Estoy ahora mismo lejos de la Catedral de Burgos y me dolería que se estuviera quemando. Pero sigo mis rutinas tranquilo, con la certeza de que no le pasa nada a ese monumento. No conozco la biografía del director de este periódico, pero afirmaría sin titubeos que nunca fue astronauta. Estoy usando el sentido común, que tiene el curioso punto de partida de que sé todo lo que importa. Si no me consta que se queme la Catedral de Burgos ni que el director haya sido astronauta, es que esas cosas no son verdad, porque no pasan esas cosas sin que yo lo sepa. No razonamos así por soberbia. Razonamos así para que nuestro cerebro no cargue con un montón de posibilidades y datos inútiles que nos llevarían a un activismo enloquecido. Por eso asumimos muchas más cosas de las que nos constan.
En ciencia no se opera con el sentido común. Solo se toma como verdadero lo que consta que lo es. Si pedimos a un camarero dos cafés, uno de ellos sin azúcar, y si el camarero usara el razonamiento científico, nos preguntaría cómo queremos el otro, porque eso no lo especificamos. El sentido común no habla igual que la ciencia. Saberlo todo es característica del sentido común de andar por casa; no saber nada más que el puñado de cosas de las que tenemos pruebas es característica del saber científico. Cuando le preguntaron a Fernando Simón por qué era tan distinto el porcentaje de muertes por coronavirus en Alemania y en España, él contestó que no sabía y esa respuesta llamó la atención. A pesar de lo que creyera tanto garrulo, aquella fue la respuesta de un científico. Simplemente, no lo sabía. Llevar el razonamiento científico a la vida cotidiana es ineficiente; nuestro camarero debería entender que quería el otro café con azúcar. Y llevar el sentido común a ámbitos científicos es lo que hacen los bocazas ignorantes: de ciencia no se puede hablar sabiéndolo todo.
La política tiene una relación compleja con la ciencia y el sentido común. Es evidente que los gobernantes tienen que tener asesores que garanticen que su trabajo tenga el respaldo del conocimiento. Pero hay tareas en que el conocimiento es la materia prima y la política es un tipo de destreza y hasta de sabiduría que la debe modelar. Y hay tareas en que el conocimiento es la pura esencia de la tarea y la política solo puede obedecer. Es una estafa confundir las dos cosas. Por ejemplo, la oficialidad del asturiano o la legalización del aborto no son temas de ciencia. La sociedad asturiana no tiene que hacer con el asturiano lo que digan los filólogos, aunque el legislador haría bien en asesorarse con ellos. Ni lo que digan psicólogos o catedráticos de ética es la palabra autorizada sobre el aborto.
Y otras veces la gestión política es una cuestión de conocimiento. Hace unos años, creo que eran Faemino y Cansado los que representaban una escena de parroquianos de barra masticando un palillo diciéndose que no se creen eso de que ya no hay dinosaurios. Uno decía con el asentimiento del otro que Los Pirineos tienen que estar «infestaos» de dinosaurios. Ese es el aspecto que tiene Aznar hablando del clima, la Iglesia hablando de la ineficacia del condón para el SIDA, la morralla de tertulianos hablando de cómo y cuándo se contagia el coronavirus, o los que se apuntan a la fiesta con un «manifiesto» contra el confinamiento (Leguina firma como «Estadístico Superior del Estado», hay que tenerlos cuadrados). La transmisión del virus y su ritmo y forma de su propagación es una cuestión de ciencia, y Sánchez tiene que oír a los biólogos y matemáticos y hacer lo que le digan. Y tiene que ignorar a los bocazas y a los sedicentes Estadísticos Superiores del Estado.
