A toda opinión hay que restarle lo esperable y lo interesado. Cuando yo hablo de educación, para ponderar mis razones y sinrazones hay que tener en cuenta que soy profesor. Es esperable que yo diga que la educación necesita más dinero y además es interesado. La razón que hay que concederme es lo que sobresalga de eso, lo que se pueda añadir a lo esperable e interesado. Es fácil aplicar esta ecuación a la izquierda o los sindicatos. De ellos se espera que digan que la sociedad es injusta y en cierto modo son interesados. Su papel es enfrentarse a la injusticia social, por lo que en su relato la sociedad tiene que ser injusta. El informe del relator de la ONU tiene el interés de que ni es esperable ni interesado. No es el mejor conocedor del momento español, pero la suya es una alta representación que se ejerce con medios amplios y se expresa sobre materiales contrastados. La ONU siempre tiende al máximo común divisor y al suelo firme. Y además merece atención porque es comprometido, esto es, dice cosas que otros querrían negar. Si hubiera dicho que constataba en España cómo somos de codiciosos los humanos y que el mundo sería más justo si todos limitáramos nuestro egoísmo (¿nos suena este tipo de discurso?), todos le darían la razón. Y tienes el asentimiento de todos cuando no compromete a nada darte la razón y eso ocurre cuando no dices nada. Pero el relator sí dijo.
Habló de impuestos, poco pero en serio. Habla en broma de los impuestos quien se refiere a ellos sin especificar niveles de riqueza. Quien dice que hay que bajar impuestos sin decir a quién es que se los va a bajar a los ricos. Quien acusa a un gobierno de subir los impuestos sin decir a quién es que se opone a que se los suban a los ricos. No se puede decir en serio que Rajoy subió o bajó los impuestos. Rajoy bajó los impuestos a los ricos y los subió a la clase media. Philip Alston habló en serio. Dijo cómo las grandes empresas y las grandes rentas pagan cada vez menos impuestos y cómo crecieron mientras el país se tambaleaba.
El relator habló en serio de pobreza, no de rentas bajas ni clases humildes, de pobreza. Y dijo, también en serio, que no queremos saber que tal cosa existe. Es un buen recuerdo de que la propaganda tiene efectos alucinatorios: te hacen creer que no existe lo que no creas tener al lado y te hace sentir que tienes al lado cosas que nunca viste. La mayoría de la gente no cree tener cerca a una mujer maltratada. Tampoco cree tener cerca a gente sin luz, sin calefacción y sin comida. Ese tipo de cosas parecen lejanas, ajenas y hasta exageradas o inventadas. Si hablamos de desaparecidos o bebés robados, la gente piensa en las dictaduras militares de Argentina, porque no cree conocer a nadie a quien le hayan robado a su niño durante la dictadura de Franco. En cambio, cierta propaganda querrá que nos sintamos rodeados de pandillas delincuentes, a pesar de que vivimos en un país sin duda ruidoso y a veces vulgar, pero seguro. Y querrán que imaginemos niños extranjeros pobres sin padres a cargo con los mocos colgando y las navajas en la mano, aunque solo sean niños. El relator dijo que la realidad es tozuda aunque nos quieran hacer creer que no está cerca de nosotros.
