[Columna del sábado en Asturias24 (www.asturias24.es)]
A mí las elecciones europeas
empiezan a recordarme a la Copa del Rey de fútbol. La Copa del Rey fue durante
muchos años un torneo menor al que se hacía poco caso. Durante en los diez
primeros años de este siglo, más o menos, lo ganaban equipos como el Betis, el
Mallorca, el Zaragoza o el Español, entre otros, que eran equipos que no solían
ganar torneos. Los grandes decían que era un torneo muy muy importante, pero jugaban
con suplentes y algún titular desganado y no llegaban a las rondas finales.
Hubo un año incluso en que el Barça, con notable franqueza y conciencia de
estatus, llegó a no presentarse a su partido y regalar la eliminatoria. En cada
elección al Parlamento Europeo los grandes partidos peroran que son unas
elecciones muy muy importantes y la palabra “Europa”, sólida y masticable, les
llena la boca. Sin embargo, los candidatos que envían a comicios tan
trascendentes son justamente los que ya no tienen nada serio que hacer en
política. Borrell, Almunia, Iturgáiz o Mayor Oreja, entre otros, llegaron a
Europa después de que sus ciclos políticos estuvieran agotados o después de
haber fracasado lisa y llanamente. Con todos los respetos, cuando me topé a
Masip en las listas del PSOE di un respingo parecido al que me produjo ver en
Oviedo hace unos cuantos años anunciada una actuación de José Guardiola. Los
grandes partidos vienen teniendo en Europa el mismo interés que los equipos
grandes en la Copa del Rey.
Sin embargo, la Copa del Rey se
animó en estos últimos tiempos. Por supuesto a los grandes grandísimos el
torneo en sí no les interesa. Lo que ocurre es que con los inmensos dineros que
llegó a mover el fútbol crecieron tanto el Real Madrid y el Barça que un choque
entre los dos es siempre un suceso planetario de los de Leire Pajín, en el que
siempre hay tajadas de autoestima, prestigio y dinero de gran calado. Pero,
insisto, no por el prestigio del torneo, sino por el codo a codo Madrid –
Barça. Las elecciones europeas empiezan a seguir el mismo rumbo. La gente se
siente poco concernida por quiénes sean los parlamentarios que van a Europa. Y la
desidia de la gente no es más que el contagio de la de los partidos, que vienen
poniendo en estas elecciones tanto nervio como ponían el Madrid y el Barça en
la Copa del Rey. Haga cada uno un pequeño test a ver cuántos nombres de
candidatos conoce sin mirar Google (aparte de Cañete, claro, porque ya se
encargó Elena Valenciano, con notable torpeza táctica, de que fuera el nombre
más repetido durante la precampaña).
Sin embargo, como en la Copa del
Rey, hay un poco más de animación y, como en la Copa del Rey, por razones
ajenas al torneo en sí. A la gente y a los partidos les sigue dando igual quién
vaya a Europa. Pero esta vez las cosas son un poco especiales, no en Europa por
mucho que quieran vender la letanía de que ahora vamos a pintar algo en la
elección del Presidente de la Comisión Europea. Es en casa donde las cosas son
distintas. Por un lado, hace tiempo que no hay elecciones de nada y por tanto
hace tiempo que no tenemos una medida fiable de cómo están las fuerzas de cada
uno. Pero sobre todo esta legislatura fue pródiga en sobresaltos que requieren
sanción electoral. La gente vive mucho peor y está mucho peor atendida por
culpa de unos, de otros o del Espíritu Santo. Los niveles de corrupción
revelados y de su impunidad son un contrapunto que nos insulta todos los días.
El funcionamiento oligárquico de la clase política, que ahora sí, es ya una clase,
alcanzó niveles críticos.