Y nosotros también. Cada vez que damos crédito y difundimos por la red social a bocazas hablando de microorganismos, a teorías raras que compartimos por si acaso enriquecen la reflexión, o simples intoxicaciones que nos indignan tanto que queremos compartir nuestra indignación con el ancho mundo, estamos colaborando con una desinformación que, como las intoxicaciones biológicas, hacen más daño cuando el cuerpo social está bajo de defensas anímicas. La credulidad y la tendencia a difundir bulos no es cosa de ignorantes. Hay dos factores que cada uno debería autoevaluar: uno es el uso social del lenguaje y otro es el grado de avaricia cognitiva de nuestras reacciones. El primer factor quiere decir, dicho sin complicaciones, que muchas veces hablamos más para relacionarnos que para decir cosas. No hablamos del tiempo en el ascensor para decir nada, sino para atender un leve vínculo social. Lo que nos impulsa a compartir datos en la red social muchas veces no es el crédito que merezcan ni la bondad de su difusión. Nos impulsa la sensación de que va a provocar muchos «me gusta» o comentarios, es decir, la repercusión y vínculo social. El segundo factor alude a la mayor o menor demora y reflexión en nuestras reacciones. Si reaccionamos en caliente a lo que vemos en la red, con comentarios, megustas o difusión, normalmente dará igual nuestro nivel de conocimientos. No sirve de nada el dinero del avaro si se empeña en no gastarlo, ni el conocimiento de los cultos si se empeñan en reacciones irreflexivas que no lo usan. Quienes buscan la intoxicación informativa conocen estas debilidades y cuentan con nuestra inconsciente colaboración.
La política tiene también una relación compleja con la información en un problema donde lo importante y lo novedoso se llevan mal. En los periódicos buscamos satisfacción informativa inmediata: no queremos necesitar diez días de lectura en un periódico para informarnos de un asunto. Lo relevante del coronavirus, sin embargo, se mueve en lapsos más largos. La esencia del problema es cómo se distribuyen los contagios en el tiempo para que no haya picos que colapsen el sistema sanitario. Los datos de impacto diario distraen de la naturaleza del problema. La prensa honesta (no neutral; honesta) no puede afectar significativamente al clima que genera el ruido de la red social y del bulo estridente.
Hay tres hechos que parecen objetivos sobre el Gobierno: primero, como el resto de Europa, actuó tarde cuando los datos ya eran claros; segundo, su gestión busca salvar vidas y encajar el impacto económico; y tercero, se está jugando la economía a la carta única de la respuesta europea: una vez más, Europa como exoesqueleto que nos sostiene. Y hay dos hechos opinables, en los que podemos cambiar de opinión: primero, la gestión está siendo en general buena, con errores donde errar es fácil y donde ningún error es menor, pero buena; y segunda, está siendo socialmente sensible; ya veremos si también exitosa.
La extrema derecha es una fealdad zafia del Parlamento que ya suponíamos. Casado sigue haciendo del PP la ropa de domingo de Vox. Exigir al Gobierno que diga «toda» la verdad debería ser una obviedad democrática, pero no lo es: es una forma ya conocida de extender sospechas y generar la confusión en la que se pueda predicar que los Pirineos están infestaos de dinosaurios. Ya nos suena del 11 M y, de hecho, el mentor es el mismo y no está ni en desiertos remotos ni en montañas lejanas. La sobreactuación con el luto también nos suena. El PP tiene currículum en el empleo grotesco de la muerte y la desgracia. Enseguida alentarán asociaciones de víctimas y llegaremos a aquello de ustedes humillan a los muertos. No hay forma amable de referirse a la política que en la desgracia se expresa con portadas de ataúdes. Eso no da sensación de duelo sino de celebración.
La política puede suavizarse si, como le pasó a Alianza Popular en cada paso de la transición, a la fuerza ahorcan y el PP tiene que entrar en la civilización, dejando a Vox con sus alaridos como un parque temático. O puede encresparse si el golpe económico desagrega a la sociedad y diluye los liderazgos. En tal caso nadie debe olvidar de que estamos ante una crisis con muertos y con acentuación de la pobreza. Igual que las abejas dejan su vida al picarnos, al deshumanizar a la gente que sufre, nos dejamos también nuestra humanidad.
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