Decía William James que la mayoría de la gente piensa que está pensando cuando solo está reordenando sus prejuicios. En la película de Django desencadenado, Stephen le explica a Django, todavía encadenado, que la mayoría de los esclavos a los que castigaban cortándoles los genitales se morían desangrados. Luego dice, riendo y corrigiéndose, una expresión fascinante: «bueno, más que la mayoría». Intento imaginar si hay alguna manera de que más que la mayoría no sean todos (Francisco García atrapó al vuelo hace poco una joya parecida; en TVE se dijo que en el Reino Unido había ya «más de casi tres mil muertos». No importa si eso son tres mil o menos, Paco captó lo fundamental: que el mundo puede ser un lugar maravilloso). William James merece una corrección parecida a la que se hizo Stephen: los que creen que están pensando cuando reordenan sus prejuicios no son la mayoría; son más que la mayoría. En una pandemia nos zarandean la impaciencia, la desorientación, la maldad, las mentiras, la codicia y la impiedad. Conviene observar el papel que juegan nuestros prejuicios en medio del remolino, si los tenemos a granel listos para cualquier manipulación, o si razonamos y, en este caso, si los reordenamos en un conjunto resistente o solo los removemos para guardarlos bajo la alfombra. A pesar de lo que creamos, razonamos muy poco para actuar, tomar decisiones o hacer valoraciones. Como sugiere James, la mayor parte de las veces que razonamos tenemos la conclusión decidida de antemano y el razonamiento sirve para confrontarla o para transmitirla eficazmente. Además no solemos pensar con lo que sabemos, sino solo con lo que tenemos en la cabeza. Con materiales tan escasos, nuestros prejuicios son muchas veces contradictorios. Y ahí hay gente que es feliz diciendo una cosa y la contraria y hay gente que usa el razonamiento como dice James, para poner orden y armonía en sus prejuicios. Como pecado, el prejuicio puede ser venial o grave, pero desde luego es inevitable. No se pueden tener principios o ideología sin tener un arsenal de juicios previos sobre las cosas.
Así, mis prejuicios me hacen hostil a esas teorías según las cuales cualquier gasto para proteger a los débiles es siempre una amenaza para la economía. Lo fue la subida del salario mínimo. Lo es ahora el ingreso mínimo vital. Lo era el gasto educativo, sanitario y de pensiones en la negociación de nuestra deuda. Nunca se llamó la atención a España por las cantidades que se distraen en los privilegios de la Iglesia. Ni se le pidieron cuentas sobre aquel dineral público que se metió en los bancos para subsanar su incompetencia. Por supuesto, no puedo ofrecer cuentas alternativas y por eso el razonamiento anterior es una puesta en orden de prejuicios. Lo cierto es que, con datos y no prejuicios, parece que nuestro gobierno en el arranque de la crisis no fue el más tonto de la clase ni el más listo y que después fue más bien aplicado. Quienes no rugen alaridos y analizan datos sobre por qué entonces está tan afectada España se dan de bruces con los recortes de su sanidad y con la endeblez de su investigación. Por eso tengo prejuicio contra todos los razonamientos cuya conclusión acaba siendo la salida de Iglesias del Gobierno y que incorporan menciones a Venezuela o el comunismo. No les asusta Iglesias. Es la justicia social. Es lo de siempre.
