«Si allí no estamos también nosotros […] esos te endilgan la república. Si queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie.» Pocas frases se escribieron con más resonancia en más brevedad que la que Tomasi de Lampedusa puso en boca del sobrino del Gatopardo. Ante cambios que amenazan ser desmoronamientos, muchas veces se suman a los cambios quienes formaban parte de lo que se desmorona, para asegurarse de que el efecto de los cambios sea que todo siga como siempre. Nuestra transición fue lampedusiana en demasiados aspectos. La caída de la dictadura era inevitable y Torcuato Fernández Miranda marcó magistralmente el principio por el que el paso irremediable a la democracia fuera ordenado y no tumultuoso: de la ley a la ley. Nada de algaradas que derriben instituciones y se asuman mandos sin estructura legal. El paso a la democracia había de consistir en la promulgación de unas leyes que deroguen otras leyes. El cambio de régimen sería el efecto de una actividad legislativa, no la situación de hecho a la que lleve una acción colectiva levantisca. El problema es que en cambios de tanto calado siempre hay privilegios e intereses que no se sueltan más que por la fuerza o la intimidación, no por la persuasión o el buen rollo político. Por eso un principio tan higiénico como el de Fernández Miranda siempre lleva como lubricante entre líneas y en tinta invisible el soplo lampedusiano: que todo siga igual.
Lo había dejado dicho de manera más simplona el propio dictador: todo está atado y bien atado: las grandes familias económicas, la Iglesia, el ejército y la Jefatura del Estado; atado y bien atado. Se hizo pasar por amnistía lo que fue una ley de punto final que hacía impunes a los actores de la dictadura y sus tropelías. Curiosamente, la institución más temida, el ejército, fue la que mejor parece haber asimilado que el que todo siguiera igual después de cambiarlo todo era temporal, que el ejército seguiría igual cuando llegara la democracia, pero que en democracia tenía que ir cambiando su papel y es evidente que cambió. En cambio, la Iglesia y las grandes fortunas, no solo llegaron a la democracia sin cambios y limpias de polvo y paja. Es que en democracia siguen ejerciendo el papel y privilegios que tenían en la dictadura. Las grandes dinastías enriquecidas en la dictadura siguen situadas al frente de oligopolios que hacen prácticas de oligopolio en sectores muy sensibles y que contribuyen con los tentáculos que despliegan en los medios a la pobreza informativa actual. La Iglesia nos sigue costando muy cara, por lo que se lucra con bienes que paga el Estado, por su absurda inmunidad fiscal, por el dinero público injustificable e injustificado que se les da y por la forma desordenada y voraz con que pretende educación y adoctrinamiento con cargo al dinero del contribuyente. No es verdad que le ahorre dinero al Estado con los servicios que presta. Se puede observar una obviedad: publíquense las cuentas de la Iglesia y así veremos qué le ahorra el Estado. Pero aprovechan antiguallas legales para cerrar el puño y mantener opacas esas cuentas. Algo tendrán que ocultar.
La Jefatura del Estado es un tema complejo y pendiente. Es una evidente anomalía que el testamento del dictador sea la legitimación de la coronación de Juan Carlos I. Es un tema pendiente obvio que en algún momento podamos decir la forma de la Jefatura del Estado, porque nunca se nos consultó como es debido. Pero no es esa la cuestión. España tiene un problema serio con la Jefatura del Estado. A la nación no la humilla que un Presidente de Gobierno se reúna con un Presidente de la Generalitat, ni que busque acuerdos políticos con representantes electos. A la nación sí la humilla que el Rey anduviera en juergas donde se mezclaban papeles de Estado con confeti, restos de tarta y tiques de alta costura. La tal Corina enredando en asuntos de Estado sí es una estampa que dibuja a nuestro país muy por debajo de lo que es. Todo esto y más se sabía. Cuantas más manos se juntaban para tapar la frivolidad y la corrupción del Rey Juan Carlos más se intuía el tamaño de lo que se ocultaba. Cuanta más ansiedad ponían en aforamientos instantáneos y extraños en su abdicación, más densas se hacían las presunciones más oscuras.
El cambio lampedusiano dejó un país con una sensación difusa de estar tutelado. Por encima del funcionamiento institucional siempre parece haber una nata ajena al juego general donde se cuecen los límites de las cosas. Las apariciones intermitentes de Felipe González, por ejemplo, son un recuerdo de que hay quienes se sienten guardianes del régimen. La Corona creó en esa capa una especie de escopeta nacional de favores, tráficos y componendas. Los dineros y vínculos que iban y venían de la monarquía saudí fueron escandalosos, el uso de la representación del Estado en negocios personales fue constante, nada de esto se desconocía. En esa capa se fue creando un oligopolio que no solo controla servicios básicos, sino que tiene fuerte influencia en la prensa más extendida, por tener acciones en ella, por ser anunciantes necesarios para su sostenimiento o simplemente por ser acreedores por la quiebra encubierta de muchas de ellas. Qué papelón el de la prensa en la cobertura informativa de Latinoamérica, qué visibles los intereses económicos de los amos, qué gracia el contraste de la Vicepresidenta de Venezuela con el Rey de Arabia.
La cuestión es que ahora los dineros mal habidos del Rey emérito empiezan a aparecer en juzgados extranjeros, Corina destapa oscuridades impropias de un país civilizado y la prensa internacional habla cada vez más abiertamente de todo esto. Esto ya no es una cuestión de legitimidad monárquica o república. A ningún republicano debe hacerle gracia el desmoronamiento de la monarquía. El ambiente político es el peor posible. La derecha es ya un pedrusco extremista y no queda representación ni recuerdo de la derecha moderada y de Estado. Tienen reducida la Constitución a sus dos primeros artículos y no hay día que no caricaturicen los símbolos nacionales, con la monarquía entre ellos. Esperemos que alguien le esté explicando a Felipe VI lo flaco que es el favor que le hace un partido fascista partiéndose el pecho por la monarquía y cuánta más legitimidad le dan políticos demócratas republicanos institucionalmente leales. Margallo sintetizó muy bien hace poco el momento del PP: por echar a Soraya estaban dispuestos a poner a cualquiera. Y eso hicieron, poner a cualquiera. Por cierto, qué gracia las patas de mosca que anda buscando la prensa de la caverna para montar un relato de hostilidad entre UP y el PSOE, justo cuando se está reconociendo hasta dónde llegaban los enconos en el gobierno del PP.
La evidencia y publicidad internacional de la posible corrupción del Rey emérito sí puede hacer difícil la convivencia de los dos coaligados en el gobierno. Se le puede pedir lealtad a Unidas Podemos y que ceda en muchas cosas,. Pero no se le puede pedir que entre en el juego de complicidades que mantuvo siempre a Juan Carlos I con una impunidad bananera y que mantuvo todo ese juego cortesano de favores y ocultaciones. El PSOE, por su papel en la reciente historia de España, tendría difícil desligarse de ese juego de complicidades sin quebrarse o entrar en crisis. Y si la Monarquía es un factor que hace difícil una coalición de izquierdas, entonces su papel en el juego político no tiene la neutralidad exigible y se haría todavía más crítica la cuestión pendiente de la Jefatura del Estado.
La sensación general que transmite el Gobierno es de control y de unidad. No dieron muestras de grandes luces sus protagonistas y no hay razón para creer que estamos en manos de grandes estadistas. Pero si aprendieron algo y entienden la toxicidad de la grieta que se está ensanchando, alguien debería anticiparse y decir a alguien lo obvio: tenemos que hablar del Rey.
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