Tiene, entonces, por razones
internas mucho interés ver cómo se traslada el ánimo de la gente a la
representación política. El PP está deseando decir que la gente comprende y
apoya sus “reformas” y El PSOE está deseando decir que la gente no acepta los
recortes de derechos y libertades. Por eso, y no es que sea mucho, esta vez
mandaron de cabezas de lista a dos personas “en activo” y no en retirada de
batallas mayores. Elena Valenciano no deja de ser, formalmente al menos, la
número dos del partido. Cañete es el ministro mejor valorado, por la manera en
que se consigue sobresalir en la política española desde hace tiempo: por
consunción y deterioro de lo que le rodea. Wert, Gallardón o Montoro, por no
alargar la lista, bajan tanto la estima pública del Gobierno que acaba asomando
la cabeza de Cañete sin hacer nada (así pasaron Rubalcaba y Rajoy de fontaneros
a líderes).
Pero, como digo, ni los votantes ni
los partidos dan más importancia a las elecciones que su repercusión interna.
Esto suena mal y podría pedirnos el cuerpo un discurso europeísta, un
recordatorio de que de Europa vienen cada vez más decisiones que nos afectan y
una renovación del convencimiento de que una Europa unida es el mejor futuro
posible. Pero tal discurso es, por un lado, superfluo; y, por otro, puede que
desorientado.
Es superfluo porque la gente ya
sabe que Europa es una necesidad, sobre todo en España, donde siempre fue el
termómetro de nuestro atraso o adelanto nuestra mayor integración o aislamiento
de Europa. No se trata de hacer místicas con el europeísmo. Europa es, respecto
a los dragones asiáticos, EEUU y economías emergentes, una comunidad de
vecinos. Estamos tan obligados a atender como comunes nuestros asuntos en
Europa como lo estamos con los vecinos, por muy poca familia que sintamos que
somos. Y la gente ya sabe también la importancia de las decisiones que vienen
de Europa. ¿Cómo las va a ignorar un país parcialmente rescatado que sufre las
condiciones que se le imponen desde Europa? La desgana del electorado no tiene
que ver con el desconocimiento de la importancia de Europa ni con el
convencimiento de su necesidad. Tiene que ver con la inutilidad que atribuyen a
su voto. Digamos que lo que es verdad de España lo es por partida doble de
Europa.
La política europea es un limbo
lejos de la observación, sanción o entendimiento de los ciudadanos. Una persona
normal no percibe el hilo que relaciona su voto con la unión bancaria, ni sabe
lo que es o qué consecuencias tiene la unión bancaria. Hay un poder fáctico de
los países fuertes mucho más trascendente que el poder orgánico en el que
interviene el voto ciudadano. Los canales de participación y control popular
son nulos y el voto tiene un vínculo opaco, lejano y débil con las políticas
europeas. Por eso la gente siente que no va con ella estas elecciones. Y no
ayudan las bufonadas que se están oyendo en la pre-campaña. Los ciudadanos no
se tomarán más en serio las elecciones europeas hasta que Europa no sea más
democrática. Así de sencillo.
Pero también el discurso puede ser
desorientado. Puede que con buena intención se piense que toca construir, hacer
Europa, avanzar. En la construcción científica, los filósofos platónicos
distinguen el momento del regressus y
el del progressus. Yo veo quebrada
una pajita metida en un vaso de agua, cuando sé que la pajita no está rota de
verdad. A distancia adecuada veo mi dedo del mismo tamaño que la torre de la
catedral que sé que es mucho mayor. Hay anomalías y aquí la ciencia no
construye. Es el momento del regressus,
de la crítica y búsqueda de principios. Cuando establecemos lo que es la
refracción y la perspectiva, ahora sí, volvemos a la pajita en el agua, el dedo
y la torre de la catedral y construimos y avanzamos. Es el momento del progressus. Sospecho que Europa requiere
más actitud de regressus que de progressus. Hay demasiadas anomalías,
demasiado déficit democrático y hasta demasiado sufrimiento incomprensible para
que toque avanzar. Es momento de regressus, toca retornar a los principios, retocar
las pautas y formas de participación, recordarnos los que son poderes orgánicos
y fácticos y decirnos otra vez las razones por las que dejamos el despotismo
ilustrado. Es momento de triturar críticamente tanta anomalía desde el abecé de
la democracia. Y luego, con las ideas claras sobre cómo funciona la democracia
en una confederación continental, será el progressus,
la construcción razonada y el adelanto que es mejora. Cualquier avance sin
principios es avance hacia alguna forma de absolutismo.
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