Dijo el relator que España se quebraba socialmente justo en el sito en el que un país se integra y se armoniza o se desagrega y rompe: en la educación. Hace tiempo que la escuela va segregando socialmente cada vez más a la población. Y lo está haciendo con el dinero público, tolerando una desregulación que torticeramente se quiere hacer pasa por libertad de elección: la libertad por la que lucha el Opus Dei, Hazte Oír, Vox, Legionarios de Cristo o la Conferencia Episcopal. Esa «libertad». Y habló también de renta mínima y de vivienda. Y resulta que a la renta mínima y a la intervención pública en la vivienda le pasa como a la mayoría de las cosas que plantea la izquierda: que no es invento ni inspiración de Venezuela, sino de Europa, y que no limitar alquileres y entregar las viviendas sociales a fondos buitre no nos aleja del comunismo bolivariano, sino de Europa y la civilización. Y dijo también que la discapacidad y la dependencia está en España en niveles de barbarie. Porque de eso se trata: hay cosas que no son de derechas o izquierdas, sino de civilización y humanidad o salvajismo y barbarie. No hay versiones amables del neoliberalismo. La libertad que predica es la desregulación que deja a la sociedad en manos de la oligarquía que está en ventaja. Por eso el relator dijo que la pobreza de muchos es una opción política. La exitosa película Parásitos muestra en un país más rico que el nuestro y ejemplo canónico del capitalismo avanzado qué ocurre cuando en una sociedad neoliberal hay mucha más riqueza y perspectivas de futuro que en la nuestra: nada. Los de abajo son más y más desprotegidos y los de arriba son menos y más ricos, no hay aumento de riqueza que corrija la pobreza cuando la pobreza es una decisión política.
El informe del relator es escaso, no podía ser de otra manera. Lo que ocurrió a partir de 2011 no fue una crisis. Una crisis es un período excepcional que empieza y termina, sea el final benéfico o maligno. Lo que hizo el gobierno inmisericorde de Rajoy fue un cambio de sistema en toda regla, que por cierto dejó la Constitución reducida a que España es una y monárquica. Así de desnutrida, es Vox lo que queda dentro de ella y quedan fuera quienes no dicen vivas al Rey mientras se duchan ni sobreactúan de manera bufa la exhibición de la bandera ni vociferan como palurdos el nombre del país. Lo que empezó en 2011 tímidamente con Zapatero y de forma desbocada con Rajoy es un neoliberalismo asilvestrado que pretende una sociedad con una oligarquía sin obligaciones y una mayoría de supervivientes sin derechos. El relator de la ONU solo saca una foto fija de este empeño.
La serie Chernobyl empieza con un monólogo en off del científico protagonista poco antes de ahorcarse. En él se pregunta por el precio de la verdad y sobre todo por el precio de la mentira. Y se pregunta con amargura qué ocurre cuando a base de mentir ya no distinguimos la verdad de la mentira. Se queda corto en su reflexión. La verdadera pregunta es qué ocurre cuando ya no nos importa lo que sea verdad y lo que sea mentira. A ese punto se acerca nuestra vida pública. Se argumenta con insultos, las verdades y el conocimiento no tienen más relieve que cualquier mentira dictada por la mala fe o la mera ignorancia. Hay una forma de cultivar la ignorancia colectiva superior incluso a la falta de formación. Es quitar todo valor al conocimiento y de todas las formas posibles. No se trata ya de que nuestros titulados tengan que hacer valer su formación fuera de España. Es que en el debate público tienen el mismo peso cifras inventadas que cifras establecidas por estudios, hechos históricos estudiados que hechos fantaseados en una tarde por gente de medio pelo. Realmente, ahora mismo tiene poca importancia que Casado haya estudiado o le hayan regalado sus credenciales. El problema de la ignorancia así cultivada no es solo la desadaptación. La ignorancia lleva siempre al fanatismo. Nuestra mente no quiere vacíos, necesitamos una imagen completa y segura de la realidad. Si no hay conocimiento, porque no se tiene o porque no vale, lo sustituimos por certezas sectarias, por convencimientos que sustituyen el razonamiento por la contundencia. Ese es el hábitat del fanatismo y por eso es el ambiente animado por la extrema derecha, con Casado en el papel de tonto útil y la Iglesia en el de listo a la espera. Los progresistas que quieren delitos de opinión o censuras preventivas echan gasolina a ese fuego. Es el tipo de cosas que hace que todo sea relativo y todo valga y que lo único que no valga sea la verdad y el conocimiento. Tiene que venir un relator de la ONU para hablar de lo que no se habla en nuestra vida pública: de España. Y tiene que venir para mostrar que, quitando lo esperable y lo interesado, la izquierda tiene razón. No por izquierda, sino por civilizada.
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