un sótano: la mierda. Es una actuación mafiosa con rufianes de baja estofa y las peores desvergüenzas como componentes. Pero la porquería no se queda en la cloaca. Hay una extraña tranquilidad en la vida pública a pesar de una revelación tan desasosegante. El rechazo obligado de los partidos a la maniobra se escucha con sordina o simplemente no se escucha. La prensa conservadora no habla del tema. Y una parte de la prensa progresista no deja de contrapesar la conspiración con los deméritos de Podemos. Sencillamente, y salvo algunos comentaristas que mantienen cierta independencia, parece que la reacción ante un asunto tan turbio depende de la proximidad o lejanía que se tenga con Podemos. Y esto supone que la mierda no está confinada en la cloaca, sino que rebosa de nuestras alcantarillas. Sin trivializar la diferencia en la gravedad de los hechos, nadie hubiera entendido que la reacción ante el asesinato de Gregorio Ordóñez dependiera de que nos gustase más o menos el partido al que pertenecía la víctima. Por supuesto que no hablamos de lo mismo, pero el ejemplo es claro. Hay quiebras que exigen repulsa y actuación enérgica porque son quiebras tan severas que los matices son ya una degradación moral del sistema. Y la normalidad con que se está digiriendo este asunto es ya esa degradación.
La cosa puede ser peor si no sabemos de qué nos querían proteger exactamente las cloacas. No es común que la posibilidad de perder el poder lleve a los gobiernos a conspiraciones policiales, mediáticas y empresariales contra el rival. En el caso de la maquinación contra los independentistas está claro de qué nos querían proteger Jorge Fernández y el resto de basureros. El mal que combatían era la independencia de Cataluña. Fue una de esas actuaciones patrióticas casposas a las que tantas tristezas debe nuestra historia. Menos claro está cuál era el daño que combatían con la conspiración contra Podemos. Las pamplinas venezolanas y el delirio de riesgos leninistas y chavistas no son creíbles. Las intenciones de Podemos no incluían nacionalizaciones de bancos ni quemas de iglesias. Cuanto más cerca parecía la posibilidad de que pudieran encabezar un gobierno más imitaba Iglesias las manera de Felipe González, y hasta repitió alguna de sus frases («nos ha faltado una semana o un debate»). No había peligro rojo. La frustración por que gobernase Podemos no podía ser mayor que la mía por que gobernase el PP. La tranquilidad con que se está viviendo este episodio, decía antes, es señal de que la porquería de las cloacas llega hasta la superficie. Pero habrá que saber hasta dónde llega su profundidad. Habrá que saber si las cloacas se emplearon a fondo para tapar cloacas más profundas. Villarejo anda por el medio. ¿Hace falta recordar hasta dónde llega la inmundicia acumulada por este personaje? Más que rojos, Podemos eran otros, eran nuevos e impredecibles para según qué complicidades. Quizás se empleó mierda para asegurar que no se removiera otra mierda más añeja. Veremos dónde acaba todo.
En todo caso, este episodio nos recuerda lo que ya deberíamos saber. Cuando no se tiene más razón que la patria y la nación, se está al borde de la barbarie. La agitación patriótica siempre fue el argumento de los peores contrabandos.
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