Más prejuicios. Montoro dijo en su día que dejaran caer a España, que ya la levantarían ellos. El eco de esas palabras coaguló en mi ánimo un prejuicio. Por mediocre que sea el personaje, acertó a decir algo que encaja con los hechos y hasta con la historia como el zapato en el pie de Cenicienta. Para la derecha, España no es algo que merezca estar en pie si no es bajo su mando. Esto es un prejuicio. Cualquier razonamiento que haga sobre su papel en la pandemia solo pone en orden lo que ya suponía de antemano de Aznar o Casado. Recordemos que uno de los motivos para razonar es la contradicción en nuestros prejuicios. Pero el PP está encajando su actuación en las palabras de Montoro con tal docilidad, que el razonamiento es apenas el deslizamiento suave de prejuicios que no necesitan reordenamiento. En este caso la caída de España incluye muertes. Mi ética, sin duda amasada con mis prejuicios, me dice que lo más nítido del papel de cada uno en esta crisis va a ser quién intentaba, con mejor o peor pulso, que no muriera gente ni se derrumbara el sustento de los más débiles y quién no sumó nada. La derecha siempre distinguió qué muertos eran un engorro y qué muertos era una oportunidad. Fueron un engorro los del Yak 42, cuyos restos se retiraron a puñados y en desorden; los del 11 M, cuánta impiedad sufrió Pilar Manjón; los asesinados por Franco, por décadas, sin guerra ni bandos; y hasta las víctimas de la violencia machista. Fueron una oportunidad los crímenes de ETA; no hubo escrúpulos ni decencia en su utilización. Y ahora chapotean en el luto de esta desgracia para intentar que los legítimos lazos negros acaben siendo un barrizal.
En muchos sitios se pone contra la ultraderecha un cordón sanitario, es decir, un prejuicio que no quiere apariencia de razonamiento. El coronavirus nos recuerda que es un prejuicio saludable. Su propaganda se basa en la exageración, el insulto desmedido y la proliferación de bulos. Lo preocupante es la permeabilidad del bloque conservador. Los bulos son un tipo de mentira peculiar. Son píldoras que se lanzan como polen y que tratan de afectar a la percepción que cada uno tiene de lo que creen los demás. No es la mentira ordinaria con la que se intenta desfigurar un hecho particular. Intentan una atmósfera donde la gente normal se crea asediada y los más zafios se crean rebeldes en tropel. En sus discursos a cara descubierta atropellan siempre los mismos tópicos (socialcomunista, Venezuela, chavista, 8 M, terrorismo), como esas muletillas que se bisbisean en los rezos. No intentan convencer a nadie con tales desvaríos. Solo quieren cuajar clichés que serán como un cáterin para sus seguidores, un material precocinado con cuya repetición se creerán informados y con las ideas muy claras. Los bulos solo funcionan si son infecciosos y se propagan y por eso conviene esmerarse en no ser portadores. Habrá más provocaciones con ataúdes. Si la derecha no tiene la debida compostura con los muertos, la ultraderecha directamente nutre de ellos su mala baba.
El ejército en sí no raspa ningún prejuicio que yo tenga. Pero su excesiva aparición en ámbitos normalmente políticos, esa desproporción de multas que insinúa demasiado entusiasmo en la acción policial y un ambiente informativo que normaliza el aspecto militarizado de la sociedad sí agitan mis prejuicios. El justo reconocimiento de su trabajo y función no tiene nada que ver con la complacencia en la retirada excepcional de derechos. Mis prejuicios me dicen que ni el pluralismo, ni la libertad informativa, ni las autonomías son elementos de ineficiencia. No es la democracia lo que falla. Fallan los políticos sin escrúpulos, los periódicos cavernarios y lacayunos y los tarados racistas que creen que unas razas son de paro y muerte y otras más puras son vida y futuro. Pero siento prejuicio hacia la sensación colectiva inducida de que la democracia estorba cuando las cosas son serias y para adultos. Y también hacia la confusión institucional por la que no se sabe qué derechos tenemos y qué atribuciones tienen las autoridades y por la que ahora de repente el Supremo le pone deberes cada quince días al Ejecutivo.
El confinamiento empuja a sumar los demonios exteriores a los propios que llevemos dentro. Cada uno debe poner orden en sus prejuicios y escogerlos con el cuidado con que antes había que escoger las lentejas. Se trata de no salir de esto siendo peor persona, con la ética dañada o con los principios quebrados.
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